San Benito de Nursia - 11 de julio



Redacción

El fundador de la Orden de los benedictinos, personaje muy importante para la unidad de Europa, llegó desde muy joven a Roma para estudiar leyes. Terminaba el siglo V, es decir, que por entonces se estaba derrumbando el Imperio Romano por su decadencia interior y los ataques de los jóvenes pueblos invasores del norte y el este de Europa.

En la ciudad de Roma se había propagado cierto relajamiento de las costumbres y de las antiguas virtudes cristianas. Benito pronto reconoció que el hecho de estudiar en un ambiente neopagano encierra el peligro de degenerarse. Por eso decidió retirarse y encontrar su verdadera vocación, eventualmente, como ermitaño. Al darse cuenta de que la huida del mundo no protege del mal, aceptó vivir en una comunidad de frailes.

La iglesia pasaba por una crisis fuerte que afectó también la vida monástica. Benito descubrió que hay que evitar dos extremos para servir bien a Dios: el de la vida demasiado individualista, y también el de una vida comunitaria sin orden, sin votos y sin una disciplina aceptada libremente por amor a Cristo.

Así su espíritu, impregnado todavía por los mejores valores de la cultura romana, formó aquella regla de la “milicia divina” que contiene 73 capítulos y que ordena la convivencia familiar de los frailes bajo la autoridad del abad, como representante del Señor. La compenetración de contemplación y acción desarrollan al máximo, en la persona consagrada, la imagen de Dios.

La gran diferencia entre la regla benedictina y el ideal antiguo de la vida monástica  del Oriente (hasta el día de hoy, si pensamos por ejemplo en los conventos ortodoxos del Monte Athos, en Grecia) es el compromiso de la comunidad benedictina con el mundo y sus valores. El corazón entregado totalmente a Dios y la mano puesta sobre las herramientas para cultivar tierras salvajes, para arar por primera vez en zonas abandonadas, para secar pantanos o para estudiar y lograr conquistas nuevas en el mundo intelectual y artístico, todo es la regla benedictina que formó, en gran parte, la imagen de la Europa cristiana y salvó a la vez la auténtica herencia de la cultura romana.

La liturgia celebrada en comunidad, para alabar a Dios con todas las fuerzas del alma, es el primer fin de la vida benedictina (capítulo 43). La permanencia de los frailes en un solo lugar, hasta la muerte, creó las magníficas abadías, iglesias e institutos de enseñanza que son famosos hasta hoy. Los aventureros sin espíritu de compromiso no eran aptos ni aceptados para esta vida monástica.

Cuando los benedictinos volvieron -después de la segunda guerra mundial- a su más antigua abadía, la de Montecassino, completamente destruida durante la contienda, pusieron una cruz sobres los escombros con la siguiente inscripción: “Ecce labora et noli contristari”, que quiere decir: “Vamos a trabajar y no nos dejemos dominar por la tristeza”. En el símbolo y su inscripción encontramos el espíritu original del santo, siempre dispuesto a servir a Dios con una entrega alegre y comunitaria. En las actividades de los benedictinos de este siglo hay que mencionar sus centros litúrgicos y sus trabajos bíblicos y ecuménicos.

También dieron a la Iglesia una permanente riqueza por sus ejercicios espirituales y, últimamente, por la instalación de los “conventos temporales” a los que se invita a hombres y mujeres seglares, casados o solteros, a veces agobiados por el mundo moderno, a pasar con los monjes fines de semana o semanas enteras en encierro monástico.

“Dotado de una profunda sensibilidad humana, San Benito, en su proyecto de reforma de la sociedad, miró sobre todo al hombre, siguiendo las tres líneas directrices:

- El valor del hombre individual como persona;
- La dignidad del trabajo, entendido como servicio a Dios y a los hermanos;
- La necesidad de la contemplación, o sea, de la oración: habiendo comprendido que Dios es el Absoluto, y que vivimos en el Absoluto, el alma de todo debe ser la oración: “Ut in ómnibus glorificetur Deus” (Regla).

Por eso, en síntesis, se puede decir que el mensaje de San Benito es una invitación a la interioridad. El hombre debe ante todo entrar en sí mismo, debe conocerse profundamente, debe descubrir dentro de sí el aliento de Dios y las huellas del Absoluto”.
Juan Pablo II, en Montecassino, 18 de mayo de 1979.

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