julio 2020
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Redacción

San Ignacio nació en 1491 en el castillo de Loyola, en Guipúzcoa, norte de España, cerca de los montes Pirineos que están en el límite de Francia.

Su padre Bertran de Loyola y su madre Marina Sáenz, de familias muy distinguidas, tuvieron once hijos: ocho varones y tres mujeres. El más joven de todos fue Ignacio. El nombre que le pusieron en el bautismo fue Iñigo.

Entró a la carrera militar, pero en 1521, a la edad de 30 años, siendo ya capitán, fue gravemente herido mientras defendía el Castillo de Pamplona. Al ser herido su jefe, la guarnición del castillo capituló ante el ejército francés. Los vencedores lo enviaron a su Castillo de Loyola a que fuera tratado de su herida. Le hicieron tres operaciones en la rodilla, dolorosísimas, y sin anestesia; pero no permitió que lo atasen ni que nadie lo sostuviera. Durante las operaciones no prorrumpió ni una queja. Los médicos se admiraban. Para que la pierna operada no le quedara más corta le amarraron unas pesas al pie y así estuvo por semanas con el pie en alto, soportando semejante peso. Sin embargo quedó cojo para toda la vida. A pesar de esto Ignacio tuvo durante toda su vida un modo muy elegante y fino para tratar a toda clase de personas. Lo había aprendido en la Corte en su niñez.

Mientras estaba en convalecencia pidió que le llevaran novelas de caballería, llenas de narraciones inventadas e imaginarias. Pero su hermana le dijo que no tenía más libros que “La vida de Cristo” y el “Año Cristiano”, o sea la historia del santo de cada día. Antes, mientras leía novelas y narraciones inventadas, en el momento sentía satisfacción pero después quedaba con un sentimiento horrible de tristeza y frustración. En cambio ahora al leer la Vida de Cristo y las Vidas de los santos sentía una alegría inmensa que le duraba por días y días. Esto lo fue impresionando profundamente.

Y mientras leía las historias de los grandes santos pensaba: “¿Y por qué no tratar de imitarlos? Si ellos pudieron llegar a ese grado de espiritualidad, ¿por qué no lo voy a lograr yo?¿Por qué no tratar de ser como San Francisco, Santo Domingo, etc.? Estos hombres estaban hechos del mismo barro que yo. ¿Por qué no esforzarme por llegar al grado que ellos alcanzaron?”. Y después se iba a cumplir en él aquello que decía Jesús: “Dichosos los que tienen un gran deseo de ser santos, porque su deseo se cumplirá” (Mt. 5, 6), y aquella sentencia de los sicólogos: “Cuidado con lo que deseas, porque lo conseguirás”.

Mientas se proponía seriamente convertirse, una noche se le apareció Nuestra Señora con su Hijo Santísimo. La visión lo consoló inmensamente. Desde entonces se propuso no dedicarse a servir a gobernantes de la tierra sino al Rey del cielo. Apenas terminó su convalecencia se fue en peregrinación al famoso Santuario de la Virgen de Monserrat. Allí tomó el serio propósito de dedicarse a hacer penitencia por sus pecados. Cambió sus lujosos vestidos por los de un pordiosero, se consagró a la Virgen Santísima e hizo confesión general de toda su vida.

Y se fue a un pueblecito llamado Manresa, a 15 kilómetros de Monserrat a orar y hacer penitencia, allí estuvo un año. Cerca de Manresa había una cueva y en ella se encerraba a dedicarse a la oración y a la meditación. Allá se le ocurrió la idea de los Ejercicios Espirituales, que tanto bien iban a hacer a la humanidad.  Después de unos días en los cuales sentía mucho gozo y consuelo en la oración, empezó a sentir aburrimiento y cansancio por todo lo que fuera espiritual. A esta crisis de desgano la llaman los sabios “la noche oscura del alma”. Es un estado dificultoso que cada uno tiene que pasar para que se convenza de que los consuelos que siente en la oración no se los merece, sino que son un regalo gratuito de Dios. Luego le llegó otra enfermedad espiritual muy fastidiosa: los escrúpulos. O sea el imaginarse que todo es pecado. Esto casi lo lleva a la desesperación.

Pero iba anotando lo que le sucedía y lo que sentía y estos datos le proporcionaron después mucha habilidad para poder dirigir espiritualmente a otros convertidos y según sus propias experiencias poderles enseñar el camino de la santidad. Allí orando en Manresa adquirió lo que se llama “Discreción de espíritus”, que consiste en saber determinar qué es lo que le sucede a cada alma y cuáles son los consejos que más necesita, y saber distinguir lo bueno de lo malo. A un amigo suyo le decía después: “En una hora de oración de Manresa aprendía más a dirigir almas, que todo lo que hubiera podido aprender asistiendo a universidades”.

En 1523 se fue en peregrinación a Jerusalén, pidiendo limosna por el camino. Todavía era muy impulsivo y un día casi ataca a espada a uno que hablaba mal de la religión. Por eso le aconsejaron que no se quedara en Tierra Santa donde había muchos enemigos del catolicismo. Después fue adquiriendo gran bondad y paciencia.

A los 33 años empezó como estudiante de colegio en Barcelona, España. Sus compañeros de estudio eran mucho más jóvenes que él y se burlaban mucho. Él toleraba todo con admirable paciencia. De todo lo que estudiaba tomaba pretexto para elevar su alma a Dios y adorarlo. Después pasó a la Universidad de Alcalá. Vestía muy pobremente y vivía de limosna. Reunía niños para enseñarles religión; hacía reuniones de gente sencilla para tratar temas de espiritualidad, y convertía pecadores hablándoles amablemente de lo importante que es salvar el alma.

Lo acusaron injustamente ante la autoridad religiosa y estuvo dos meses en la cárcel. Después lo declararon inocente, pero había gente que lo perseguía. Él consideraba todos estos sufrimientos como un medio que Dios le proporcionaba para que le fuera pagando sus pecados. Y exclamaba: “No hay en la ciudad tantas cárceles ni tantos tormentos como los que yo deseo sufrir por amor a Jesucristo”.
Se fue a París a estudiar en su famosa Universidad de La Sorbona. Allá formó un grupo con 6 compañeros que se han hecho famosos porque con ellos fundó la Compañía de Jesús. Son ellos: Pedro Fabro, Francisco Javier, Laínez, Salmerón, Simón Rodríguez y Nicolás Bobadilla. Recibieron doctorado en aquella universidad y daban muy buen ejemplo a todos.

