Redacción
Sixto V honró a San Buenaventura con el título de “doctor seráfico”, porque sus obras -diez gruesos volúmenes en folio- resumen y rebozan de un fervoroso amor de Dios y de un sincero afecto para con el hombre.
Buenaventura, llamado Juan en el bautismo, era hijo de un médico, apellidado Fidanza y de una piadosa matrona, de nombre Ritela. Nació en Balneoregio, pequeña población de Toscana, en Italia, por el año de 1217. En la niñez se salvó de una muerte inminente por la intercesión de San Francisco.
En la juventud se distinguió por la agudeza de su ingenio y por la pureza de costumbres. La familia lo envió a estudiar en la Universidad de París, en donde tuvo por maestro a Alejandro de Hales, quien por amor a Cristo, renunció a todo bienestar terreno para hacerse franciscano.
El ejemplo de éste y otros maestros que también habían ingresado en la humilde familia de Francisco de Asís, conmovió a nuestro joven, quien, a su vez, resolvió vestir el sayal franciscano (1243) para vivir el ideal seráfico de la oración.
Esta fue la vocación de Buenaventura: la de saber convertir todas las ocupaciones, desde las más sencillas hasta las más elevadas, en oración. En aquellos tiempos florecían los alquimistas que pretendían descubrir la piedra filosofal, a cuyo contacto todo debería convertirse en otro. También Buenaventura quiso descubrir una piedra filosofal, no material, sino espiritual, a cuyo toque todo se transmutara en oro celestial, es decir, en gracia y amor de Dios y del prójimo. Orientó sus estudios a descubrir esa piedra preciosa y pudo comprobar que ella era la oración total y gradual: total porque ha de abrazar la vida entera: pensamiento, corazón, actividad; y gradual, porque ha de ir elevando poco a poco al cristiano hasta arrobarlo en Dios, levantando a la vez al prójimo a más nobles niveles.
Buenaventura encontró grandes dificultades para realizar su programa de oración: algunos maestros de la Universidad de París lo desconocieron, como desconocieron también a Santo Tomás de Aquino, su contemporáneo. Hubo de intervenir el Papa, y finalmente, la Universidad recibió a Tomás y a Buenaventura como sus legítimos doctores.
Otros maestros universitarios emprendieron un ataque frontal contra las Órdenes mendicantes, a las que calificaban de suicidas, por obligar a sus miembros a una pobreza, según ellos, mortal. Buenaventura y Tomás defendieron magistralmente sus respectivas órdenes, que victoriosamente presentaron como escuelas auténticas de generosidad y apostolado sin límites.
Entre tanto, los franciscanos celebraron Capítulo general y eligieron a Buenaventura como superior de toda la Orden. Esta había decaído tanto después de su vehemente iniciación. El nuevo general se aplicó a renovarla y volverla a su fervor primitivo, por la práctica sincera, honda y decidida de la oración total y gradual. Dio a su Orden nuevas constituciones, escribió una nueva vida de San Francisco, a quien supo presentar como “un hombre hecho oración”. Compuso sabios libros y opúsculos para guiar a todos sus hermanos por el camino de la oración, que se proyecta en amor de Dios y del hombre.
En 1273 el Papa lo elevó al rango de cardenal y, a él y a otros cardenales, les encomendó la concertación del II Concilio de Lyon, Francia, entre cuyos objetivos estaba el de unir la Iglesia latina con la griega.
Buenaventura se consagró de lleno a tan noble tarea, sin dejar un punto la oración y haciendo de la misma el instrumento de gracia para logar las nobles finalidades del Concilio; pero su físico no pudo resistir un ritmo tan intenso de trabajo, y murió durante la celebración del mismo, el 14 de julio de ese año de 1274, legándonos el ejemplo de su existencia y su obra teológica, como un testimonio incontrovertible de consagración a la vida de oración.
Con razón, como ya vimos, Sixto V lo proclamó doctor seráfico.
“El presbítero es un hombre de Dios. Sólo puede ser profeta en la medida en que haya hecho la experiencia del Dios vivo. Sólo esta experiencia lo hará portador de una palabra poderosa para transformar la vida personal y social de los hombres de acuerdo con el designio del Padre”. D.P., n.
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