septiembre 2020
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Redacción

Santa Teresita del Niño Jesús o de Lisieux. Sencillez y perfección en las cosas pequeñas, la Iglesia le dedica este día para que la conozcamos y tratemos de imitar sus virtudes de delicadeza y pefección en las cosas pequeñas. 

 Hay dos santas con el mismo nombre: Santa Teresita del Niño Jesús o de Lisieux y Santa Teresa de Ávila (15 de Octubre). Ambas fueron monjas carmelitas, nos dejaron una autobiografía y son santas doctoras de la Iglesia. 

María Francisca Teresa (Santa Teresita del Niño Jesús o de Lisieux) nació el 2 de Enero de 1873 en Francia. Hija de un relojero y una costurera de Alençon. Tuvo una infancia feliz y ordinaria, llena de buenos ejemplos. Teresita era viva e impresionable, pero no particularmente devota. En 1877, cuando Teresita tenía cuatro años, murió su madre. Su padre vendió su relojería y se fue a vivir a Lisieux donde sus hijas estarían bajo el ciudado de su tía, la Sra. Guerin, que era una mujer excelente. Santa Teresita era la preferida de su padre. Sus hermanas eran María, Paulina y Celina. 

Cuando Teresita tenía 9 años, Paulina ingresó al convento de las carmelitas. Desde entonces, Teresita se sintió inclinada a seguirla por ese camino. Era una niña afable y sensible y la religión ocupaba una parte muy importante de su vida. Cuando Teresita tenía catorce años, su hermana María se fue al convento de las carmelitas igual que Paulina. 

La Navidad de ese año, tuvo la experiencia que ella llamó su “conversión”. Dice ella que apenas a una hora de nacido el Niño Jesús, inundó la oscuridad de su alma con ríos de luz. Decía que Dios se había hecho débil y pequeño por amor a ella para hacerla fuerte y valiente. Al año siguiente, Teresita le pidió permiso a su padre para entrar al convento de las carmelitas y él dijo que sí. 

Las monjas del convento y el obispo de Bayeux opinaron que era muy joven y que debía esperar. Algunos meses más tarde fueron a Roma en una peregrinación por el jubileo sacerdotal del Papa León XIII. Al arrodillarse frente al Papa para recibir su bendición, rompió el silencio y le pidió si podía entrar en el convento a los quince años. El Papa quedó impresionado por su aspecto y modales y le dijo que si era la voluntad de Dios así sería.  

Teresita rezó mucho en todos los santuarios de la peregrinación y con el apoyo del Papa, logró entrar en el Carmelo en Abril de 1888. Al entrar al convento, la maestra de novicias dijo; “ Desde su entrada en la orden, su porte tenía una dignidad poco común de su edad, que sorprendió a todas las religiosas.” Profesó como religiosa el 8 de Septiembre de 1890. Su deseo era llegar a la cumbre del monte del amor. Teresita cumplió con las reglas y deberes de los carmelitas. Oraba con un inmenso fervor por los sacerdotes y los misioneros. Debido a esto, fue nombrada después de su muerte, con el título de patrona de las misiones, aunque nunca había salido de su convento. 

Se sometió a todas las austeridades de la orden, menos al ayuno, ya que era delicada de salud y sus superiores se lo impidieron. Entre las penitencias corporales, la más dura para ella era el frío del invierno en el convento. Pero ella decía 
Quería Jesús concederme el martirio del corazón o el martirio de la carne; preferiría que me concediera ambos.” 
Y un día pudo exclamar “He llegado a un punto en el que me es imposible sufrir, porque todo sufrimiento es dulce.” 

En 1893, a los veinte años, la hermana Teresa fue nombrada asistente de la maestra de novicias. Su padre enfermó perdiendo el uso de la razón a causa de dos ataques de parálisis. Celina, su hermana, se encargó de cuidarlo. Fueron unos año difíciles para las hijas. Al morir el padre, Celina ingresó al convento con sus hermanas. 

En este mismo año, Teresita se enfermó de tuberculosis. Quería ir a una misión en Indochina pero su salud no se lo permitió. Sufrió mucho los últimos 18 meses de su vida. Fue un período de sufrimiento corporal y de pruebas espirituales. En junio de 1897 fue trasladada a la enfermería del convento de la que no volvió a salir. A partir de agosto ya no podía recibir la Comunión debido a su enfermedad y murió el 30 de Septiembre de ese año. 

Fue beatificada en 1923 y canonizada en 1925. Se le presenta como una monja carmelita con un crucifijo y rosas en los brazos. Ella decía que después de su muerte derramaría una lluvia de rosas. El culto a esta santa comenzó a crecer con rapidez. Los milagros hechos gracias a su intercesión atrajeron a atención de los cristianos del mundo entero. 

Escribió el libro “Historia de un alma” que es una autobiografía. Escribe frases preciosas como éstas en ese libro: “Para mí, orar consiste en elevar el corazón, en levantar los ojos al cielo, en manifestar mi graitud y mi amor lo mismo en el gozo que en la prueba.”; “Te ruego que poses tus divinos ojos sobre un gran número de almas pequeñas.” Teresita se contaba a sí misma entre las almas pequeñas, decía “Yo soy un alma minúscula, que sólo puede ofrecer pequeñeces a nuestro Señor.”




Redacción

Jerónimo, nacido alrededor de 342 en Estridón, de Dalmacia, y especialmente dotado para las lenguas, estudió en Roma, donde fue bautizado cuando ya era un joven, según la costumbre de la época.

Después de haber conocido la vida monástica decidió consagrarse a ella, lejos de las distracciones del mundo, en aquellos lugares donde el Hijo de Dios había sufrido y muerto por nosotros. Pasó por Aquileya con un grupo de amigos, caminando hacia la meta de sus anhelos por las viejas carreteras trazadas por los ejércitos romanos. 

Pero en Antioquía de Siria una enfermedad lo arrojó al lecho. Allí la muerte lo despojó de sus compañeros más estimados; pero él sanó y en las largas semanas de convalecencia estudió a fondo la lengua griega, que llegó a dominar. Jerónimo sentía un deseo poderosísimo de lograr la vida perfecta, como los padres del desierto. Además, su espíritu inquieto requería de una tarea en que tuviese que poner en juego todo su ingenio. Bajo el calcinante sol del desierto se dedicó al aprendizaje del hebreo y de sus diferentes dialectos. 

Por fin, la controversia sobre la plaza episcopal de Antioquía lo ahuyentó de su caverna de ermitaño en Chalquis. Pasó nuestro santo a Constantinopla, donde llegó a ser amigo íntimo de Gregorio Nacianceno y comenzó a traducir al latín las obras cláskicas de Orígenes y Eusebio. Más tarde llegó a Roma y allí recibió la ordenación sacerdotal. 

El Papa Dámaso I recibió al erudito con gran alegría y lo nombró su secretario y consejero íntimo para los enmarañados asuntos de la Iglesia oriental. Cumpliendo con su deseo, Jerónimo emprendió la obra gigantesca que dio inmortalidad a su nombre, a saber, la corrección y purificación de la edición latina de la Biblia, basándose en los textos originales hebreos y griegos. 

La franqueza sin consideraciones, con la que Jerónimo había condenado la hipocresía de los círculos cortesanos y los deslices de ciertos clérigos, le imposibilitaron quedarse en Roma después de la muerte de su protector, el Papa San Dámaso I. Belén se convirtió en su segunda patria. Allí construyó un monasterio para sus compañeros y tres conventos para las mujeres contemplativas que le habían seguido desde Roma. 

La oración, los trabajos científicos, las prácticas ascéticas, todo estaba rigurosamente regulado, como lo hacían los ermitaños. Todo un ejército de escribanos tenía que esforzarse para seguir a San Jerónimo. A la manera de un torrente impetuoso fluían sus pensamientos y escritos, que contenían generalmente exégesis bíblica. 

Terminó la traducción de la Biblia precisamente en Belén. Asombra el tamaño de su obra, comparable sólo con la de San Agustín. Con todo, una comparación con San Agustín también manifiesta los lados débiles de su gigantesca obra: Jerónimo pasaba con exagerada rapidez de un argumento a otro. La premura al dictar y la falta de habilidad del escribano causaron muchos descuidos. De todo el mundo le llegaban cartas a las que contestaba con gusto. ¡Con qué virilidad había luchado contra la herejía! No tenía empacho en usar el sarcasmo, la palabra agresiva en contra de los errores de los pelagianos, a quienes consideraba como enemigos personales. Por este rencor, dichos herejes llegaron a asaltar y a incendiar sus conventos. 

Aquella defensa apasionada de la palabra de Dios arroja una luz conciliadora sobre las fallas y debilidades de este hombre, a quien su celo ardoroso, aun entrado ya en la ancianidad, a menudo lo arrastraba a la ofensa personal. La lucha impetuosa entre sus deseos vehementes de santidad y su naturaleza volcánica, apenas terminó cuando entró al Reino de Dios el 30 de septiembre de 420. 

“El sagrado Concilio exhorta igualmente a todos los fieles, señaladamente a los religiosos, vehemente y ahincadamente, a que, con la frecuente lectura de las Escrituras divinas, aprendan la ciencia eminente de Cristo (Fil 3, 8). “Porque la ignorancia de las Escrituras es ignorancia de Cristo” (San Jerónimo, Com in Is.).” 
Concilio Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Revelación Divina, n. 24.




Redacción

El destino de Abel, asesinado por su propio hermano, se repite en Wenceslao. Pero el crimen perpetrado en el año 929 es aún más atroz, más inhumano, por la instigadora del asesinato, Drahomira, la madre del asesinado. 

Desde hacía tiempo la voz de la sangre había sido ahogada por el odio profundo que la madre sentía contra su hijo, educado con esmero en la religión cristiana y completamente diferente a ella, a pesar de que ella también había sido bautizada. La infame mujer no había podido evitar que su esposo, el duque Bratislao de Bohemia, confiara la educación del niño Wenceslao a su piadosa abuela, Ludmila, pues conocía muy bien el carácter sombrío de su esposa. 

Por esta razón, ella, mujer enfermiza y vanidosa, herida en su orgullo, se reservó personalmente la educación de su segundo hijo, Boleslao, quien, a la postre, llegó a ser un perfecto trasunto de su madre. Cuando murió el padre, los dos niños todavía eran muy pequeños para sucederle en el trono. En su lugar Drahomira tomó la regencia. Empezaron tiempos difíciles para el cristianismo en Bohemia. 

Cuando Drahomira ya había ocasionado muchas perturbaciones, Wenceslao se le enfrentó, tomó las riendas del gobierno de una parte del país y asignó a su hermano la otra parte. Drahomira se retiró a la corte pagana de Boleslao, donde se sentía más a gusto. Wenceslao creyó que su madre había sepultado su rencor. Siendo él honrado y veraz, no sospechaba las malas intenciones de ella, y se inclinaba por disculpar sus atrocidades anteriores debidas a sus falsas ideas religiosas. 