Los siete hicieron votos o juramentos de ser puros, obedientes y pobres, el día 15 de agosto de 1534, fiesta de la Asunción de María. Se comprometieron a estar siempre a las órdenes del Sumo Pontífice para que él los emplease en lo que mejor le pareciera para la gloria de Dios. Se fueron a Roma y el Papa Pablo III les recibió muy bien y les dio permiso de ser ordenados sacerdotes. Ignacio esperó un año desde el día de su ordenación hasta el día de la celebración de su primera misa, para prepararse lo mejor posible a celebrarla con todo fervor.

San Ignacio se dedicó en Roma a predicar Ejercicios Espirituales y a catequizar al pueblo. Sus compañeros se dedicaron a dictar clases en universidades y colegios y a dar conferencias espirituales a toda clase de personas. Se propusieron como principal oficio enseñar la religión a la gente.

En 1540 el Papa Pablo III aprobó su comunidad llamada “Compañía de Jesús” o Jesuitas. Superior General de la nueva comunidad fue San Ignacio hasta la muerte. En Roma pasó todo el resto de su vida.

Fundó casas de su congregación en España y Portugal. Envió a San Francisco Javier a evangelizar el Asia. De los jesuitas que envió a Inglaterra, 22 murieron martirizados por los protestantes. Sus dos grandes amigos Laínez  y Salmerón fueron famosos sabios que dirigieron el Concilio de Trento. A San Pedro Canisio lo envió a Alemania y este santo llegó a ser el más célebre catequista de aquel país. Recibió como religioso jesuita a San Francisco de Borja que era rico político, gobernador, en España. San Ignacio escribió más de 6,000 cartas dando consejos espirituales.

El Colegio que San Ignacio fundó en Roma llegó a ser modelo en el cual se inspiraron muchísimos colegios más y ahora se ha convertido en la célebre Universidad Gregoriana.

Los jesuitas fundados por San Ignacio llegaron a ser los más sabios adversarios de los protestantes y combatieron y detuvieron en todas partes al protestantismo. Les recomendaba que tuvieran mansedumbre y gran respeto hacia el adversario pero que se presentaran muy instruidos para combatirlos. Él deseaba que el apóstol católico fuera muy instruido.

El libro más famoso de San Ignacio se titula: “Ejercicios Espirituales” y es el mejor que se ha escrito acerca de cómo hacer bien los santos ejercicios. En todo el mundo es leído y practicado este maravilloso libro. Duró 15 años escribiéndolo. Su lema era: “Todo para mayor gloria de Dios”. Y a ello dirigía todas sus acciones, palabras y pensamientos a que Dios fuera más conocido, más amado y mejor obedecido.

Muy caritativo con todos, especialmente con los enfermeros, recomendaba que en la conversación no se emplearan frases muy autoritarias como de quien se imagina que en lo que se dice no puede equivocarse. Recomendaba mucho a todos que estudiaran lo más posible, pero corregía con valentía a los que veía muy orgullosos y engreídos por sus estudios o a los que por dedicarse todo el tiempo a estudiar no dedicaban el tiempo suficiente a rezar o a enseñar catecismo. Siempre estaba alegre.
En los 15 años en que San Ignacio dirigió la Compañía de Jesús, esta pasó de siete socios a mil. A todos y cada uno trataba de formarlos muy bien espiritualmente.

Como casi cada año se enfermaba y después volvía a obtener la curación, cuando le vino la última enfermedad nadie se imaginó que se iba a morir y murió inesperadamente el 31 de julio de 1556 a los 65 años.

En 1622 el Papa lo declaró Santo y después Pío XI lo declaró Patrono de los Ejercicios Espirituales en todo el mundo. Su comunidad de Jesuitas es la más numerosa en la Iglesia Católica. Los pecadores lo recordaban como un sacerdote extraordinariamente comprensivo y bondadoso que siempre los recibía bien y los atendía con el mayor esmero. Muchas veces hacía él mismo la penitencia que no arriesgaba a imponerles a ciertos grandes pecadores. Y a estos les recomendaba que su mejor penitencia fuera siempre el soportar con paciencia y por amor a Dios los sufrimientos de cada día.

San Ignacio compuso una oración que es muy conocida en todo el mundo y dice así:
Toma Señor y recibe toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento, y toda mi voluntad. Tú me lo diste, a Ti Señor lo devuelvo. Puedes disponer de todo según tu Divina Voluntad. Con que me concedas tu amor y tu gracia, con esto me basta y nada más te quiero pedir”.
Otra oración muy amada y recomendada por San Ignacio es aquella que la gente piadosa dice después de comulgar: “Alma de Cristo Santifícame, etc…”.

Su libro preferido después de la S. Biblia, era la Imitación de Cristo. Cada día después de almorzar, en la visita que hacía al Santísimo Sacramento leía un capítulo de la Imitación de Cristo. (Este precioso librito ha sido el más editado en el mundo después de la Biblia. Tiene ya más de 3,000 ediciones, y abriéndolo donde a uno le salga, al azar, le dice consejos maravillosamente apropiados para ese momento).

“Al hablar de San Ignacio en Loyola, cuna y lugar de su conversión, viene espontáneamente a la memoria los ejercicios espirituales, un método tan probado de eficaz acercamiento a Dios, y la Compañía de Jesús, extendida por todo el mundo, y que tantos frutos ha cosechado y sigue haciéndolo, en la causa del Evangelio.
El supo obedecer cuando, recuperándose de sus heridas, la voz de Dios golpeó con fuerza en su corazón. Fue sensible a las inspiraciones del Espíritu Santo, y por ello comprendió qué soluciones requerían los males de su tiempo. Fue obediente en todo instante a la Sede de Pedro, en cuyas manos quiso dejar un instrumento apto para la evangelización. Hasta tal punto que esta obediencia la dejó como uno de los rasgos característicos del carisma de su Compañía.
Homilía de Juan Pablo II en Loyola (España), 6 de noviembre de 1982 (extracto).
TODO PARA MAYOR GLORIA DE DIOS (San Ignacio).



Redacción

María Natividad Venegas de la Torre nació el 8 de septiembre de 1868, en Zapotlanejo, Jalisco. Después de asistir a unos ejercicios espirituales ignacianos decidió entrar de religiosa y se dirigió al Hospital del Sagrado Corazón en Guadalajara. Al cargo del cual estaban cinco personas, que luego constituyeron la congregación  "Hijas del Sagrado Corazón de Jesús".

