Redacción
Brígida vino al mundo alrededor del año 1303 en el castillo de Finstad, cerca de Upsala, como séptima hija del gobernador Girger y de su esposa Ingebord Sigride. Su familia estaba emparentada con los reyes de Suecia.
Un sermón sobre la Pasión de Cristo la conmovió profundamente cuando apenas tenía nueve años. Pasó la noche entera llorando y tiritando de frío, arrodillada frente a una imagen del Crucificado y creó oír su voz: "Ven y mira, cómo he sido herido". Llena de horror, exclamó ella: "Señor mío, ¿quién te ha hecho esto?". Y entonces recibió la respuesta: "Esto lo han hecho aquellos que me abandonaron y desprecian mi amor".
A pesar de su corta edad de 18 años, en cumplimiento del deseo de su padre se casó con el conde Ulf Gudmarsson. En seguida manifestó la madurez de su formación: administraba el extenso castillo de manera ejemplar, educó concienzudamente a sus cuatro hijos e hijas, en la misma sólida religiosidad que ella había recibido.
Compartía con su esposo Ulf, un caballero sin tacha, su fe viva y sus costumbres severas. Siendo miembros de la Tercera Orden franciscana, rezaban, ayunaban y hacían penitencia juntos. Siempre de acuerdo, construían hospitales y en su mesa les daban de comer a doce pobres. Juntos leían la Biblia en la nueva traducción al sueco de su confesor, Mateo von Linkoping.
Ulf Gudmarsson llegó a ser miembro del Consejo del reino, propietario de minas y de fundiciones, consejero del rey. Brígida también sirvió, durante varios años, como primera dama de la reina Blanca, en la corte real sueca: pero en la misma medida que crecía su fama y su riqueza, más atención prestaban a sus responsabilidades ante los hombres y ante Dios.
Cuando sus hijos no necesitaron de sus cuidados directos, los dos esposos peregrinaron hacia los santuarios más famosos de Europa, como Santiago de Compostela, Colonia, la tumba de Santa María y la de María Magdalena, en Francia.
Al regreso de aquellas peregrinaciones y con el consentimiento de Brígida, Ulf prometió retirarse al monasterio cisterciense de Alvastra. Cumplió su promesa y a su muerte, cuatro años después, fue sepultado con su hábito.
Brígida, en la madurez de su vida, decidió conservar su viudez. No tardó en repartir sus bienes, reservándose lo más indispensable, y se fue a vivir cerca de la tumba de su esposo, en una construcción contigua al monasterio.
Allí, en plena posesión de sus facultades recibió las primeras revelaciones de Cristo, que duraron hasta su muerte. Le fue manifestado el pasado y el futuro de su pueblo; las desgracias que iba a sufrir la Iglesia; tuvo revelaciones sobre la vocación religiosa en general y también sobre el futuro de la Orden fundada por ella en Suecia.
El señor le ordenó ir a Roma, donde vería al Papa y al emperador, para recibir de ellos la aprobación de su Orden. Obedeció sin titubear. ¡Pero en qué estado tan lamentable encontró la Ciudad Eterna! Las manadas de cabras dentro de los templos, el Papa vivía en Aviñón, las familias nobles de los Orsini y de los Colonna luchaban a muerte; los robos y los asesinatos estaban a la orden del día.
Brígida, como todos los habitantes, sufrió terriblemente al contemplar aquellas profanaciones y atrocidades en la cuna del cristianismo, mientras que ella, pobre como una monja, trataba de poner en práctica la regla que el Salvador le había inspirado. Por estas razones, mientras oraba en las tumbas de los Apóstoles y los mártires, Dios le inspiró un acto de enviar al Papa Clemente VI la orden expresa de regresar a Roma. Los mensajes se sucedían unos a otros, pero sin lograr su objetivo.
Otro Sumo Pontífice, el Papa Urbano V, trasladó la sede del gobierno eclesiástico, nuevamente a Roma y bendijo la fundación de la Orden de Santa Brígida. Sin embargo, en medio del dolor de la santa y de los católicos en general, tres años después el Papa regresaba a Aviñón. Ya no pudo Brígida presenciar el regreso definitivo de los Papas a Roma. Una vidente distinta, Catalina de Siena, fue escogida para coronar esta unión.
Durante la gran peste que diezmó la población de Italia, la mujer fuerte del norte ayudó con entereza; sin ningún temor, se introdujo en las barracas marcadas por la muerte. Dios bendijo tanto heroísmo con muchos milagros.
Durante el año jubileo de 1350, se preocupó nuestra santa, sobre todo, de los peregrinos suecos, quienes sin recursos llegaban exhaustos a la basílica de San Pedro.
En la patria lejana, mientras tanto, crecía el convento de Wadstena. La fundadora nunca lo llegó a ver terminado. En la madrugada del 23 de julio de 1337 se despidió de este mundo para pertenecer enteramente a Cristo, con el cual se había comprometido místicamente.
“Gloria a ti, mi Señor Jesucristo, por las burlas que soportaste cuando fuiste revestido de púrpura y coronado con punzantes espinas; cuando aguantaste con una paciencia inagotable, que fuera escupida tu faz gloriosa, que te taparan los ojos y que unas manos brutales golpearan sin piedad tu mejilla y tu cuello”.
Oraciones atribuidas a Santa Brígida.
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