Diariamente le pedía a Dios que le iluminara el entendimiento, y procuraba reparar el daño causado por Drahomira con las crueldades de su gobierno. En la frecuencia de los sacramentos también recibió la gracia y fortaleza para cumplir con sus obligaciones de duque. La Iglesia volvió a vivir en paz. Los pobres, las viudas y los huérfanos, cuyas miserias mitigó, rogaban para que Dios lo protegiera. Y de verdad necesitaba protección de Dios, puesto que Drahomira no podía olvidar que él le había destronado. Se sentía apoyada por aquellas numerosas familias poderosas, partidarias aún de los viejos dioses, que odiaban al joven duque porque éste los había eliminado de todos los puestos del gobierno y había dado los cargos a cristianos de confianza. Su secreto círculo de oposición animó a Drahomira al crimen. 

Asesinos a sueldo estrangularon con su propio velo a Ludmila, la abuela y consejera venerada del duque, en la capilla del castillo de Tetín, en septiembre de 921. Poco después, Drahomira logró atraer a Wenceslao a Altbunzlau, el castillo de su hermano, para festejar el nacimiento del hijo de éste. Sin la mínima sospecha, Wenceslao cayó en la trampa. 

Cuando a la hora acostumbrada se dirigía a la iglesia para el Santo Sacrificio, fue atravesado por la lanza de su hermano. Expiró el 28 de septiembre de 929. 

Inmediatamente el pueblo lo proclamó mártir y su sepultura fue un centro de peregrinaciones. Tres años después cuando se comenzó a hablar de los milagros que se realizaban en la tumba de Wenceslao, su hermano trasladó los restos a la catedral de San Vito en Praga, que él había fundado y dónde aún descansan. 

Wenceslao es el apóstol de la unidad: unidad entre los familiares, unidad en la patria y unidad en su pueblo con los vecinos. Vale para él la gran bienaventuranza: “Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios”. “Los hombres que viven en condiciones de libertad y bienestar no pueden apartar los ojos de esta cruz y pasar en silencio ante el testimonio de aquellos que pertenecen a la que se suele llamar “Iglesia del silencio”. La Iglesia forzada al silencio, en las condiciones de una “ateización” obligatoria, crece interiormente desde la cruz de Cristo y, con su silencio, proclama la verdad más grande. La verdad, que Dios mismo ha inscrito en los fundamentos de nuestra redención”. 
Juan Pablo II, Alocución, 30 de marzo de 1980.








Redacción

Una pequeña choza, en la comarca más pobre de Francia, fue la casa paterna de Vicente. Cuidó y reunió dinero para sus estudios, dando clases a alumnos retrasados. No tenía la menor intención de ser un santo. Su meta era conseguir un beneficio eclesiástico para mantener a sus padres y hermanos. A los 19 años ofició su Primera Misa y, a los 23 años, sus estudios académicos le merecieron el grado de bachiller en teología. 

Más de repente una rara aventura anuló todos sus planes, tenazmente perseguidos. Sin misericordia había metido en la cárcel a un deudor para que pagara. Pero, cuando tranquilamente navegaba de Marsella a Tolosa, fue herido por piratas tunecinos, vendiendo como esclavo y tratado con tan poca misericordia como él había tratado a su deudor. Trabajando diariamente bajo el sol abrasador de África, expió las culpas de su carácter inquieto. Después de algunos años de esclavitud, logró fugarse y llegó a París, donde la princesa Margarita de Valois le encomendó la distribución de las limosnas. 

Vicente de Paúl era en la gran ciudad uno de tantos miles de curas que, sin campo de acción propiamente dicho, gozaban de sus beneficios, mientras que en las regiones rurales los sacerdotes, mal pagados, apenas administraban los sacramentos. Las palabras y el ejemplo de su confesor, el padre Bérulle, el Oratorio de París, sacaron al joven sacerdote de su comunidad burocrática, cuatro años de luchas, angustias y dudas lo mandaron para cambiar radicalmente su vida. 

Vicente de Paúl dejó el servicio de la princesa. Como cura de la parroquia suburbana de Clichy, aprendió a deshacerse de sus bienes a favor de los pobres. Espantado de la ignorancia religiosa del pueblo, empezó, con la ayuda de los padres jesuitas, las misiones populares. Como párroco de Chatillon les Domes, realizó la idea de la misericordia fraternal dentro de la comunidad en una forma completamente nueva. Con un sermón conmovió los corazones de sus feligreses de tal suerte, que muchísimos se dedicaron al cuidado personal de los enfermos y a visitar a los pobres, compartiendo sus bienes con ellos. 

Vicente de Paúl encauzó ese cielo impetuoso en dos cofradías eclesiásticas para hombres y mujeres: “las Siervas de los Pobres”, que se encargarían del cuidado regular de los pobres y enfermos, y “Los Ayudantes de los Pobres” que, con la misma regularidad, debían cuidar de los pobres en general, los abandonados y los limosneros. Así creó el modelo para futuras asociaciones y vicentinas e isabelinas. Con la ayuda del jefe de las galeras, abrió la primera misión de reclusos en las prisiones de París y en las galeras de Marsella y obtuvo éxitos milagrosos con los criminales más desalmados y degenerados. Luis XIII, con razón, lo nombró superior de todas las galeras. 

Vicente de Paúl encontró en todas partes sacerdotes magnánimos que quisieron ayudarle en esta generosa opción por los pobres. No quería fundar una orden. Su comunidad sólo debía ser una asociación de sacerdotes seculares, bajo una dirección firme. Así a cualquier hora de día los “barbichets”, como se les llamaba, salían de tres en tres a los pueblos. También hubo entre ellos sacerdotes misioneros que fueron a Túnez a rescatar esclavos cristianos; a Madagascar y Asia, para poner las bases de una acción misionera entre los pueblos paganos. 

En el año 1625 había tres sacerdotes de la Congregación de la Misión. Al morir el santo eran 622. Para los ejercicios espirituales del clero recibió Vicente el antiguo hostal de leprosos de San Lázaro. De esa casa surgió la renovación de una gran parte del clero francés. Luis XIII mandó ocupar las sedes episcopales vacantes exclusivamente con sacerdotes que, con regularidad, habían asistido a dichas pláticas. 

Sabemos que la palabra “misericordia” tenía un significado especial para Vicente. Para él, la diferencia entre obras de caridades corporales o espirituales era teórica. No podía imaginar las unas sin las otras. Si a un pobre hombre lo sacaba de la miseria, era natural que también le acercara la luz de la gracia a su mente ensombrecida; y si le preocupaba por un alma perdida, se hubiera avergonzado si sus protegidos hubiesen seguido sufriendo hambre y frío, inmundicia y enfermedad. Muchísimo le ayudó Luisa de Marillac, viuda de Le Gras, al fundador la Congregación de las Hermanas de la Caridad. 

El hábito de las “vicentinas” se convirtió al fin en símbolo de la caridad moderna. Lo que estas hermanas sencillas realizaron en tiempos de guerra o de paz, en las barracas infestadas de cólera o de tifo, con heroísmo callado desde hace trescientos años, no podrá recompensarlo ningún premio Nobel del mundo. Las diversas fundaciones de San Vicente en todo el mundo muestran su espíritu apóstol, que practicó el himno al amor de San Pablo.

Al pasar a mejor vida, el 27 de septiembre de 1660, sus amigos recordaron estas palabras del santo: 
Después de dar todo por Nuestro Señor, ya no nos queda nada que regalar. Pondremos la llave bajo la puerta y calladamente nos iremos”. 
“Este aspecto central de la evangelización fue subrayada por Juan Pablo II: “He deseado vivamente este encuentro, porque me siento solidario con vosotros y porque siendo pobres tenéis derecho a mis particulares desvelos; os digo el motivo: el Papa os ama porque sois los predilectos de Dios. Él mismo al fundar su familia, la Iglesia, tenía presente a la humanidad pobre y necesitada. Para redimirla envió precisamente a su Hijo, que nació pobre y vivió entre los pobres, para hacernos ricos en su pobreza” (cfr. II Cor 8, 9). Alocución en el barrio de Santa Cecilia: AASLXXI, p. 220” D.P., n. 1143.




Redacción

La devoción a estos mártires es muy antigua, pero en el tiempo de los bárbaros se perdió todo rastro de su historia. 

El recuerdo de los mártires se diversifica en varias leyendas, de suerte que la histografía se enfrenta al problema de reconocer o de negar sencillamente la vida de estos gemelos famosos.

 A principios del siglo VI, el Papa Félix III les dedicó una antigua basílica en el foro Romano, construida sobre las ruinas de dos templos antiguos. Desde entonces persiste su veneración. La devoción popular adornó el destino de los dos hermanos con especial cariño y veneración, afirmando que su patria había sido Arabia, donde aprendieron el arte de la medicina, que ejercieron tan felizmente que lograban liberar a los hombres y hasta a los animales de muchas enfermedades. No aceptaban dinero por sus servicios, pues lo que habían recibido de Dios también debía pertenecer a Dios y a sus criaturas. 

Su interrogatorio ante el perfecto Lisias y su condena a castigos cada vez más severos, no se diferencia en nada del curso ordinario de las sesiones de los tribunales, pero ya en las primeras palabras ante el juez resalta la frase imborrable: 
No codiciamos bienes terrenales porque somos cristianos” 
¿Podría expresarse en forma más bella y atinada el perfecto desprendimiento cristiano? En pocas palabras vibra el espíritu del cristianismo y perdura el heroísmo ante la gran persecución. 

Cosme y Damián son los únicos santos de la Iglesia oriental que fueron aceptados en el canon de la Santa Misa. Desde tiempos remotos, los médicos y boticarios los eligieron como patronos especiales de su profesión. 

“La pobreza evangélica se lleva a la práctica también con la comunicación y la participación de los bienes materiales y espirituales; no por imposición sino por el amor, para que la abundancia de unos remedie la necesidad de otros.” D.P., n. 1150.




Redacción

Este humilde hermano franciscano escribió por orden expresa de sus superiores los recuerdos de hechos especiales que le sucedieron en su vida. 

Son los siguientes: Nació en 1620 en el pueblo italiano de Sezze De familia pobre, cuando empezó a asistir a la escuela, un día por no dar una lección, el maestro le dio una paliza tan soberana que lo mandó a cama. Entonces los papás lo enviaron a trabajar en el campo y allá pensaba vivir para siempre. 
Pero sucedió que un día una bandada de aves espantó a los bueyes que Carlos dirigía cuando estaba arando, y estos arremetieron contra él con gravísimo peligro de matarlo. Cuando sintió que iba a perecer en el accidente, prometió a Dios que si le salvaba la vida se hacía religioso. Y milagrosamente quedó ileso, sin ninguna herida. 