En 1910, hizo votos privados y en 1915 votos temporales. Durante la persecución religiosa del 26, redactó las Constituciones de su congregación, y el 8 de septiembre de 1930, fiesta de la Natividad de María, ella y las hermanas elegidas, formularon sus votos perpetuos; su nombre, Natividad, lo cambió por el de Sor María de Jesús Sacramentado.

Desde entonces favoreció la fundación de dieciséis Casas para atender enfermos ancianos y desvalidos. Entre otras en: Mazatlán, la Barca, Santa Anita, en Durango, en Guadalajara, Tepic, Cananea, Mazatlán, Hermosillo, Salvatierra, y los Mochis.

Sor María de Jesús, quien también era mística, sufrió en 1956 una embolia cerebral, de la cual no se recuperó del todo. Pero el 25 de junio de 1959 nuevamente se agravó. El día 29 sufrió un síncope, y Sor María de Jesús murió el día 30 de junio de 1959. Contaba con 91 años de edad. El día 31, fiesta de San Ignacio de Loyola, de quien era gran devota, tuvo verificativo el solemne funeral al que asistieron incontables personas de todas clases sociales.

El 8 de septiembre de 1980 fue introducida su Causa y en mayo de 1989 fue declarada oficialmente Venerable. Beatificada por el Papa Juan Pablo II, en noviembre de 1992, junto con 25 Mártires Mexicanos. Durante la homilía de la Misa de Beatificación, el Papa Juan Pablo II se refirió a la Madre María de Jesús Sacramentado:
… Ella fomentó en su instituto, las Hijas del Sagrado Corazón de Jesús, una espiritualidad fuerte e intrépida, basada en la unión con Dios, en el amor y obediencia a la Iglesia. Con su ejemplo enseñó a sus hermanas religiosas que debían ver en los pobres, los enfermos y los ancianos, la imagen viva de Cristo".
En orden a la Canonización, la Postulación sometió al juicio de la Congregación de los Santos una presunta curación admirable, de Anastasio Ledesma Mora, quien se salvo de un paro cardiaco gracias a su intervención.  Su canonización que tuvo lugar el  21 de Mayo del Año Santo 2000 en el Gran Jubileo de la Encarnación de Jesucristo, durante el día dedicado a México, junto con el grupo de veinticinco Beatos Mártires Mexicanos.

Durante la homilía de la Misa de Canonización, el Papa Juan Pablo II se refirió a la Madre María de Jesús Sacramentado: "Santa María de Jesús Sacramentado Venegas, primera mexicana canonizada, supo permanecer unida a Cristo en su larga existencia terrena y por eso dio frutos abundantes de vida eterna. Su espiritualidad se caracterizó por una singular piedad eucarística, pues es claro que un camino excelente para la unión con el Señor es buscarlo, adorarlo, amarlo en el santísimo misterio de su presencia real en el Sacramento del Altar…Santa María de Jesús Sacramentado es un elocuente testimonio de consagración absoluta al servicio de Dios y de la humanidad doliente". 

El legado de la Madre Nati para la Iglesia de México, es su obra: las "Hijas del Sagrado Corazón de Jesús" con una espiritualidad basada en el amor que cada una de las religiosas debe tener al Sagrado Corazón de Jesús; su carisma, es "servir con caridad a quienes se asemejan más a Jesús sufriente", y su misión específica, atender a los enfermos y necesitados.

Su apostolado se enmarca en el ámbito de la Pastoral de la Salud; concretamente, prestan sus servicios en el Hospital del Sagrado Corazón, en instituciones como la Cruz Roja Mexicana, y en algunos asilos. Su labor se extiende poco a poco, y las casi 200 religiosas que conforman la obra, trabajan también en la animación parroquial y la formación de agentes de Pastoral. En Chiapas cuentan también con la "Casa del Buen Samaritano", donde brindan atención a quienes egresan de los hospitales y necesitan atención delicada.

La congregación se ha esparcido por México, Guatemala, Chile, Honduras y Guinea Conakry, en África Occidental, con un total de 26 comunidades.



Redacción

Cualquiera que lea los relatos de San Lucas y San Juan acerca de los tres hermanos que vivían en Betania, conoce los rasgos esenciales de Marta.

Su casa estaba situada a unos 4 kilómetros de Jerusalén y, siempre que el Hijo del hombre se acercaba a la ruidosa capital durante sus peregrinaciones, acostumbraba hospedarse en la tranquila casa de Betania.

Cristo amaba a aquellos tres hermanos: Lázaro, María y Marta; puesto que con su rectitud, su armonía fraternal y su piedad, vivían los principios que Él predicaba.

María, la hermana menor, según nos narra San Lucas, era una mujer tranquila, amante de escuchar las palabras del divino Maestro; Marta cuidaba la administración del hogar. Estaba acostumbrada al servicio callado que no espera agradecimiento ni recompensa. Sin embargo, ella también hubiera preferido, al igual que María, estar sentada a los pies del Maestro, pendiente de sus palabras, en lugar de trabajar en la cocina y en el sótano. Es comprensible que un día se haya dejado llevar por su temperamento y se haya quejado ante el Salvador por la actitud de su hermana. Nuestro Señor, empero, conocedor de las profundidades del corazón, no le dio totalmente la razón en su respuesta:

“Marta, Marta, una sola cosa es necesaria… María ha escogido la mejor parte” (Sn Lc 10, 41-42).

Marta comprendió muy bien la advertencia. Lo prueba el hecho de que estando su hermano Lázaro enfermo, no confió en los médicos ni en sus medicinas, sino que mandó llamar a Jesús.

El maestro puso a dura prueba su confianza y la de su hermana. Lázaro ya estaba en la tumba cuando él, finalmente llegó a Betania. Marta acudió a su encuentro. A pesar de que sus esperanzas se habían desvanecido por la ausencia del Maestro, pronunció aquella solemne confesión en el poder mesiánico de Cristo: “Yo creo que tú eres el Hijo de Dios” (Sn Jn 11, 27). Esta fe la engrandece y la hace digna de ver uno de los prodigios más espectaculares en la vida de Cristo: la resurrección de un cadáver en plena descomposición.

