Mártires de Damasco - 10 de julio
Redacción
Ante las puertas de la ciudad de Damasco el Reino de Dios tuvo uno de los triunfos mayores en la conversión del Apóstol San Pablo. Y fue precisamente en esa ocasión cuando se promulgó la ley básica de la difusión de dicho Reino: "Yo le mostraré todo lo que tendrá que sufrir por mi nombre"(HC 9, 15).
Del 9 al 12 de julio de 1860 la comunidad cristiana de Damasco tuvo que sufrir mucho. Desde hacía bastante tiempo los drusos, una secta misteriosa y fanática que habitaba en el Líbano y en Siria, había acumulado su envidia contra los cristianos que vivían en mejores posiciones. En mayo de 1860 un pleito de niños fue el motivo de la primera descarga de odio: los drusos, asesinando e incendiando, se abalanzaron sobre los cristianos.
En Damasco trabajaron preponderantemente monjes católicos, tanto franciscanos como jesuitas, lazaristas y vicentinos, estimados por su actividad altruista en escuelas y hospitales. Pero al gobernador turco Achmed Pacha y al muftí Abdallah les convino la ira de los fanáticos.
Desde que en el acuerdo de París de 1856 los franceses anularon los impuestos especiales a los cristianos, los drusos esperaban la oportunidad para erradicar la fe cristiana en la región. Por suerte todavía quedaba en la ciudad un hombre fuerte que favorecía a los cristianos, el emir Abd-el-Kader, quien no permitió que deseos de venganza lo embargaran, pues estimaba a los cristianos. El 30 de junio pudo evitar un ataque al barrio cristiano; pero los fanáticos no descansaron. Instigaron a la plebe con la promesa de que la riqueza de los cristianos les correspondería.
Al mediodía del 10 de julio de 1860 una muchedumbre embriagada de fanatismo, ávida de sangre y dinero, fortalecida y conducida por soldados turcos entró al barrio cristiano y comenzó con asesinatos e incendios horrorosos. Alrededor de 2,400 casas fueron saqueadas e incendiadas; 6,000 cristianos indefensos fueron asesinados, entre ellos treinta sacerdotes y tres obispos de diferentes ritos cristianos. Si el valiente Abd-el-Kader con su pequeña tropa no hubiese salvado algunos miles de cristianos, entre ellos jesuitas, lazaristas y monjas, llevándolos al centro de la ciudad, probablemente ninguno habría salido con vida.
Sólo los franciscanos no se adhirieron a la tropa de Abd-el-Kader. Se sentían más seguros tras sus muros firmes. Además creyeron que no corrían peligro. ¿Quién podía imaginarse que a sus pasillos y pobres celdas entraran a saquear? Desde 1233 los hijos de San Francisco se habían establecido allí para propagar la paz en la región y para atender a los cristianos del rito latino- ¿Quién los podría castigar por ello?
En aquel entonces la familia conventual se componía de seis sacerdotes y dos frailes. El guardián, Manuel Ruiz, un español que por años había propagado la fe en Tierra Santa, dirigía la comunidad conventual y la parroquia. Carmelo Volta dominaba muy bien el árabe y por eso había sido designado profesor de los misioneros jóvenes en Damasco. Engelbert Killand, el único en el convento que no provenía de España, era oriundo del valle Ziller, en el Tirol. Conocía casi todas las lenguas europeas y por su propio deseo fue enviado a las misiones y fungía como capellán. Debido a su alegría constante y su amor incansable le habían puesto por apodo “Abuna Melac” (padre angelical). El cuarto, Nicanor Ascanio, durante veinte años destacó como predicador en España y había llegado a Damasco para evangelizar. Nicolás Alberca y Pedro Soler se encontraban allí para estudiar la lengua árabe. Los frailes, Francisco Pinazo y Juan Jacobo Fernández, se encargaban del bienestar material del convento.
Aquel día de horror los tres hermanos y miembros de la tercera Orden, Francisco, Mooti y Rafael Massabki, que estaban en relaciones estrechas con los padres, había llegado apresuradamente al convento para estar con ellos. Formaban parte de los católicos maronitas del país. Francisco, anciano de 70 años, era muy estimado en todo Damasco por su hospitalidad y sus virtudes. Mooti había dejado sus negocios, dedicándose a la beneficencia y a los rezos. También enseñaba la lengua árabe en la escuela del convento. Rafael vivía en espiritualidad contemplativa y a diario acudía a rezar en la iglesia conventual.
Al principio parecía que los muros del convento iban a resistir al embate; pero de repente, a media noche, gritos salvajes se oyeron en los pasillos. Un antiguo criado del convento había delatado a los turcos una entrada escondida. El guardián inmediatamente se apresuró hacia la iglesia, abrió el tabernáculo y dio a los frailes y a los tres hermanos Massabki la santa Comunión. Entonces los enemigos irrumpieron en el templo.
El mandamás gritó en la penumbra " ¿Dónde está Francisco Massabki?" Éste se adelanto y preguntó: "¿Para que les sirvo? ¡Aquí estoy!" El vocero hipócrita afirmó: "Nos envía Abdallah para salvarte si juras por el profeta Mahoma". El anciano contestó: "Abdallah sabe ciertamente que no negaré mi fe cristiana. Tendrá sus razones para buscarme precisamente a mí, pues me debe 8,000 florines. Que se quede con ellos, pero mi alma no la tendrá". Entonces amonestó a los otros: "¡Hermanos, sed firmes en la fe! El que se mantenga firme hasta el final, recibirá la corona de la gloria". Y luego hincándose, se desplomó, pues sablazos crueles le había partido la cabeza. Sus dos hermanos corrieron la misma suerte.
El guardián se había arrodillado ante el altar. En la mano traía el pequeño Evangelio en árabe que siempre llevaba consigo para leerlo en voz alta al pueblo. Al instársele que aceptara la fe mahometana declaró: "Somos cristianos, estamos listos para morir por nuestra fe". También él y todos los demás fueron muertos cruelmente.
Dios aceptó el sacrificio de sus fieles en Tierra Santa. En 1855 se abrió el proceso de beatificación para los ocho franciscanos. Cuando en 1926 estaba a punto de terminarse, el arzobispo maronita de Damasco, a nombre de otros obispos orientales, pidió al Papa Pío XI que simultáneamente se declararan beatos los tres hermanos seglares Massabki. El 10 de octubre de 1926 los once mártires juntos fueron incluidos en la lista de los beatos de la Santa Madre Iglesia.
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