Entonces otro día al ver pasar por allí unos religiosos franciscanos les pidió que le ayudaran a entrar en su comunidad. Ellos lo invitaron a que fuera a Roma a hablar con el Padre Superior, y con su recomendación se fue allá con tres compañeros más. El superior para probar si en verdad tenía virtud, los recibió muy ásperamente y les dijo que eran unos haraganes que sólo buscaban conseguirse el alimento gratuitamente, y los echó para afuera. Pero ellos se pusieron a comentar que su intención era buena y que deberían insistir. Y entraron por otra puerta del convento y volvieron a suplicar al superior que los recibiera. Este, haciéndose el bravo, les dijo que esa noche les permitía dormir allí como limosneros pero que al día siguiente tendrían que irse definitivamente. 

Los cuatro aceptaron esto con toda humildad, pero al día siguiente en vez de despacharlos les dijeron que ya habían pasado la prueba preparatoria y que quedaban admitidos como aspirantes. En el noviciado el maestro lo mandó a que sembrara unos repollos, pero con la raíz hacia arriba. El obedeció prontamente y los repollos retoñaron y crecieron. Después el superior del noviciado empezó a humillarlo y humillarlo. El aguantaba todo con paciencia, pero al fin viendo que iba a estallar en ira, se fue a donde el maestro de novicios a decirle que se volvía otra vez al mundo porque ya no resistía más.

El sacerdote le agradeció que le hubiera confiado sus problemas y le arregló su situación y pudo seguir tranquilo hasta ser admitido como franciscano. Ya religioso, un día se entraron a la huerta del convento unos toros bravos que embestían a todo fraile que se les presentara. El superior, para probar qué tan obediente era el hermano Carlos, le ordenó: “Vaya, amarre esos toros y sáquelos de aquí”. El se llevó un lazo, les echó la bendición a los feroces animales y todos se dejaron atar de los cachos y lo fueron siguiendo como si fueran mansos bueyes. La gente se quedó admirada ante semejante cambio tan repentino, y consideraron este prodigio como un premio a su obediencia. 

Para que no se volviera orgulloso a causa de las cosas buenas que le sucedían, permitió Dios que le sucedieran también cosas muy desagradables. Lo pusieron de cocinero y los platos se le caían de la mano y se le rompían, y esto le ocasionaba tremendos regaños. Una noche dejó el fogón a medio apagar y se quemó la cocina y casi se incendia todo el convento. Entonces fue destituido de su cargo de cocinero y enviado a cultivar la huerta. A un religioso que le preguntaba por qué le sucedían hechos tan desagradables, le respondió: “Los permite Dios para que no me llene de orgullo y me mantenga siempre humilde”. 

Después lo nombraron portero del convento y admitía a todo caminante pobre que pidiera hospedaje en las noches frías. Y repartía de limosna cuanto la gente traía. Al principio el superior del convento le aceptaba esto, pero después lo llamó y le dijo. “De hoy en adelante no admitiremos a hospedarse sino a unas poquísimas personas, y no repartiremos sino unas pocas limosnas, porque estamos dando demasiado”. El obedeció, pero sucedió entonces que dejaron de llegar las cuantiosas ayudas que llevaban los bienhechores. El superior lo llamó para preguntarle: “¿Cuál será la causa por la que han disminuido tanto las ayudas que nos trae la gente?”. “La causa es muy sencilla –le respondió el hermano Carlos--. Es que dejamos de dar a los necesitados, y Dios dejó de darnos a nosotros. Porque con la medida con la que repartamos a los demás, con esa medida nos dará Dios a nosotros”. Desde ese día recibió permiso para recibir a cuanto huésped pobre llegara, y de repartir todas las limosnas que la gente llevaba, y Dios volvió a enviarles cuantiosos donativos. 

Tuvo que hacer un viaje muy largo acompañado de un religioso y en plena selva se perdieron y no hallaban qué hacer. Se pusieron a rezar con toda fe y entonces apareció una bandada de aves que volaban despacio delante de ellos y los fueron guiando hasta lograr salir de tan tupida arboleda. El director de su convento empezó a tratarlo con una dureza impresionante. Lo regañaba por todo y lo humillaba delante de los demás. Un día el hermano Carlos sintió un inmenso deseo de darle un golpe e insultarlo. Fue una tentación del demonio. Se dominó, se mordió los labios, y se quedó arrodillado delante del otro, como si fuera una estatua, y no le dijo ni le hizo nada. Era un acto heroico de paciencia. 

¿Qué era lo que había sucedido? Que el Superior Provincial había enviado una carta muy fuerte al director diciéndole que le habían escrito contándole faltas de él. Y éste al pasar por la celda de Carlos había visto varias veces que estaba escribiendo. Entonces se imaginó que era él quien lo estaba acusando. Su apatía llegó a tal grado que lo hizo echar de ese convento y fue enviado a otra casa de la comunidad. Al llegar a aquel convento el provincial, le dijo al tal superior que no era Carlos quien le había escrito. Y averiguaron qué era lo que este religioso escribía y vieron que era una serie de consejos para quienes deseaban orar mejor. El irritado director tuvo que ofrecerle excusas por su injusto trato y sus humillaciones. Pero con esto el sencillo hermano había crecido en santidad. 

Las gentes le pedían que redactara algunas normas para orar mejor y crecer en santidad. El lo hizo así y permitió que le publicaran el folleto. Esto le trajo terribles regaños y casi lo expulsan de la comunidad. El pobre hombre no sabía que para esas publicaciones se necesitan muchos permisos. Humillado se arrodilló ante un crucifijo para contarle sus angustias, y oyó que Nuestro Señor le decía: “Ánimo, que estas cosas no te van a impedir entrar en el paraíso”. La petición más frecuente del hermano Carlos a Dios era esta: “Señor, enciéndeme en amor hacia Ti”. Y tanto la repitió que un día durante la elevación de la santa hostia en la Misa, sintió que un rayo de luz salía de la Sagrada Forma y llegaba a su corazón. 

Desde ese día su amor a Dios creció inmensamente. Al fin los superiores se convencieron de que este sencillo religioso sí era un verdadero hombre de Dios y le permitieron escribir su autobiografía y publicar dos libros más, uno acerca de la oración y otro acerca de la meditación. 

Gracias hermano Carlos porque nos dejaste estos bellos recuerdos de tu vida. Con razón el Papa Juan XXIII sentía tanta alegría al declararte santo en 1959, porque la vida tuya es un ejemplo de que aun en los oficios más humildes y en medio de humillaciones e incomprensiones podemos llegar a un alto grado de santidad y ganarnos la gloria del cielo. 
“AL QUE SE HUMILLA, DIOS LO ENALTECE” (Sn Lc 14, 11).




Redacción

Una antigua tradición narra que en el año de 1218 la Santísima Virgen se le apareció a San Pedro Nolasco recomendándole que fundara una comunidad religiosa que se dedicara a socorrer a los que eran llevados cautivos a sitios lejanos.

San Pedro Nolasco, apoyado por el rey Jaime el Conquistador y aconsejado por San Raimundo de Peñafort fundó la Orden religiosa de Nuestra Señora de la Merced o de las Mercedes. 

La palabra merced quería decir: misericordia, ayuda, caridad. Esta comunidad religiosa lleva muchos siglos ayudando a los prisioneros y ha tenido mártires y santos. 

Sus religiosos rescataron muchísimos cautivos que estaban presos en manos de los feroces sarracenos. 

Desde el año 1259 los Padres Mercedarios empezaron a difundir la devoción a Nuestra Señora de la Merced (o de las Mercedes) la cual está muy extendida por el mundo. 

Recordemos que a quienes ayudan a los presos les dirá Cristo en el día del Juicio: “Estuve preso y me ayudaste. Todo el bien que le hiciste a los demás, aunque sea a los más humildes, a Mí me lo hiciste”. (Sn Mt 25,31-40).





Redacción

Oh Jesús, mi suspiro y mi vida, te pido que hagas de mí un sacerdote santo y una víctima perfecta”
escribió una vez San Pío de Pietrelcina, cuya fiesta se celebra hoy. 

Su oración fue escuchada y se le concedió el don de los estigmas. Durante su vida, Dios lo dotó de muchos dones, como el discernimiento extraordinario que le permitió leer los corazones y las conciencias. Por ello muchos fieles acudían a confesarse con él. 

El Padre Pío nació en Pietrelcina (Italia) el 25 de mayo de 1887. Su nombre era Francisco Forgione y tomó el nombre de Fray Pío de Pietrelcina en honor a San Pío V, cuando recibió el hábito de Franciscano capuchino. 

A los cinco años se le apareció el Sagrado Corazón de Jesús, quien posó su mano sobre la cabeza del niño. El pequeño, a su vez, prometió a San Francisco que sería un fiel seguidor suyo. Desde entonces su vida quedó marcada y empezó a tener apariciones de la Santísima Virgen. 

A los 15 años decide ingresar a la Orden Franciscana de Morcone y tuvo visiones del Señor en la que se le mostró las luchas que tendría que pasar contra el demonio. El 10 de agosto de 1910 es ordenado sacerdote. Poco tiempo después le volvieron las fiebres y los dolores que lo aquejaban, entonces fue enviado a Pietrelcina para que restablezca su salud. 

En 1916 visita el Monasterio de San Giovanni Rotondo. El Padre Provincial, al ver que su salud había mejorado, le manda que retorne a ese convento en donde recibió la gracia de los estigmas.

“Era la mañana del 20 de septiembre de 1918. Yo estaba en el coro haciendo la oración de acción de gracias de la Misa… se me apareció Cristo que sangraba por todas partes. De su cuerpo llagado salían rayos de luz que más bien parecían flechas que me herían los pies, las manos y el costado”, describió San Pío a su director. 

“Cuando volví en mí, me encontré en el suelo y llagado. Las manos, los pies y el costado me sangraban y me dolían hasta hacerme perder todas las fuerzas para levantarme. Me sentía morir, y hubiera muerto si el Señor no hubiera venido a sostenerme el corazón que sentía palpitar fuertemente en mi pecho. A gatas me arrastré hasta la celda. Me recosté y recé, miré otra vez mis llagas y lloré, elevando himnos de agradecimiento a Dios”, añadió. 

El 9 de enero de 1940 animó a sus grandes amigos espirituales a fundar un hospital que se llamaría “Casa Alivio del Sufrimiento”. La cual se inauguró el 5 de mayo de 1956 con la finalidad de curar al enfermo en lo físico y espiritual. 

Según fuentes que no se han podido confirmar, San Juan Pablo II siendo un joven sacerdote visitaba al Padre Pío para confesarse y en una de esas ocasiones, estando en trance le dijo al futuro Sumo Pontífice: “Vas a ser Papa”. 

El Padre Pío partió a la Casa del Padre un 23 de septiembre de 1968 después de murmurar por largas horas “¡Jesús, María!”. 

San Juan Pablo II, durante su canonización el 16 de junio del 2002, dijo de él: “Oración y caridad, esta es una síntesis sumamente concreta de la enseñanza del padre Pío, que hoy vuelve a proponerse a todos”.




Redacción

CRISTÓBAL (+ 1527)

La conversión de las personas adultas era bastante difícil en los comienzos de la evangelización; reinaba una fuerte tradición de creencias y costumbres contrarias a la religión cristiana, además del desconocimiento de la lengua. Por tal motivo los franciscanos optaron por reunir a los hijos de los caciques y también a la gente humilde para enseñarles las principales verdades del cristianismo, la gramática, el canto y algunos oficios. 