Otra vez, poco antes de la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén, tuvo Marta la oportunidad de servirle. Durante los días de la Pasión, Marta no se encontraba cerca de Cristo como las otras mujeres piadosas que lo habían seguido desde Galilea. Su lugar estaba en Betania, lejos del Maestro, porque los fariseos atentaban contra la vida de su hermano, el resucitado. Hasta aquí tenemos los datos precisos de los evangelistas.

Las manos de Marta no descansan ni siquiera en la muerte; es la patrona de todas aquellas mujeres que, como ella, pasan su vida junto a la estufa, junto al lavadero y tienen muy poco tiempo para la oración y la meditación; pero comienzan y terminan su jornada en el nombre de Dios, realizando un verdadero servicio a la comunidad, es decir hacen verdadera oración y actos de culto a Dios.
¡Santa Marta, patrona de las amas de casa, ruega por ellas!

“Marta lo hospedó… Era una sirvienta que hospedaba a su Señor; una enferma, al Salvador; una creatura, al Creador. Le dio hospedaje para alimentar corporalmente a Aquel que la había de alimentar con su Espíritu… Que nadie de vosotros diga: “Dichosos los que pudieron hospedar al Señor en su propia casa”. No te sepa mal., no te quejes de haber nacido en un tiempo en que ya no puedes ver al Señor en carne y hueso; esto no te priva de aquel honor, ya que el mismo Señor afirma: “Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis”. 
San Agustín, Sermón 103.



Redacción

Esta activísima mujer tuvo el consuelo de que al morir ya había fundado 66 conventos de su comunidad. Es la fundadora de las Hermanas de la Misericordia.

En un retrato que le fue tomado, la santa aparece con un rostro firmemente perfilado y lleno de energía; sereno y con la alegría de quien espera conseguir nuevos triunfos.

María Josefa nació en 1811 en Abisola, Italia, de una familia pobre. Cuando todavía era muy jovencita, su papá la llamaba “La pequeña capitana”, porque demostraba tener cualidades de líder y ejercía mucha influencia entre sus compañeras.

Un día todas las personas mayores del pueblo dispusieron irse en peregrinación a visitar un santuario de la Virgen, en otra población. Cuando ya los mayores de habían marchado, María Josefa organizó a las niñas de la población y con ellas se fue cantando y rezando, en peregrinación al templo del pueblo. Un joven subió a la torre e hizo repicar a las campanas, y así también los menores tuvieron su fiesta religiosa.

Un par de esposos muy ricos sufrían porque el marido estaba paralizado y no tenía quién le hiciera de enfermera. Averiguaron qué mujer había de absoluta confianza y les recomendaron a Josefa. Y ella atendió con el más esmerado cariño al pobre paralítico durante 8 años. Los esposos en pago de tantas bondades, dispusieron hacerla heredera de sus cuantiosos bienes, pero la joven les dijo que solamente había hecho esto por amor de Dios, y no les recibió nada.

Nuestra joven sentía un gran deseo de dedicarse a llevar una vida de soledad y oración, pero su confesor le dijo que eso no era lo mejor para su temperamento emprendedor. Entonces al saber que el señor obispo de Sanova estaba aterrado al ver que había tantas niñas abandonadas por las calles, sin quién las educara, se le presentó para ofrecerle sus servicios. Al prelado le pareció muy buena su oferta y la encargó de conseguir otras jóvenes que quisieran dedicarse a la educación de niñas abandonadas. Y así en 1837 con ella y varias de sus amigas quedó fundada la congregación de Nuestra Señora de la Merced o de las Misericordias, con el fin de atender a las jóvenes más pobres.

Con unos muebles viejos, una casona casi en ruinas, cuatro colchones de paja extendidos en el suelo, una libras de papas, un crucifijo y un cuadro de la Sma. Virgen, empezaron su nueva comunidad. Y Dios la bendijo tanto, que ya en vida de la fundadora se fundaron 66 casas de la comunidad. Sus biógrafos dicen que María Josefa no hizo milagros de curaciones, pero que obtuvo de Dios el milagro de que su congregación de multiplicara de manera admirable. Cada vez que tenía unos centavos sobrantes en una casa, ya pensaba en fundar otra para las gentes más pobres.

La esposa del paralítico al cual ella había atendido con tanta caridad cuando era joven, le dejó al morir toda su grande herencia y con eso pudo pagar terribles deudas que tenía y fundar nuevas casas.
La Madre Josefa tenía una confianza total en la Divina Providencia, o sea en el amor generoso con el que Dios cuida de nosotros. Y aún en las circunstancias más difíciles no dudaba de que Dios iba a intervenir para ayudarla y así sucedía.

En su escritorio tenía una calavera para recordar continuamente en qué terminan las bellezas y vanidades del mundo.

Durante 40 años fue superiora general, pero aún teniendo tan alto cargo, en cada casa donde llegaba, se dedicaba a ayudar en los oficios más humildes: lavar, barrer, cocinar, atender a los enfermos más repugnantes, etc. Ante tantos trabajos y afanes se enfermó gravemente. El obispo se dio cuenta de que trataba era de cansancio y de exceso de trabajo. La envió a descansar varias semanas, y volvió llena de salud y de energías para seguir trabajando, por el Reino de Dios.

Los misioneros encontraban muchas niñas abandonadas y en graves peligros y las llevaban a la Madre Josefa. Y ella, aun con grandes sacrificios y endeudándose hasta el extremo, las recibía gratuitamente para educarlas.

Su gran deseo era el de poder enviar misioneras a lejanas tierras. Y la ocasión se le presentó en 1875 cuando desde Buenos Aires (Argentina) le rogaron que enviara a sus religiosas a atender a las niñas abandonadas. Y coincidió el envío de sus primeras misioneras con el primer grupo de misioneros salesianos que enviaba San Juan Bosco. Así que ellas en el barco recibieron la bendición y los consejos de este gran santo que estaba en ese día despidiendo a sus primeros misioneros salesianos.
También en América sus religiosas fueron fundando hospitales, casas de refugio y obras de beneficencia.

Sus últimos años padeció muy dolorosas enfermedades que la redujeron a casi total quietud. Y le llegaron escrúpulos o falsos temores de que se iba a condenar. Era una pena más que le permitía Dios para que se santificara más y más. Pero venció estas tentaciones con su gran confianza en Dios y murió diciendo:
Amemos a Jesús. Lo único importante es amar a Dios y salvar le alma”. 
El 7 de diciembre de 1880 pasó a la eternidad. En 1949 fue declarada santa.
Que la Divina Providencia de Dios, envía a su santa Iglesia muchas “capitanas” que, como María Josefa Rosello se dediquen a llenar el mundo de obras de caridad.




Redacción

Pantaleón significa en griego "el que se compadece de todos". Médico nacido en Nikomedia (actual Turquía). Fue decapitado por profesar su fe católica en la persecución del emperador romano Diocleciano, el 27 de julio del 305.

Lo que se sabe de San Pantaleón procede de un antiguo manuscrito del siglo VI que está en el Museo Británico. Pantaleón era hijo de un pagano llamado Eubula y de madre cristiana. Pantaleón era médico. Fue médico del emperador Galerio Maximiano en Nicomedia. Conoció la fe pero se dejó llevar por el mundo pagano en que vivía y sucumbió ante las tentaciones, que debilitan la voluntad y acaban con las virtudes, cayendo en la apostasía.

Un buen cristiano llamado Hermolaos le abrió los ojos, exhortándole a que conociera "la curación proveniente de lo más Alto", le llevó al seno de la Iglesia. A partir de entonces entregó su ciencia al servicio de Cristo, sirviendo a sus pacientes en nombre del Señor.

En el año 303, empezó la persecución de Diocleciano en Nikomedia. Pantaleón regaló todo lo que tenía a los pobres. Algunos médicos por envidia, lo delataron a las autoridades. Fue arrestado junto con Hermolaos y otros dos cristianos. El emperador, que quería salvarlo en secreto, le dijo que apostatara, pero Pantaleón se negó e inmediatamente curó milagrosamente a un paralítico para demostrar la verdad de la fe. Los cuatro fueron condenados a ser decapitados. San Pantaleón murió mártir a la edad de 29 años el 27 de julio del 304. Murió por la fe que un día había negado. Como San Pedro y San Pablo, tuvo la oportunidad de reparar y manifestarle al Señor su amor. Las actas de su martirio nos relatan sobre hechos milagrosos: trataron de matarle de seis maneras diferentes; con fuego, con plomo fundido, ahogándole, tirándole a las fieras, torturándole en la rueda y atravesándole una espada. Con la ayuda del Señor, Pantaleón salió ileso. Luego permitió libremente que lo decapitaran y de sus venas salió leche en vez de sangre y el árbol de olivo donde ocurrió el hecho floreció al instante. Podría ser que estos relatos son una forma simbólica de exaltar la virtud de los mártires, pero en todo caso, lo importante es que Pantaleón derramó su sangre por Cristo y los cristianos lo tomaron como ejemplo de santidad.

En Oriente le tienen gran veneración como mártir y como médico que atendía gratuitamente a los pobres. También fue muy famoso en Occidente desde la antigüedad. Se conservan algunas reliquias de su sangre, en Madrid (España), Constantinopla (Turquía) y Ravello (Italia). Una porción de su sangre se reserva en una ampolla en el altar mayor del Real Monasterio de la Encarnación en Madrid de los Austrias, junto a la Plaza de Oriente, Madrid, España. Fue tomada de otra más grande que se guarda en la Catedral italiana de Ravello. Fue donada al monasterio junto con un trozo de hueso del santo por el virrey de Nápoles. En Madrid lo custodian las religiosas Agustinas Recoletas dedicadas a la oración. Hay constancia de que la reliquia ya estaba en la Encarnación desde su fundación en el año 1616.

La sangre, en estado sólido durante todo el año, se licuefacciona sin intervención humana. Esto ocurre en la víspera del aniversario de su martirio, o sea, cada 26 de julio. El monasterio abre las puertas al público para que todos sean testigos. En algunas ocasiones, la sangre ha tardado en solidificarse para señalar alguna crisis, como ocurrió durante las dos guerras mundiales. Muchas veces se ha intentado explicar el fenómeno mediante mecanismos netamente naturales, como la temperatura o las fases de la luna. Sin embargo, ninguna de las explicaciones ha resultado satisfactoria para la ciencia. La iglesia no se ha definido sobre el milagro. Las hermanas dicen sencillamente que es "un regalo de Dios". Para facilitar la vista del público y evitar el deterioro de la reliquia, en el 1995 las religiosas instalaron monitores de televisión que aumentan diez veces la imagen de la cápsula que contiene la sangre del santo.



Redacción

Desde el siglo II arranca una tradición que atribuye a los nombres de Joaquín y Ana a los padres de la Santísima Virgen María. En el siglo VI, el culto a Santa Ana se introdujo en la Iglesia oriental. En el siglo X pasó a la Iglesia occidental. El culto a San Joaquín  fue más reciente. Las virtudes de estos dos esposos se nos manifiestan por su fruto tal como nos dice el Señor: "Un árbol bueno no puede producir frutos malos… Por sus frutos los conoceréis" (Mt 7, 20). El fruto de estos dos santos fue superior a la ley natural, pues engrandaron para el mundo a la Inmaculada Madre de Dios y Reina de los Ángeles.

Los datos sobre la vida de San Joaquín y de Santa Ana, se nos narran en ciertos libros apócrifos. Algunos de ellos se podrían aceptar como verídicos, ya que presentan una respetable tradición. En la imposibilidad de discernir con certeza cuáles sean estos, reflexionaremos sobre hechos que nos den fe, repasando algo de lo que hacía una buena familia judía con respecto a la educación de sus hijos.

Joaquín y Ana tuvieron mucho que ver en la instrucción de María durante su niñez y su juventud. Nada era más importante para las familias judías que la enseñanza de la Torah, o los cinco primeros libros de la Biblia. La transmisión de los principios religiosos y éticos se fundaba en el mandamiento bíblico: "Ten cuidado y guárdate bien, no vayas a olvidarte de estas cosas que tus ojos han visto ni dejes que se aparten de tu corazón en todos los días de tu vida; enséñalas, por el contrario, a tus hijos y a los hijos de tus hijos" (Deut 4, 9).

En los tiempos bíblicos, los niños recibían su educación práctica y religiosa directamente de sus padres. Después, la sinagoga vino a ser no sólo casa de oración, sino casa de estudios y quizá también para los niños.

Por regla general, las niñas estaban excluidas de aquella educación especial. Su formación práctica la recibían de sus madres, aunque hubo numerosas mujeres judías que adquirieron un alto nivel de conocimientos.