Acxotécatl mandó a tres de sus hijos a esta escuela franciscana, pero quiso enviar a Cristobalito, hijo predilecto, futuro heredero de sus bienes. Sus otros hermanos lo descubrieron, y los franciscanos fueron por él. El niño hizo rápidos progresos en el aprendizaje de la doctrina cristiana; él mismo pidió el Bautismo, el cual le fue administrado. Desde aquel momento quedó convertido en un magnífico y activo catequista. 

Todo cuanto aprendía y oía predicar a los frailes, lo repetía él, exhortando a su padre y a los vasallos de éste para que abandonaran el culto a los ídolos y la embriaguez, que son pecados graves contra Dios. Acxotécatl creyó al principio que se trataba de una simple repetición, así que no le dio importancia, pero la predicación del niño era constante y persuasiva y, viendo que su padre no le hacía caso, comenzó a romper los ídolos que hallaba en su casa y a derramar el pulque. Esta misma acción la repitió en distintas ocasiones. Acxotécatl le perdonó las primeras veces; pero viendo la insistencia de su hijo, determinó quitarle la vida. Fingió celebrar una fiesta familiar y mandó traer a sus hijos que se educaban en la escuela de los franciscanos. Cuando llegaron, ordenó que saliesen, excepto Cristóbal, al cual tomó de los cabellos, lo tiró al suelo, le dio de puntapiés, y con un palo grueso de encina le dio muchos golpes, quebrantándole los brazos y las piernas; la sangre corría por todo el cuerpo. 

En esta situación Cristobalito invocaba a Dios diciendo: 
Dios mío, ten misericordia de mí, y si tú quieres que yo muera, muera yo; y si tú quieres que viva, líbrame de este cruel de mi padre”. 
Y como el niño no moría, lo arrojó en una hoguera. En medio de sus tomentos seguía invocando a Dios y a la Virgen María durante las horas que sobrevivió. Al día siguiente llamó a su padre y le dijo: “Padre, no pienses que estoy enojado, yo estoy muy alegre, y sábete que me has hecho más honra que no vale tu señorío”. Poco después murió. La muerte de Cristobalito tuvo lugar en Atlihuetzia en 1527, solamente tres años después de la llegada de los doce misioneros franciscanos. 

 ANTONIO Y JUAN (+ 1529) 

El Señor bendijo a Tlaxcala con otros dos hijos suyos que dieron su vida por llevar el mensaje de la Buena Nueva a otros pueblos que no conocían a Dios. Ellos fueron Antonio y Juan, los cuales nacieron en Tizatlán, Tlax., hacia 1516-17. El primero era nieto de Xicoténcatl, señor de Tizatlán, noble y heredero del señorío. Juan, de condición humilde, era servidor de Antonio. Ambos se educaban en la escuela franciscana de Tlaxcala. 

En 1529 los dominicos se propusieron evangelizar Oaxaca. De paso por Tlaxcala, fray Bernardino Minaya, con otro compañero suyo, rogó a fray Martín de Valencia que le diera unos niños que quisieran acompañarlos en su misión. Fran Martín manifestó públicamente la petición de los dominicos, e inmediatamente se ofrecieron Juan y Diego (que no murió). Antes de emprender el viaje, fray Martín les dijo: “Hijos míos, mirad que habéis de ir fuera de vuestra tierra, y vais entre gente que no conoce aún a Dios, y creo que os veréis en muchos trabajos; yo siento vuestros trabajos como de mis propios hijos, y aun tengo temor que os maten por esos caminos; por eso, antes que os determinéis, miradlo bien”. Ellos contestaron: “Padre, para eso nos has enseñado lo que toca a la verdadera fe. Nosotros estamos dispuestos a ir con los padres y a recibir de buena voluntad todo trabajo por Dios; y si fuere servido de nuestras vidas, ¿no mataron a San Pedro crucificándole y degollaron a San Pablo, y San Bartolomé no fue desollador, por Dios?” 

Por estas consideraciones que hacían, caemos en la cuenta que la enseñanza de los misioneros había penetrado hondamente en la conciencia de los niños y la gracia actuaba en el alma de estos pequeños catequistas para convertirlos en testigos del Evangelio. Llegados a Terpeaca, Puebla, los frailes dominicos se detuvieron a evangelizar a los naturales y los niños les ayudaban a recoger los ídolos; poco después se fueron a Cuauhtinchán, Puebla, para continuar la misma encomienda de los misioneros. 

Juan entró a una casa para recoger ídolos. Llegaron unos indios armados con palos, y descargaron tan terribles golpes sobre él, que murió al instante. Llegó Antonio, y viendo la crueldad de los malhechores no huyó, sino que con grande ánimo les dijo: “¿Por qué matáis a mi compañero, que no tiene la culpa, sino yo que os quito los ídolos, porque sé que son diablos y no son dioses?” Al oír esto los naturales dieron fuertes golpes a Antonio, quien también murió allí. 

Los tres niños mártires fueron beatificados por Su Santidad Juan Pablo II, en la ciudad de México, el 6 de mayo de 1990. 

Mons. Epitacio Ángel Cano. Los tres niños mártires, ejemplo de generosidad apostólica y misionera. “Con inmenso gozo he proclamado también beatos a los tres niños mártires de Tlaxcala: Cristóbal., Antonio y Juan. En su tierna edad fueron atraídos por la palabra y el testimonio de los misioneros y se hicieron sus colaboradores, como catequistas de otros indígenas. Son un ejemplo sublime y aleccionador de cómo la evangelización es tarea de todo el pueblo de Dios, sin que nadie quede excluido, ni siquiera los niños. Con la Iglesia de Tlaxcala y de México me complace poder ofrecer a toda América Latina y a la Iglesia Universal este ejemplo de piedad infantil, de generosidad apostólica y misionera, coronada por la gracia del martirio. En la exhortación apostólica Christifideles laici quise poner particularmente de relieve que la inocencia de los niños “nos recuerda que la fecundidad misionera de la Iglesia tiene su raíz vivificante, no en los medios y méritos humanos, sino en el don absolutamente gratuito de Dios” (n. 47). 
Ojalá el ejemplo de estos niños mártires beatificados suscite una inmensa multitud de pequeños apóstoles de Cristo entre los muchachos y muchachas de Latinoamérica y del mundo entero, que enriquezcan espiritualmente nuestra sociedad tan necesitada de amor”. 
Juan Pablo II, Homilía en la Misa de beatificación en la basílica de Nuestra Señora de Guadalupe (6-V-90).



Redacción

Por consideración, San Lucas, San Juan y San Marcos evitan mencionar el origen y la profesión de San Mateo, pues, según la primitiva tradición cristiana, Mateo no era otro sino el publicano Leví de Cafarnaúm.

Sin embargo, Mateo, humilde y agradecido con el Maestro, que no lo había menospreciado, se describió a sí mismo con la palabra vergonzante de “publicano”, pues quería que la bondad y misericordia del Hijo del hombre quedaran visibles para todos.

Cuando el Rabí de Nazaret se detuvo junto a él, en Cafarnaúm, lo miró y no le dijo más que “¡Ven!”, en lo más recóndito de su alma quedó tan conmovido, que, sin preguntar y sin pensar en el futuro, abandonó su puesto para siempre.

Hasta entonces había sido cobrador de impuestos, un cómplice de los romanos; un hombre ante el cual los judíos escupían  con ira impotente y al que consideraban como pecador público.  Expulsado por su propio pueblo, no tenía más que la riqueza de su bien remunerado oficio, pero lo abandonó al ver cómo Jesús, respetando su dignidad humana, lo protegía abiertamente contra el odio de los fariseos y lo llamaba a formar parte de sus discípulos.

Lo único que nos cuenta la Sagrada Escritura es que el cobrador de impuestos, antes rico, se unió a los pescadores Andrés y Pedro, Santiago y Juan y, junto con ellos, soportó las carencias de la vida apostólica, las asechanzas de las escuelas legalistas de su patria, para pertenecer a los seguidores del nuevo Reino y anunciar el mensaje de salvación a los hombres.

Desde hace dos mil años, mediante su versión del evangelio, San Mateo nos da un importante testimonio de Cristo Jesús, su Maestro y Salvador. El escritor de dicho evangelio no sólo debió de ser un observador sagaz, cualidad propia de un publicano, sino también un ser humano de carácter profundo, que sabía describir lo que había visto con una originalidad conmovedora y llena de vida. En cada escena capta lo esencial en forma clara y segura, pero también es testimonio de fiel entrega y de cariño, pues sólo quien logra sacrificarse para pertenecer en cuerpo y alma al Hijo de Dios lo puede describir como lo hizo San Mateo.

Al antiguo publicano le debemos la primera relación de la vida y pasión de Jesucristo. La escribió en la lengua aramea de su patria, para que toda persona inculta, tanto el artesano de la aldea como el cargador y el pastor del monte, pudiera escuchar y entender el Evangelio de la salvación. Así, valientemente, dio testimonio a favor del Crucificado; así le agradeció al Maestro la gracia incomparable de haberlo llamado; así ayudó a su pueblo a convertirse y a glorificar a Cristo, rechazado por las autoridades religiosas.

El símbolo artístico del Apóstol Mateo, como el de los demás evangelistas, se lo debemos a San Jerónimo y a San Agustín. A San Mateo corresponde un ser humano, porque éste empieza su Evangelio con la genealogía humana de Jesucristo. El león fue asignado a San Marcos, ya que su Evangelio empieza con la vida de Jesús en el desierto. A San Lucas le corresponde la imagen típica del toro, porque su Evangelio empieza con el sacrificio del sacerdocio antiguo en Jerusalén. A San Juan, en fin, se le representa por el águila, porque su Evangelio se remonta como águila y penetra desde las primeras líneas en la generación eterna del Verbo.

Los restos de San Mateo, según la tradición legendaria, se veneran en la catedral de Salerno.
No abandonas a tu rebaño, sino que lo sigues por medio de los santos Apóstoles, para conducirlo siempre, guiado por los mismos pastores que le pusiste al frente como vicarios de tu Hijo”.
Prefacio de los Apóstoles I.



Redacción

PABLO CHONG HASANG (1795-1839)

Pablo Chong Hasang nació en Mahyón, Corea, el año 1795, perteneciente, como su familia, a la nobleza coreana. Sus tíos eran de los mejores sabios del país. Su padre, Agustín Chong-Yak-jong, murió martirizado a causa de su fidelidad a Cristo y a la Iglesia el 8 de abril de 1901, y el mismo año murió mártir también su hermano Carlos, cuando el pequeño Pablo contaba apenas 7 años, más tarde dieron su vida por la fe su madre Cecilia y su hermana Isabel. ¡De verdad fue una familia de mártires!
Por entonces todas sus propiedades fueron confiscadas y la familia quedó en la pobreza, pero el padre muerto había dejado un gran tesoro espiritual: ¡un Catecismo editado en lengua coreana!

Cuando Pablo tenía 20 años se despidió de su madre y su hermana y ofreció en Seúl sus servicios secretos a la Iglesia perseguida. Lo eligieron entonces como mensajero para traer sacerdotes desde China a Corea. Ocultando su identidad, logró integrarse a un grupo de diplomáticos destinados a la capital de China como ayudante de un intérprete. En 1816 llegó en esta caravana diplomática a Pekín, donde se encontró con el obispo católico, que le dio la Primera Comunión y lo confirmó. De ahí en adelante Pablo quedó como intermediario entre el obispo de Pekín y su patria.

En total realizó trece viajes por deferentes caminos para llevar misioneros a Corea, pero desgraciadamente el primer sacerdote que destinó el obispo para esa misión murió durante el trayecto a causa de las fatigas. Entre los siguientes estaba el primer vicario apostólico, Lorenzo Imbert, que entró en el país en 1837 y murió mártir el 21 de septiembre de 1839. El mismo obispo Imbert se quedó por algún tiempo en la casa de Pablo, lo preparó para el sacerdocio y lo ordenó poco antes de su huida a otro escondite. El joven sacerdote escribió el primer libro apologético de Corea, en el que explica a los paganos el origen divino y los elementos básicos de la fe católica y que, aún después de la muerte de su autor, causó gran impacto hasta entre los enemigos de la Iglesia.

En 1839 Pablo fue detenido junto con su madre y su hermana. El Gobierno lo consideraba persona clave en el joven catolicismo coreano, particularmente por introducir al país sacerdotes extranjeros, por lo que se le aplicaron las torturas más crueles. Con increíble paciencia soportó todas las penas, afirmando  siempre una y otra vez que quería ofrecer su vida por Cristo y por la Iglesia. A la edad de 45 años fue decapitado a las afueras del portón occidental de Seúl, el 22 de septiembre de 1839.
El mérito más grande de Pablo Chong Hasang es su incesante afán de ayudar a la Iglesia, ya casi exterminada en Corea, a conectarse nuevamente con la Jerarquía universal y preparar así la fundación de vicariato apostólico en su patria.

ANDRÉS KIM (1821-1846)

Andrés Kim Tae-gon nació el 21 de agosto de 1821 en Somoe (provincia de Chungchong). Unos siete años antes había muerto su abuelito Kim Chinhu Pius en la cárcel, luego de sufrir martirio. Su padre, Kim Che-jun, murió martirizado en septiembre de 1839. Poco después la familia se trasladó a la provincia de Kyonggi para evadir la continua persecución.

Un sacerdote francés, de la Congregación para las Misiones Extranjeras de París, instruyó a Andrés con otros dos muchachos, Francisco y Tomás, en la religión católica y los mandó al seminario de la Congregación en Macao, cerca de Hong-Kong. En 1844 Andrés fue ordenado diácono. Brevemente pudo introducirse en secreto a su patria, pero no logró volver a ver a su madre. Poco después se le encargó buscar una barca y trasladarse por mar a Shangai, donde debería recoger sacerdotes franceses y llevarlos a Corea. Después de muchas dificultades logró llegar a su destino, donde fue ordenado sacerdote el 17 de agosto de 1845 por el obispo Ferréol, siendo el primer sacerdote coreano ordenado fuera de su patria.

Junto con el obispo y el padre Dabelny, Andrés Kim emprendió a fines de agosto el viaje por mar rumbo a su tierra, a donde llegaron, luego de sortear muchos contratiempos y tempestades, en octubre del mismo años. De inmediato el padre Kim empezó su apostolado en las islas de Youp-yong, para conectarse desde allí también con misioneros franceses que desde China querían pasar a Corea. Durante esta misión Andrés Kim fue detenido por espías del Gobierno el 5 de junio de 1846 y enviado a la corte del rey en Seúl. Aunque el mismo rey trató de salvarlo por sus muchos conocimientos de lenguas extranjeras, los ministros paganos –llenos de odio—lograron su condena a muerte.

Poco antes de su martirio, el padre Andrés logró hacer llegar una carta en lengua coreana a sus feligreses. En este precioso documento se lee lo siguiente:
“Si hubiéramos nacido en este mundo sin conocer a Cristo, sería de verdad un mundo miserable. ¡Pero qué miserable conducta sería también vivir la gracia del bautismo sin sinceridad ni fidelidad! Queridos hermanos, no olviden los sufrimientos de nuestro Señor…
“Desde cuando la Iglesia fue introducida en Corea, hace unos sesenta años, nuestro pueblo sufrió varias tremendas persecuciones y muchos católicos –como yo ahora—fueron hechos prisioneros a causa de su fe…
“Sabemos por la Biblia que no cae ni un cabello de nuestra cabeza sin la voluntad del Padre. Así también estas persecuciones corresponden a su Providencia.
“Ámense y ayúdense mutuamente, esperando el tiempo cuando el Señor aliviará nuestros sufrimientos… Nosotros, los 20 católicos aquí en la cárcel, nos sentimos fuertes, gracias a Dios. Si morimos, tengan cuidado de los familiares… Pronto marcharemos al campo de la batalla… Permanezcan valientes para que nos volvamos a ver en el cielo.
“Me despido con un abrazo de amor. Pronto Dios les mandará un nuevo pastor, mejor que yo.
Andrés Kim, vicario general”.

El 16 de septiembre de 1846 el padre Andrés fue decapitado en la ribera del río Han, en el mismo lugar donde cinco años antes habían sido sacrificados los tres misioneros franceses. Tenía 26 años de edad. Al entregarse al verdugo dijo con absoluta calma: “Ahora empieza mi vida eterna”.
El heroico testimonio de los nuevos santos de Corea.


"Los mártires de Corea dieron testimonio de Cristo crucificado y resucitado. Por el sacrificio de sus propias vidas se hicieron semejantes a Cristo de un modo muy especial. Las palabras del Apóstol San Pablo se les habrían podido aplicar con toda verdad: Nosotros estamos “llevando siempre en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos… Estamos siempre entregados a la muerte por amor de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste también en nuestra carne mortal”. (II Cor 4, 10-11).
Juan Pablo II, Homilía durante la Misa de canonización de 103 beatos mártires coreanos, 6 de mayo de 1984.



Redacción 

De la vida y el martirio de San Jenaro no tenemos ningunas noticias ciertas. La tradición, más bien legendaria, dice que Jenaro, santo obispo de Benevento, visitó a unos cristianos presos por su fe, en Pozzuoli, cerca de Nápoles.

El gobernador, que persiguió a los cristianos por orden del emperador Diocleciano, hizo detener a Jenaro y lo condenó a la misma muerte de los cristianos ya presos: a ser despedazado y devorado por las fieras. Cuando el pueblo pagano quiso satisfacer sus instintos viendo correr la sangre de los cristianos, las bestias hambrientas no los tocaron y quedaron transformadas en mansos corderos. A petición del pueblo embrutecido, Jenaro y sus compañeros fueron decapitados allí mismo.

En Nápoles existen unas catacumbas en donde se enseña la urna que en un tiempo fue la tumba del obispo mártir. Sus restos llegaron a la catedral de Nápoles, después de varios traslados, en el año de 1497. Sobre la capilla lateral, que está dedicada a San Jenaro, hay una inscripción en latín que dice:
Nápoles dedica este santuario a San Jenaro, su ciudadano, su patrono, su protector; que salvó a la ciudad, por el milagro de su sangre, del hambre, la guerra, la peste y el fuego del Vesubio”.
Un precioso busto de plata hecho en el siglo XVII contiene la supuesta cabeza de San Jenaro. En dos redomas de cristal, cerradas y selladas por una armazón metálica, se encuentra la sangre del santo. Es una masa sólida y oscura, que llena la mitad de los relicarios. En ciertas ocasiones del año, particularmente el sábado anterior al primer domingo de mayo, el 19 de septiembre y el 16 de diciembre (esta última fecha recuerda la erupción del Vesubio en 1631), los fieles de Nápoles rezan y cantan en la catedral hasta que la sangre se vuelve líquida, de color rojo y aumenta su volumen.

Este fenómeno, todavía inexplicable por razones naturales, puede acaecer en pocos minutos o tardar hasta una hora o más tiempo. Aunque el relicario es agitado por el obispo y los gritos de las mujeres napolitanas le dan un carácter espectacular a este fenómeno, la licuefacción de la sangre de San Jenaro no obedece a ningún truco.

Nadie está obligado a creer en este milagro, sobre todo debido a que la autenticidad de las reliquias  no se puede comprobar; pero nadie se atrevería tampoco a negar que Dios puede realizar hechos milagrosos ante la fe tan grande de su pueblo.

La comunión de los santos es una realidad; no depende de milagros, sino de la sinceridad de la fe, que invoca y venera a los santos como amigos de Dios.

Para la catedral de Nápoles y muchos santuarios de Italia, vale lo que dice el Documento de Puebla sobre la transformación de los lugares de piedad popular en América Latina: “Alentar una creciente y planificada transformación de nuestros santuarios, para que puedan ser lugares privilegiados de evangelización. Esto requiere purificarlos de todo tipo de manipulación y de actividades comerciales”.
 “La Iglesia siempre tiene necesidad de ser evangelizada, si quiere conservar su frescor, su impulso y su fuerza para anunciar el Evangelio”.
E. N., n. 15.



Redacción

José nació en 1603 en el pequeño pueblo italiano llamado Cupertino. Sus padres eran sumamente pobres. El niño vino al mundo en un pobre cobertizo pegado a la casa, porque el papá, un humilde carpintero, no había podido pagar las cuotas que debía de su casa y se la habían embargado.

Murió el papá, y entonces la mamá, ante la situación de extrema pobreza en que se hallaba, trataba muy ásperamente al pobre niño y este creció debilucho y distraído. Se le olvidaba hasta de comer. A veces pasaba por las calles con la boca abierta mirando tristemente a la gente, y los vecinos le pusieron por sobrenombre el “boquiabierta”: Las gentes lo despreciaban y lo creían un poca cosa. Pero lo que no sabían era que en sus deberes de piedad era extraordinariamente fervoroso y que su oración era sumamente agradable a Dios, el cual le iba a responder luego de maneras maravillosas.

A los 17 años pidió ser admitido de franciscano pero no fue admitido. Pidió que lo recibieran en los capuchinos y fue aceptado como hermano lego, pero después de ocho meses fue expulsado porque era en extremo distraído. Dejaba caer los platos cuando los llevaba para el comedor. Se le olvidaban los oficios que le habían puesto. Parecía que estaba siempre pensando en otras cosas. Por inútil lo mandaron para afuera.

Al verse desechado, José buscó refugio en casa de un familiar suyo que era rico, pero él declaró que este joven “no era bueno para nada”, y lo echó a la calle. Se vio entonces obligado a volver a la miseria y al desprecio de su casa. La mamá no sintió ni el menor placer al ver regresar a semejante “inútil”, y para deshacerse de él le rogó insistentemente a un pariente que era franciscano, para que le recibieran al muchacho como mandadero en el convento de los padres franciscanos.