El espíritu de unión de la familia estaba muy desarrollado. Su influencia en la vida pública era grande. Corona de los ancianos eran sus hijos. Al padre que engendraba un hijo insensato, se le consideraba desgraciado para toda la vida.

Las bendiciones de la familia judía, que los padres transmitían a sus hijos, se resumían en el párrafo del Deuteronomio: "Bendito serás en la ciudad y bendito en el campo. Bendito será el fruto de tus entrañas y el producto de tu suelo… Bendito cuando entres y cuando salgas… Yahvé hará de ti un pueblo consagrado a él, como te lo ha jurado, si tú guardas los mandamientos de Yahvé tu Dios y sigues sus caminos" (Dt 28, 3). Y en el Levítico: "Estableceré mi morada en medio de vosotros y no os rechazaré. Me pasearé en medio de vosotros; yo seré para vosotros un Dios y vosotros seréis para mí, un pueblo" (Lv 26, 3).

La liturgia nos habla de San Joaquín y Santa Ana con estas palabras:
Oh bienaventurados esposos, que os esforzasteis en vivir siempre de una manera agradable a Dios y digna de la que tuvo en vosotros su origen. Con vuestra conducta os hicisteis merecedores de ofrecer al mundo la joya de la virginidad, quien, de un modo admirable y excepcional fue siempre Virgen en su mente, en su alma y en su cuerpo".




Redacción

¿Quién no conoce y no acepta como un amigo a este hombre original, con músculos de hierro y espíritu cándido, fiel y sincero, como el alma de un niño? No es de asombrarse que haya sido el santo por excelencia del pueblo durante la Edad Media y que la gente haya peregrinado con fervor a Santiago de Compostela.

Santiago el Mayor no reflexionó mucho cuando el Rabí de Nazaret se acercó a su lancha y le dio la orden decisiva: "Sígueme".

Durante tres años acompañó al Señor, junto con su hermano Juan y su madre Salomé, presenció asombrado los milagros que Jesús realizaba; fue testigo de su transfiguración en el Tabor y escuchó la voz del Padre que salta de las nubes, como antes había escuchado las parábolas y predicaciones de su Maestro. Él amaba al Señor de tal manera, que deseaba ardientemente que cayera fuego del cielo sobre los samaritanos que no quisieron recibirlo; pero su amor no estaba iluminado, como tampoco lo estaba su espíritu.

Santiago, aun cuando lo adoctrinaba el mismo Hijo de Dios, seguía siendo un hombre de buen corazón, iracundo, pero sin falsedad. El salvador los llamó a él y a su hermano, significativamente,”los hijos del trueno”; pero este apodo no era negativo, sino más bien un signo de su afecto hacia ellos. ¡Cuántas veces no escuchamos en el Evangelio: "…Jesús llevó a Pedro, Santiago y Juan consigo…"! Fueron también aquellos tres quienes lo acompañaron al jardín de Getsemaní, la víspera de su Pasión. Querían velar junto con él; pero tampoco en esta ocasión pudieron liberarse de su lastre terreno de debilidad, egoísmo y conceptos materiales. Se durmieron profundamente y por eso los sorprendieron los sucesos de aquella noche en el huerto de los Olivos y luego los martillazo en el Gólgota. Solamente el Espíritu Santo, en la fiesta de Pentecostés, les revelará la trascendencia y universalidad de su misión.

El odio de los judíos en contra de Santiago es la garantía más segura de que él, con el ímpetu ferviente propio de su carácter, haya predicado a Cristo en Judea y Samaria con el valor y éxito apostólico.

En las fiestas pascuales del año 44, Herodes Agripa lo mandó arrestar para darles gusto a los judíos y lo mandó decapitar sin juicio alguno. Según la memoria del pueblo, Santiago se vistió con el traje de peregrino, con el abrigo amplio, el sombrero de concha, el bastón y la bolsa de viaje. Así lo vivió y lo veneró la Edad Media. A nosotros, sin embargo, nos parece que su memoria está unida con el cáliz del Señor: " ¿Podéis beber el cáliz que yo tengo que beber…? " (Sn Mt 20, 22). Santiago fue el primero de los Apóstoles que compartió el cáliz del Señor.

“La misión de la Iglesia comenzó a realizarse precisamente gracias al hecho de que los Apóstoles, llenos del Espíritu Santo recibido en el Cenáculo el día de Pentecostés, obedecieron a Dios antes que a los hombres.
Esta obediencia la pagaron con el sufrimiento, con la sangre, con la muerte. La furia de los jerarcas del Sanedrín de Jerusalén se estrelló con una decisión inquebrantable, la decisión que a Santiago el Mayor le llevó al martirio, cuando Herodes –como nos dicen los Hechos de los Apóstoles—“echó mano a algunos de la Iglesia para maltratarlos. Y dio muerte a Santiago, hermano de Juan, por la espada” (Hech 12, 1).
El fue el primero de los Apóstoles que sufrió el martirio. El apóstol que desde hace siglos es venerado por toda España, Europa y la Iglesia entera, aquí en Compostela.
Santiago era hermano de Juan Evangelista. Y éstos fueron los dos discípulos a quienes –en uno de los diálogos más impresionantes que registra el Evangelio—Jesús hizo aquella famosa pregunta: ¿Podéis beber el cáliz que yo tengo que beber?”, y ellos respondieron: “Podemos”.
Era la palabra de la disponibilidad, de la valentía; una actitud muy propia de los jóvenes, pero no sólo de ellos, sino de todos los cristianos, y en particular de quienes aceptan ser apóstoles del Evangelio. La generosa respuesta de los dos discípulos fue aceptada por Jesús. El les dijo: “Mi cáliz lo beberéis” (Mt 20, 23).
Homilía de Juan Pablo II en Santiago de Compostela, 9 de noviembre de 1982 (extracto).



Redacción

Desde los primeros albores del cristianismo se ha confirmado, repetidamente, que frente a una oleada de barbarie desatada en contra de nuestra santa religión católica, surge incontenible el anhelo de sus hijos más selectos por ofrendar su vida en prenda de su fe. Las tres biografías que aparecen a continuación son un claro ejemplo de tal aseveración. Se trata de tres carmelitas  descalzas del Carmelo de la ciudad de Guadalajara, España, las cuales recorrieron juntas la senda del martirio, por amor a Jesucristo.