Sucedió entonces que en José se obró un camino que nadie había imaginado. Lo recibieron los padres como obrero y lo pusieron a trabajar en el establo y empezó a desempeñarse con notable destreza en todos los oficios que le encomendaban. Pronto con su humildad y su amabilidad, con su espíritu de penitencia y su amor por la oración, se fue ganando la estimación y el aprecio de los religiosos. Y en 1625, por votación unánime de todos los frailes de esa comunidad, fue admitido como religioso  franciscano.

Lo pusieron a estudiar para prepararse al sacerdocio, pero le sucedía que cuando iba a presentar exámenes se trababa todo y no era capaz de responder. Llegó uno de los exámenes finales y el pobre Fray José la única frase del evangelio que era capaz de explicar completamente bien era aquella que dice: “Bendito el fruto de tu vientre Jesús”. Estaba asustadísimo, pero al empezar el examen, el jefe de los examinadores dijo: “Voy a abrir el evangelio, y la primera frase que salga, será la que tiene que explicar”. Y salió precisamente la única frase que el Cupertino se sabía perfectamente: “Bendito el fruto de tu vientre Jesús”.

Llegó al fin el examen definitivo en el cual se decidía, quienes sí serían ordenados. Y los primeros diez que examinó el obispo respondieron tan maravillosamente bien todas las preguntas, que el obispo suspendió el examen diciendo: “¿Para qué seguir examinando a los demás si todos se encuentran tan formidablemente preparados?” y por ahí estaba haciendo turno para que lo examinaran, el José de Cupertino, temblando de miedo por si lo iban a descalificar. Y se libró de semejante catástrofe por casualidad.

Ordenado sacerdote en 1628, se dedicó a tratar de ganar almas por medio de la oración y de la penitencia. Sabía que no tenía cualidades especiales para predicar ni para enseñar, pero entonces suplía estas deficiencias ofreciendo grandes penitencias y muchas oraciones por los pecadores. Jamás comía carne ni bebía ninguna clase de licor. Ayunaba a pan y agua muchos días. Se dedicaba con gran esfuerzo y consagración a los trabajos manuales del convento (que era lo único para lo que se sentía capacitado).

Desde el día de su ordenación sacerdotal su vida fue una serie no interrumpida de éxtasis, curaciones milagrosas y sucesos sobrenaturales en un grado tal que no se conocen en semejante cantidad en ningún otro santo. Bastaba que le hablaran de Dios o del cielo, para que se volviera insensible a lo que sucediera a su alrededor. Ahora se explicaban por que de niño andaba tan distraído y con la boca abierta. Un domingo, fiesta del Buen Pastor, se encontró un corderito, lo echó al hombro, y al pensar en Jesús Buen Pastor, se fue elevando por los aires con cordero y todo.

Los animales sentían por él un especial cariño. Pasando por un campo, se ponía a rezar y las ovejas se iban reuniendo a su alrededor y escuchaban muy atentas sus oraciones. Las golondrinas en grandes bandadas volaban alrededor de su cabeza y lo acompañaban por cuadras y cuadras.

Ya sabemos que la Iglesia Católica llama éxtasis a un estado de elevación del alma hacia lo sobrenatural, durante lo cual la persona se libra momentáneamente del influjo de los sentidos para dedicarse a contemplar lo que pertenece a la divinidad. La palabra éxtasis significa en griego: ser transportado hacia lo sobrenatural.

San José de Cupertino quedaba en éxtasis con mucha frecuencia durante la santa Misa, o cuando estaba rezando los Salmos de la Santa Biblia. Durante los 17 años que estuvo en el convento de Grotella, sus compañeros de comunidad presenciaron 70 éxtasis de este santo. El más famoso sucedió cuando diez obreros deseaban llevar una pesada cruz a una alta montaña y no lo lograban. Entonces Fray José se elevó por los aires con cruz y todo y la llevó hasta la cima del monte.

Como estos sucesos tan raros podían producir verdaderos movimientos de exagerado fervor entre el pueblo, los superiores le prohibieron celebrar misa en público, ir a rezar en comunidad con los demás religiosos, asistir al comedor cuando estaban los otros allí, y concurrir a las procesiones u otras reuniones públicas de devoción.

Cuando estaba en éxtasis lo pinchaban con agujas, le daban golpes con palos, y hasta le acercaban a sus dedos velas encendidas y no sentía nada. Lo único que lo hacía volver en sí, era oír la voz de su superior que lo llamaba a que fuera a cumplir con sus deberes. Cuando regresaba de sus éxtasis pedía perdón a sus compañeros diciéndoles: “Excúsenme por estos “ataques de mareo que me dan”.

En la Iglesia han sucedido levitaciones a más de 200 santos. Consisten en elevarse el cuerpo humano desde el suelo, sin ninguna fuerza física que lo esté llevando. Se ha considerado como un regalo que Dios hace a ciertas almas muy espirituales. San José de Cupertino tuvo numerosísimas levitaciones.
Un día llegó el embajador de España con la esposa y mandaron llamar a Fray José para hacerle una consulta espiritual. Este llegó corriendo. Pero cuando ya iba a empezar a hablar con ellos, vio un cuadro de la Virgen que estaba en lo más alto del edificio, y dando su típico pequeño grito, se fue elevando por el aire hasta quedar frente al rostro de la sagrada imagen. El embajador y su esposa contemplaban emocionados semejante suceso que jamás había visto. El santo rezó unos momentos. Luego descendió suavemente al suelo, y como avergonzado, subió corriendo a su habitación, y ya no bajó más ese día.

En Osimo, donde el santo pasó sus últimos seis años, un día los demás religiosos lo vieron elevarse hasta una estatua de la Virgen María que estaba a tres metros y medio de altura, y darle un beso al Niño Jesús, y allí junto a la Madre y al Niño se quedó un buen rato rezando con intensa emoción, suspendido por los aires.

El día de la Asunción de la Virgen en el año 1663, un mes antes de su muerte, celebró su última misa. Y estando celebrando quedó suspendido por los aires como si estuviera con el mismo Dios en el cielo. Muchos testigos presenciaron este suceso.

Muchos enemigos empezaron a decir que todo esto eran meros inventos y lo acusaban de engañador. Fue enviado al Superior General de los Franciscanos en Roma y este al darse cuenta que eran tan piadoso y tan humilde, reconoció que no estaba fingiendo nada. Lo llevaron luego donde el Sumo Pontífice Urbano VIII el cual deseaba saber si era cierto o no lo que le contaban de los éxtasis y las levitaciones del frailecito. Y estando hablando con el Papa, quedó José en éxtasis y se fue elevando por el aire. El Duque de Hanover, que era protestante, al ver a José en éxtasis, se convirtió en catolicismo.

El Papa Benedicto XIV que era rigurosísimo en no aceptar como milagro nada que no fuera en verdad milagro, estudió cuidadosamente la vida de José de Cupertino y declaró: “todos estos hechos no se pueden explicar sin una intervención muy especial de Dios”.

Los últimos años de su vida, José fue enviado por sus superiores a conventos muy alejados donde nadie pudiera hablar con él. La gente descubría dónde estaba y allá corrían las multitudes. Entonces lo enviaban a otro convento más apartado aún. El sufrió meses de aridez y sequedad espiritual, pero después a base de mucha oración y de continua meditación, retornaba otra vez a la paz de su alma. A los que le consultaban problemas espirituales les daba siempre un remedio:
Rezar, no cansarse nunca de rezar. Que Dios no es sordo ni el cielo es de bronce. Todo el que le pide recibe”.
Murió el 18 de septiembre de 1663 a la edad de 60 años.

Que Dios nos enseñe con estos hechos tan maravillosos, que Él siempre enaltece a los que son humildes y los llena de gracias y de bendiciones.



Redacción

Este santo nació en Montepulciano de Toscana, Italia, el 4 de octubre de 1542, y murió el 17 de septiembre de 1621. Entre sus nombres de bautizo llevaba el de Francisco, y durante toda su vida cultivó una filial devoción al “Pobrecito de Asís”.

En 1560 ingresó Roberto al noviciado de la Compañía de Jesús, después de vencer la tenaz oposición de su padre con la ayuda de su madre, hermana del Papa Marcelo II. Se distinguió como jesuita por su obediencia, piedad, humildad y sencillez. Poseía facultades intelectuales extraordinarias y, a pesar de su endeble salud, ya desde estudiante sobresalía en el apostolado de la predicación.

Se ordenó sacerdote en Gante, Bélgica, el año 1570, y enseñó con éxito la teología en la Universidad de Lovaina. A partir de 1576 dio clases en el Colegio Romano, y posteriormente en la Universidad Gregoriana por espacio de once años, durante los cuales escribió sus famosas Controversias, la obra más completa hasta entonces escrita sobre la defensa de la fe.

En ese entonces fue confesor de San Luis Gonzaga. En 1592 se le nombró director del Colegio Romano y, dos años después, provincial de Nápoles. Por deseo del Papa Clemente VIII escribió un pequeño Catecismo de la religión católica, que todavía se usa en Italia. En 1598 el mismo Papa lo nombró cardenal y, en 1602, arzobispo de Capua. Allí desarrolló una actividad muy edificante, siguiendo las normas del Concilio de Trento.

Cuando Pablo V ocupó el trono pontificio, Roberto Belarmino fue llamado de nuevo a Roma, donde trabajó como consejero de las diversas congregaciones de la Santa Sede. Sintiendo cerca el final de sus días, se retiró al noviciado de San Andrés de la Compañía de Jesús, en el Quirinal, en donde murió a la edad de 79 años. Fue canonizado por Pío XI en 1930 y, al año siguiente, declarado doctor de la Iglesia.

Una escuela de teólogos que no comulgaba con los puntos de vista de Roberto Belarmino se opuso constantemente a la beatificación de éste, que, sin embargo, tuvo lugar en 1923. En vida y después de muerto, San Roberto Belarmino estuvo envuelto en una atmósfera de controversia.

Todo debe contribuir a la gloria de Dios.
“Si juzgas rectamente, comprenderás que has sido creado para la gloria de Dios y para tu eterna salvación, comprenderás que éste es tu fin, que éste es el objetivo de tu alma, el tesoro de tu corazón. Si llegas a este fin serás dichoso, si no lo alcanzas serás un desdichado.
Por consiguiente, debes considerar como realmente bueno lo que te lleva a tu fin, y como realmente malo lo que te aparta del mismo. Para el auténtico sabio, lo próspero y lo adverso, la riqueza y la pobreza, la salud y la enfermedad, los honores y los desprecios, la vida y la muerte son cosas que, de por sí, no son ni deseables ni aborrecibles. Si contribuyen a la gloria de Dios y a tu felicidad eterna, son cosas buenas y deseable; de lo contrario, son malas y aborrecibles”.
San Roberto Belarmino, Tratado de la ascensión de la mente hacia Dios.



Redacción

Cipriano, hijo de una rica familia pagana, estaba destinado por Dios para convertirse en director del joven cristianismo africano. Era profesor y orador de fama, y hombre con cargos y méritos, cuando Dios le envió al anciano sacerdote Cecilio, quien le enseñó el camino espiritual del Evangelio y de la Cruz.

Cipriano abandonó la creencia en los dioses de sus antepasados; dejó su noble carrera, regaló toda su fortuna a los pobres y fue bautizado a los 46 años. Luego se retiró a la soledad para leer la Sagrada Escritura, para rezar y meditar. Volvió a Cartago dos años después como sacerdote, y; con la elocuencia apasionada propia de su naturaleza, se convirtió en evangelizador de su patria.

Según costumbre de aquel tiempo, fue elegido obispo por aclamación del pueblo. De nada le sirvió huir, los sacerdotes y pastores de la Iglesia africana, conscientes de su propia limitación, pusieron el báculo pastoral en sus manos.

Poco después estalló repentinamente la persecución bajo el emperador Decio. Con el alma desgarrada tuvo que presenciar cómo cientos de cristianos, sin ser acusados, por miedo y cobardía ofrecieron incienso a los dioses estatales. El mismo Cipriano tuvo que ocultarse y gobernar su diócesis desde su escondite, por medio de cartas pastorales. Después de su regreso a la ciudad, dirigió con su acostumbrado vigor a los fieles en contra de los apóstatas.

Junto con todos los obispos de África del norte, San Cipriano se oponía a reconocer la validez del bautismo de los herejes, como lo hacía la Iglesia de Roma; incluso llegó a sostener una controversia con el Papa Esteban I a causa de esta cuestión. Más tarde, moderó su reglamento de penitencia y su actitud en contra de los herejes.

La Iglesia de África disfrutó de cinco años de paz, al cabo de los cuales se encontraba sólidamente unida en torno a su pastor. Pero después no les fue difícil a las autoridades municipales arrestar a Cipriano, cuando llegaron órdenes persecutorias de Valeriano.

Durante esta persecución, los que anteriormente habían renegado o vacilado en su fe eran ahora los primeros que ofrecían sus cabezas a la espada del verdugo.

Era lógico que también Cipriano tuviera que morir. Pocos días después del martirio del Papa Sixto II y del diácono Lorenzo, se formuló contra él la acusación de “alta traición”. Cipriano rehusó la oportunidad de escapar y tranquilamente permitió que lo condujeran ante el procónsul Galerio el 13 de septiembre del año 258.

Los cristianos fueron testigos del breve interrogatorio que concluyó con la sentencia de muerte, que aceptó el obispo con un “¡Gracias a Dios!” Luego pidió que se le entregaran al verdugo veinticinco monedas de oro y se arrodilló para hablar por última vez con Dios. A una señal del oficial, el mismo condenado a muerte se colocó la venda sobre los ojos y un diácono le sujetó las manos en la espalda. Luego la tierra bebió su sangre.

Llenos de veneración los cristianos pusieron a salvo su cadáver junto con los lienzos teñidos de sangre. En sus corazones había mucha tristeza; pero también sentían resonar su voz, la misma voz que aún hoy a través de 81 cartas, nos sigue hablando para mostrarnos los problemas de la fe católica y, sobre todo, el heroísmo de la Iglesia primitiva de África.





Redacción

Los siete dolores de la Santísima Virgen que han suscitado mayor devoción son: la profecía de Simeón, la huida a Egipto, los tres días que Jesús estuvo perdido, el encuentro con Jesús llevando la Cruz, su Muerte en el Calvario, el Descendimiento, la colocación en el sepulcro.

Simeón había anunciado previamente a la Madre la oposición que iba a suscitar su Hijo, el Redentor. Cuando ella, a los cuarenta días de nacido ofreció a su Hijo a Dios en el Templo, dijo Simeón: "Este niño debe ser causa tanto de caída como de resurrección para la gente de Israel. Será puesto como una señal que muchos rechazarán y a ti misma una espada te atravesará el alma" (Lc 2,34).

El dolor de María en el Calvario fue más agudo que ningún otro en el mundo, pues no ha habido madre que haya tenido un corazón tan tierno como el de la Madre de Dios. Cómo no ha habido amor igual al suyo. Ella lo sufrió todo por nosotros para que disfrutemos de la gracia de la Redención. Sufrió voluntariamente para demostrarnos su amor, pues el amor se prueba con el sacrificio.

No por ser la Madre de Dios pudo María sobrellevar sus dolores sino por ver las cosas desde el plan de Dios y no del de sí misma, o mejor dicho, hizo suyo el plan de Dios. Nosotros debemos hacer lo mismo. La Madre Dolorosa nos echará una mano para ayudarnos.

La devoción a los Dolores de María es fuente de gracias sin número porque llega a lo profundo del Corazón de Cristo. Si pensamos con frecuencia en los falsos placeres de este mundo abrazaríamos con paciencia los dolores y sufrimientos de la vida. Nos traspasaría el dolor de los pecados.

La Iglesia nos exhorta a entregarnos sin reservas al amor de María y llevar con paciencia nuestra cruz acompañados de la Madre Dolorosa. Ella quiere de verdad ayudarnos a llevar nuestras cruces diarias, porque fue en le calvario que el Hijo moribundo nos confió el cuidado de su Madre. Fue su última voluntad que amemos a su Madre como la amó Él.





Redacción

El cristianismo primitivo encontró a sus seguidores en las grandes ciudades más que en el campo. Pasó tanto tiempo antes de que los campesinos se convirtieran, que los conceptos de “campesino” y “pagano” quedaron íntimamente ligados. Los hombres cultivados de las grandes ciudades se pusieron más pronto al lado de la nueva religión.

Juan Crisóstomo era un habitante de la gran ciudad antigua de Antioquia, de Siria.

Después de un largo tiempo de preparación, fue bautizado a los 22 años de edad. Pasó varios años viviendo como ermitaño entregado a toda clase de austeridades, al sur de Antioquia.

El año 381 el obispo Melecio le confirió el diaconado, y en el 386 el obispo Flaviano lo ordenó sacerdote. Durante 12 años, del 386 hasta el 398, se dirigió desde el púlpito con fuerza extraordinaria a las lamas de sus oyentes. No fue orador de pláticas bonitas; fue más bien un hombre que decía verdades amargas al mundano pueblo sirio.

Sus demandas sonaban muy duras en lo oídos de los ciudadanos débiles. Después de su muerte le pusieron el sobrenombre de “Crisóstomo”, es decir, “boca de oro”.

En la cúspide de su tarea, Juan les fue arrebatado a sus compatriotas. El emperador Arcadio le otorgó la sede patriarcal en la ciudad de Constantinopla. Crisóstomo esquivó lo más que pudo el ceremonial de la corte; ordenó los asuntos eclesiásticos de la arquidiócesis, condujo nuevamente al clero a sus deberes, fundó nuevas comunidades cristianas en el campo y se ocupó de la instrucción religiosa de los soldados. Sus ingresos los repartía en su totalidad entre los pobres, para los cuales fundó también hospitales.

El pueblo veía en él al monje ascético y pobre y lo quería como a un padre. El ambiente de la corte se enfriaba cada vez más. La emperatriz Eudoxia lo persiguió, porque se sintió afectada por las críticas del valiente obispo contra la vanidad y las costumbres paganas.

En el año 403 se reunió en Calcedonia un conciliábulo, que, con pruebas falsas y bajo presión, destituyó al patriarca.

Un inocente fue desterrado, pero sus perseguidores no se conformaron con eso. La misma Eudoxia, asustada por un temblor de tierra y desmoralizada por la amenazadora posición del pueblo, insistió en su regreso. Juan Crisóstomo regresó con gran júbilo de la gente y se dedicó nuevamente a sus tareas, como si no hubiera ocurrido nada. Perdonó a sus enemigos, pero no disminuyó sus exigencias evangélicas. Al año siguiente, Eudoxia se encolerizó de nuevo contra él; por segunda vez fue destituido de su cargo y, para poder deshacerse definitivamente del amonestador, se le ordenó al débil emperador desterrarlo hasta la frontera más incomunicada y casi desértica del imperio, es decir, a la aldea de Cucuso, en Armenia.

Desde allá, el anciano fue deportado más tarde a un lugar todavía más abandonado, a orillas del mar Negro.

En el viaje, el prisionero se desplomó por agotamiento. Pidió un hábito limpio y blanco y recibió, el 14 de septiembre del 407, la comunión como Viático. Murió con las palabras que siempre pronunció en su vida con devoción: "Dios sea alabado por todo".

San Juan Crisóstomo fue uno de los padres griegos más devotos del Santísimo Sacramento.

“Cristo está conmigo, ¿qué puedo temer? Que vengan a asaltarme las olas del mar y la ira de los poderosos; todo eso no pesa más que una telaraña. Si no me hubiera retenido el amor que os tengo, no hubiera esperado a mañana para marcharme. En toda ocasión digo: “Señor, hágase tu voluntad: no lo que quiere éste o aquél, sino lo que tú quieres que haga”.
San Juan Crisóstomo, Homilía antes de partir para el destierro,
1-3; P.G. 52, 427-430.



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El hecho de que la Santísima Virgen lleve el nombre de María es el motivo de esta festividad, instituida con el objeto de que los fieles encomienden a Dios, a través de la intercesión de la Santa Madre, las necesidades de la iglesia, le den gracias por su omnipotente protección y sus innumerables beneficios, en especial los que reciben por las gracias y la mediación de la Virgen María.

Por primera vez, se autorizó la celebración de esta fiesta en 1513, en la ciudad española de Cuenca; desde ahí se extendió por toda España y en 1683, el Papa Inocencio XI la admitió en la iglesia de occidente como una acción de gracias por el levantamiento del sitio a Viena y la derrota de los turcos por las fuerzas de Juan Sobieski, rey de Polonia.

Esta conmemoración es probablemente algo más antigua que el año 1513, aunque no se tienen pruebas concretas sobre ello. Todo lo que podemos decir es que la gran devoción al Santo Nombre de Jesús, que se debe en parte a las predicaciones de San Bernardino de Siena, abrió naturalmente el camino para una conmemoración similar del Santo Nombre de María.




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Mártires durante la persecución de Valeriano (257-9). El día de su conmemoración anual se menciona en el "Depositio Martyrum" en la cronografía del 354 (Ruinart, "Acta martyrum", ed.Tatisbon, 632) bajo el 11 de septiembre. La cronografía también menciona sus tumbas, en el Coemeterium de Basila en la Vía Salaria, después de la Catacumba de San Hermes. Los Itinerarios y otras autoridades primitivas dan este lugar de entierro (De Rossi, "Roma sotterranea", I, 176-7).

En 1845 el Padre Marchi descubrió la todavía imperturbada tumba de San Jacinto en una cripta de la antedicha catacumba. Era un nicho cuadrado y pequeño en el que estaban depositados las cenizas y fragmentos de huesos quemados, envueltos en restos de costosas telas (Marchi, "Monumenti primitivi: I, Architettura della Roma sotterranea cristina", Roma, 1844, 238 sqq., 264 sqq.).