Pocos años antes de iniciarse la guerra civil española, en el estado de Jalisco, México, el pueblo había librado una lucha heroica en defensa de su fe católica. Fue llamada “Guerra de los Cristeros” (1926-1929), quienes murieron al fervoroso grito de "¡Viva Cristo Rey!". Sin duda las noticias de los mártires mexicanos infundieron vehementes sentimientos de heroísmo en no pocos sacerdotes y religiosos, particularmente en el alma de las Hermanas María del Pilar, Teresa del Niño de Jesús y María Ángeles de San José, como se verá más adelante. El destino de nuestras tres carmelitas tuvo un único desenlace que las unió en un glorioso martirio común.

Ya desde años atrás la hostilidad al clero y a las órdenes religiosas era patente en toda España. La guerra fue declarada el 18 de julio de 1936 y para el día 22 la ciudad de Guadalajara, España, era blanco de bombardeos despiadados. Las monjas del Carmelo de San José fueron alertadas del inminente asalto al convento por las chusmas enardecidas, que intentaban quemarlo. Vestidas de seglares lo abandonaron de dos en dos, llevando todavía en su boca la Sagrada Forma, pues acababan de comulgar.

Cinco de ellas se refugiaron primero en el sótano de un pequeño hotel; pero el sitio era inseguro, por lo que se trasladaron luego a una pensión. Debido a la falta de espacio donde alojarlas a todas, la tarde del día 24 la hermana Teresa se ofreció a llevar a las Hermanas Ángeles y Pilar al domicilio de una persona amiga. En esta huida, pasaron frente a un auto estacionado lleno de milicianos de ambos sexos. Al reconocer que se trataba de religiosas, una joven de las del grupo militar, muchacha de unos dieciocho años, enardecida gritó a un compañero: "¡Dispárales, que son monjas!". Viendo que el miliciano aludido las dejaba ir sin atacarlas, ella, casi una niña, pero ya endurecida por el odio y el rencor, lo azuzó en tal forma que él reaccionó exclamando: "¡A hacer tortillas  nadie me gana…!" El grupo de militares bajó del coche y siguió a las tres religiosas. Por la calle de Francisco Cuesta frente al número 5, cayó sobre la acera la hermana Ángeles, muriendo al instante, pues un disparo le había atravesado el corazón. Ese mismo corazón que se había estremecido de júbilo al intuir el martirio, la última noche de su vida, como se lo expresó a su priora: "¡Oh, madre nuestra, si tuviésemos la felicidad de ser mártires!" Tenía 31 años.

La hermana Pilar se desplomó malherida unos pasos más allá, cerca de la acera de enfrente. Emulando al beato y mártir mexicano, padre Miguel Agustín Pro, invocaba en su agonía a Dios y exclamaba anhelante: "¡Viva Cristo Rey!". Sus victimarios, ebrios de venganza, descargaron el furor de sus armas sobre su pobre cuerpo inerte y aún le asestaron un cuchillada a guisa de golpe de gracia.
Llegaron unos guardias de asalto mientras la hermana Pilar profería gritos de dolor. Le trasladaron a una farmacia cercana; su estado era tan grave que hubo que llevarla de inmediato a la Cruz Roja, donde con gran dificultad la subieron a la mesa de operaciones. No había nada que hacer, pues estaba hecha pedazos. Tenía el hombro y una rodilla destrozados y los perdigones habían atravesado su vientre y su espalda. Un balazo le había roto la columna vertebral; sus piernas le colgaban inertes, y además tenía al descubierto el riñón, a causa de la puñalada sufrida. ¡Era un Santo Cristo! Clamaba pidiendo de beber. Sin embargo en medio de su extremo sufrimiento, oraba en voz alta suplicando a Nuestro Señor: "… ¡Perdónales, porque no saben lo que hacen!".

En su agonía, Dios le concedió que las almas caritativas que la atendieron fueran como ángeles que mitigaron su dolor. En particular la enfermera, un Hija de la Caridad, digna de ese nombre, quien oró con ella y le dio a besar un crucifijo, y en cuyos brazos murió finalmente la hermana Pilar. Hasta su último instante de vida rogó por sus victimarios. Tenía 58 años de edad, y de ellos había dedicado como religiosa 38 a servir al Señor.

Al ver a sus dos hermanas caer sin vida, la tercera carmelita, Teresa del Niño Jesús, trató de refugiarse en el portal de la casa Nº 1, y después en un hotel cercano, impidiéndoselo la presencia de más milicianos. Uno de ellos, de nombre Palero, pretendió rescatarla de “esos bárbaros” y tomándola del brazo se la llevó rumbo al panteón, a pesar de las protestas de ella. Eran evidentes sus malas intenciones; otros hombres no mejores que él se le agregaron en el camino, y cuando Palero quiso atacarla ella lo rechazó valientemente, llamándolos a todos ellos cobardes y asesinos. Estos, ya junto a las tapias del cementerio, la cercaron y, la querían obligar a lanzar “vivas” al comunismo. La heroica virgen vitoreando a Jesucristo, se desprendió de sus verdugos y corrió hacia delante con los brazos en cruz, mientras proclamaba una y otra vez: " ¡Viva Cristo Rey!".

Iba de espaldas cuando le dispararon varios balazos. Cayó atravesada en la acera, empapada en sangre, mientras sus asesinos buscaban en vano algo de valor en su maletín; viendo que sólo contenía unas estampas deseando el martirio y otras pocas cosas, se retiraron. Un hombre de una funeraria que pasaba por ahí se acercó y vio que estaba con vida, en estado convulsivo. Cerca de media hora más tarde se la encontró muerta, tendida a las puertas del cementerio, todavía chorreando sangre por el corazón. Había cumplido apenas 27 años. Sus ojos estaban cerrados, pero cuando él se inclinó para verla ella los abrió y así se quedó. Su joven rostro tenía la blancura de un lirio.

Siendo aún novicia, la hermana María de los Ángeles escribió en una ocasión sobre una estampa que mostraba al Niño Jesús con tres corderos, la siguiente invocación:
¡Oh, dulcísimo Jesús!, como tres ovejitas fieles, queremos seguirte siempre hasta, si es necesario, dar nuestra vida por ti".