Evidentemente el santo había sido quemado; probablemente, ambos mártires sufrieron muerte por el fuego. El nicho estaba cerrado por una plancha de mármol similar a la usada para cerrar un loculus, y llevaba la inscripción original que confirmaba la fecha en el martiriologio antiguo:

D P III IDUS SEPTEBR YACINTHUS MARTYR (Enterrado el 11 de septiembre, Jacinto Mártir)

En la misma cámara se encontraron los fragmentos de un arquitrabe perteneciente a una decoración posterior, con las palabras,: . . . S E P U L C R U M P R O T I M (artyris). . . (Sepulcro del Mártir Proto).

Así que ambos mártires fueron sepultados en la misma cripta. El Papa San Dámaso I escribió un epitafio en honor de los dos mártires, parte del cual todavía existe (Ihm, "Damasi epigrammata", 52, 49).

En el epitafio Dámaso llama hermanos a Proto y a Jacinto. Cuando el Papa San León IV (847-55) trasladó los huesos de un gran número de mártires romanos a las iglesias de Roma, las reliquias de estos dos santos también debían ser trasladadas; pero, probablemente, a causa de la devastación de la cámara sepulcral, sólo la tumba de San Proto fue encontrada. Sus huesos fueron transferidos a San Salvatore en el Palatino. Los restos de San Jacinto fueron ubicados (1849) en la capilla de la Propaganda. Más tarde las tumbas de los dos santos y una escalera construida al final del siglo IV fueron descubiertas y restauradas.




Redacción

El nombre Nicolás significa: “Victorioso en el pueblo”.

El sobrenombre Tolentino le vino de la ciudad italiana donde trabajó y murió.

Sus padres después de muchos años de matrimonio no tenían hijos, y para conseguir del cielo la gracia de que les llegara algún heredero, hicieron una peregrinación al santuario de San Nicolás de Bari. Al año siguiente nació este niño y en agradecimiento al santo que les había consiguieron el regalo del cielo, le pusieron por nombre Nicolás.

Ya desde muy pequeño le gustaba alejarse del pueblo e irse a una cueva a orar. Cuando ya era joven, un día entró a un templo y allí estaba predicando un famoso fraile agustino, el Padre Reginaldo, el cual repetía aquellas palabras de San Juan: “No amen demasiado el mundo ni las cosas del mundo. Todo los que es del mundo pasará”. Estas palabras  lo conmovieron y se propuso hacerse religioso.  Pidió ser admitido como agustino, y bajo la dirección del Padre Reginaldo hizo su noviciado en esa comunidad.

Ya religioso lo enviaron a hacer sus estudios de teología y en el seminario le encargaron de repartir limosnas a los pobres en la puerta del convento. Y era tan exagerado en repartir que fue acusado ante sus superiores. Pero antes de que le llegara la orden de destitución de ese oficio, sucedió que impuso sus manos sobre la cabeza de un niño que estaba gravemente enfermo diciéndole:”Dios te sanará”, y el niño quedó instantáneamente curado. Desde entonces los superiores empezaron a pensar que sería de este joven religioso en el futuro.

Ordenado de sacerdote en el año 1270, se hizo famoso porque colocó sus manos sobre la cabeza de una mujer ciega y le dijo las mismas palabras que había dicho al niño, y la mujer recobró la vista inmediatamente.

Fue a visitar un convento de su comunidad y le pareció muy hermoso y muy confortable y dispuso pedir que lo dejaran allí, pero al llegar a la capilla oyó una voz que le decía: “A Tolentino, a Tolentino, allí perseverarás”. Comunicó esta noticia a sus superiores, y a esa ciudad lo mandaron.
Al llegar a Tolentino se dio cuenta de que la ciudad estaba arruinada moralmente por una especie de guerra civil entre dos partidos políticos, los güelfos y los gibelinos, que se odiaban a muerte. Y se propuso dedicarse a predicar como recomienda San Pablo. “Oportuna e inoportunamente”. Y a los que no iban al templo, les predicaba en las calles.

A Nicolás no le interesaba nada aparecer como sabio ni como gran orador, ni atraerse los aplausos de los oyentes. Lo que le interesaba era entusiasmarlos por Dios y obtener que cesaran las rivalidades y que reinara la paz. El Arzobispo San Antonino, al oírlo exclamó: “Este sacerdote habla como quien trae mensajes del cielo. Predica con dulzura y amabilidad, pero los oyentes estallan en lágrimas al oír sus palabras que penetraban en el corazón y parecen quedar escritas en el cerebro del que escucha. Sus oyentes suspiran emocionados y se arrepienten de su mala vida pasada”.
Los que no deseaban dejar su antigua vida de pecado hacían todo lo posible por no escuchar a este predicador que les traía remordimiento de conciencia.

Uno de esos señores se propuso irse a la puerta del templo con un grupo de sus amigotes a boicotearle con sus gritos y desórdenes un sermón al Padre Nicolás. Este siguió predicando como si nada especial estuviera sucediendo. Y de un momento a otro el jefe del desorden hizo una señal a sus seguidores y entró con ellos al templo y empezó a rezar llorando, de rodillas, muy arrepentido. Dios le había cambiado el corazón. La conversión de este antiguo escandaloso produjo una gran impresión en la ciudad, y pronto ya San Nicolás empezó a tener que pasar horas y horas en el confesionario, absolviendo a los que se arrepentían al escuchar sus sermones.

Nuestro santo recorría los barrios más pobres de la ciudad consolando a los afligidos, llevando los sacramentos a los moribundos, tratando de convertir a los pecadores, y llevando la paz a los hogares desunidos.

En las indagatorias para su beatificación, una mujer declaró bajo juramento que su esposo la golpeaba brutalmente, pero que desde que empezó a oír al Padre Nicolás, cambió totalmente y nunca la volvió a tratar mal. Y otros testigos confirmaron tres milagros obrados por el santo, el cual cuando conseguía una curación maravillosa les decía: “No digan nada a nadie”. “Den gracias a Dios, y no a mí. Yo no soy más que un poco de tierra. Un pobre pecador”.

Murió el 10 de septiembre de 1305, y cuarenta años después de su muerte fue encontrado su cuerpo incorrupto. En esa ocasión le quitaron los brazos y de la herida salió bastante sangre. De esos brazos, conservados en relicarios, ha salido periódicamente mucha sangre. Esto ha hecho más popular a nuestro santo.

San Nicolás de Tolentino vio en un sueño que un gran número de almas del purgatorio le suplicaban que ofreciera oraciones y misas por ellas. Desde entonces se dedicó a ofrecer muchas santas misas por el descanso de las benditas almas. Quizás a nosotros nos quieren pedir también ese mismo favor las almas de los difuntos.





Redacción

Durante la reunión del CELAM en Puebla (1979), los obispos elegidos por sus compañeros de todos los países latinoamericanos hicieron una declaración colectiva de culpas de omisión en la historia de la Iglesia en América Latina.

En esta acusación, lamentaron no haber tratado con espíritu fraternal a los esclavos negros, arrastrados como bestias humanas por los negociantes a muchos países del continente.
A principios del siglo XVII, el joven español Pedro Claver, estudiante de teología y novicio de la Compañía de Jesús, rogó a sus superiores de Tarragona que le permitieran dedicar su vida al apostolado entre los esclavos negros.

En 1610 llegó a Cartagena (Colombia) y allí permaneció hasta su ordenación, a los 36 años, ayudando al cuidado espiritual de los hombres, mujeres y niños negros, que eran comprados para los trabajos más humildes y difíciles en los ranchos y minas de la provincia.

Ya sacerdote, confirmó su entrega a Dios con estas palabras: “Pedro Claver, esclavo de los negros para siempre”. Este voto solemne encierra un heroísmo increíble, ya que tuvo que luchar contra la incomprensión de los seglares y los clérigos.

Era, en verdad, una opción por los seres más pobres. Primeramente, Pedro Claver obtuvo de las autoridades que lo dejaran visitar todo barco que llegara a Cartagena con esclavos. Allí mismo atendía a los enfermos y moribundos, porque siempre había negros que, por las condiciones infrahumanas del viaje, morían antes de llegar a tierra.

En los campamentos, donde eran encerrados los que habían sobrevivido, Pedro Claver los visitaba, prodigándoles todo su cariño y toda clase de ayuda espiritual y material. No era fácil vencer la desconfianza de aquellos que, hasta ese momento, habían recibido un trato bestial por parte de los hombres y seguían inclinados hacia sus vicios atávicos: la embriaguez, los bailes sensuales y los cultos idolátricos.

Tanto en el convento de los jesuitas en Cartagena, como durante sus fatigosos viajes a las colonias de negros en el interior del país, Pedro Claver ofrecía continuamente a Dios, en reparación de los crímenes que cometían los traficantes de esclavos, muy rigurosas penitencias, como flagelaciones y ayunos voluntarios hasta sufrir de hambre y sed. Al ver que alguno castigaba a los negros con el látigo, él se interponía para rescatar al hermano negro de la ira de su dueño.

Las pruebas más difíciles durante sus 40 años de apostolado a favor de los esclavos eran sus continuas visitas a las cárceles y al Hospital de San Lázaro, donde se encontraban los contagiados de lepra. Muchos negros no católicos se convirtieron en estos lugares por la increíble caridad del padre Claver, el cual, ya anciano, era conducido en una silla portátil.

Fue canonizado junto con su maestro, Alonso Rodríguez, el 15 de enero de 1888, por su Santidad el Papa León XIII. El mismo Papa lo declaró “patrono de las misiones entre los negros”.
Precisamente en una fiesta de la Virgen, el 8 de septiembre de 1654, fue llamado a la gloria celestial, cuya luz había hecho vislumbrar a tantos hermanos pobres en este valle de lágrimas.

“El esclavo de los negros” se había consagrado también, desde el principio de su vida religiosa, como “el esclavo de María”. Celebraba con especial devoción las fiestas de la Virgen en compañía de sus hermanos.


“Cristo vino ante todo a “liberar” al hombre de la cárcel moral en que lo tenían preso sus pasiones. “Todo el que comete pecado es siervo del pecado”, afirma El en el Evangelio (Jn 8, 34); precisamente de esta esclavitud quiere liberar al hombre con su redención. A la esclavitud del pecado todo hombre está sujeto desde el nacimiento por descender todos de Adán, y es una esclavitud que cada uno aún agrava más desgraciadamente, por las culpas personales a las que está expuesto a lo largo de la vida por fragilidad o por voluntad… No existe hombre alguno que no necesite ser liberado por Cristo, pues no existe hombre alguno que no sea prisionero de sí y de sus pasiones de forma más o menos grave.
Por consiguiente, la liberación verdadera se obtiene con la conversión y purificación del corazón, es decir, con el cambio radical del espíritu, mente y vida que sólo la gracia de Cristo puede realizar…”
Discurso de Juan Pablo II, en la cárcel romana de Rebibbia,
27 de diciembre de 1983 (extracto).

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