“En la vida y el martirio de Sor María del Pilar de San Francisco Borja, de Sor María de los Ángeles de San José y de Sor Teresa del Niño Jesús, resaltan hoy, ante la Iglesia, unos testimonios que debemos aprovechar:
- el gran valor que tiene el ambiente cristiano de la familia, para la formación y maduración en la fe de sus miembros;
- el tesoro que supone para la Iglesia la vida religiosa contemplativa, que se desarrolla en el seguimiento total del Cristo orante y es un signo preclaro del anuncio de la gloria celestial;
- la herencia que deja a la Iglesia cualquiera de sus hijos que muere por su fe, llevando en sus labios una palabra de perdón y de amor a los que no los comprenden y por eso los persiguen;
- el mensaje de paz y reconciliación de todo martirio cristiano, como semilla de entendimiento mutuo, nunca como siembra de odios ni de rencores;
- y una llamada de heroicidad constante en la vida cristiana, como testimonio valiente de una fe, sin contemporizaciones pusilánimes, ni relativismos equívocos.
La Iglesia honra y venera, a partir de hoy, a estas tres mártires, agradeciéndoles su testimonio y pidiéndoles que intercedan ante el Señor para que nuestra vida siga cada día más los pasos de Cristo, muerto en la Cruz”.
Juan Pablo II, Homilía en la Misa de beatificación,  Roma, 29 de marzo de 1987.



Redacción

Brígida vino al mundo alrededor del año 1303 en el castillo de Finstad, cerca de Upsala, como séptima hija del gobernador Girger y de su esposa Ingebord Sigride. Su familia estaba emparentada con los reyes de Suecia.

Un sermón sobre la Pasión de Cristo la conmovió profundamente cuando apenas tenía nueve años. Pasó la noche entera llorando y tiritando de frío, arrodillada frente a una imagen del Crucificado y creó oír su voz: "Ven y mira, cómo he sido herido". Llena de horror, exclamó ella: "Señor mío, ¿quién te ha hecho esto?". Y entonces recibió la respuesta: "Esto lo han hecho aquellos que me abandonaron y desprecian mi amor".

A pesar de su corta edad de 18 años, en cumplimiento del deseo de su padre se casó con el conde Ulf Gudmarsson. En seguida manifestó la madurez de su formación: administraba el extenso castillo de manera ejemplar, educó concienzudamente a sus cuatro hijos e hijas, en la misma sólida religiosidad que ella había recibido.

Compartía con su esposo Ulf, un caballero sin tacha, su fe viva y sus costumbres severas. Siendo miembros de la Tercera Orden franciscana, rezaban, ayunaban y hacían penitencia juntos. Siempre de acuerdo, construían hospitales y en su mesa les daban de comer a doce pobres. Juntos leían la Biblia en la nueva traducción al sueco de su confesor, Mateo von Linkoping.

Ulf Gudmarsson llegó a ser miembro del Consejo del reino, propietario de minas y de fundiciones, consejero del rey. Brígida también sirvió, durante varios años, como primera dama de la reina Blanca, en la corte real sueca: pero en la misma medida que crecía su fama y su riqueza, más atención prestaban a sus responsabilidades ante los hombres y ante Dios.

Cuando sus hijos no necesitaron de sus cuidados directos, los dos esposos peregrinaron hacia los santuarios más famosos de Europa, como Santiago de Compostela, Colonia, la tumba de Santa María y la de María Magdalena, en Francia.

Al regreso de aquellas peregrinaciones y con el consentimiento de Brígida, Ulf prometió retirarse al monasterio cisterciense de Alvastra. Cumplió su promesa y a su muerte, cuatro años después, fue sepultado con su hábito.

Brígida, en la madurez de su vida, decidió conservar su viudez. No tardó en repartir sus bienes, reservándose lo más indispensable, y se fue a vivir cerca de la tumba de su esposo, en una construcción contigua al monasterio.

Allí, en plena posesión de sus facultades recibió las primeras revelaciones de Cristo, que duraron hasta su muerte. Le fue manifestado el pasado y el futuro de su pueblo; las desgracias que iba a sufrir la Iglesia; tuvo revelaciones sobre la vocación religiosa en general y también sobre el futuro de la Orden fundada por ella en Suecia.

El señor le ordenó ir a Roma, donde vería al Papa y al emperador, para recibir de ellos la aprobación de su Orden. Obedeció sin titubear. ¡Pero en qué estado tan lamentable encontró la Ciudad Eterna! Las manadas de cabras dentro de los templos, el Papa vivía en Aviñón, las familias nobles de los Orsini y de los Colonna luchaban a muerte; los robos y los asesinatos estaban a la orden del día.

Brígida, como todos los habitantes, sufrió terriblemente al contemplar aquellas profanaciones y atrocidades en la cuna del cristianismo, mientras que ella, pobre como una monja, trataba de poner en práctica la regla que el Salvador le había inspirado. Por estas razones, mientras oraba en las tumbas de los Apóstoles y los mártires, Dios le inspiró un acto de enviar al Papa Clemente VI la orden expresa de regresar a Roma. Los mensajes se sucedían unos a otros, pero sin lograr su objetivo.

Otro Sumo Pontífice, el Papa Urbano V, trasladó la sede del gobierno eclesiástico, nuevamente a Roma y bendijo la fundación de la Orden de Santa Brígida. Sin embargo, en medio del dolor de la santa y de los católicos en general, tres años después el Papa regresaba a Aviñón. Ya no pudo Brígida presenciar el regreso definitivo de los Papas a Roma. Una vidente distinta, Catalina de Siena, fue escogida para coronar esta unión.

Durante la gran peste que diezmó la población de Italia, la mujer fuerte del norte ayudó con entereza; sin ningún temor, se introdujo en las barracas marcadas por la muerte. Dios bendijo tanto heroísmo con muchos milagros.

Durante el año jubileo de 1350, se preocupó nuestra santa, sobre todo, de los peregrinos suecos, quienes sin recursos llegaban exhaustos a la basílica de San Pedro.

En la patria lejana, mientras tanto, crecía el convento de Wadstena. La fundadora nunca lo llegó a ver terminado. En la madrugada del 23 de julio de 1337 se despidió de este mundo para pertenecer enteramente a Cristo, con el cual se había comprometido místicamente.

“Gloria a ti, mi Señor Jesucristo, por las burlas que soportaste cuando fuiste revestido de púrpura y coronado con punzantes espinas; cuando aguantaste con una paciencia inagotable, que fuera escupida tu faz gloriosa, que te taparan los ojos y que unas manos brutales golpearan sin piedad tu mejilla y tu cuello”.
Oraciones atribuidas a Santa Brígida.



Redacción

¿Quién era María Magdalena? ¿Era, como lo confirma casi con seguridad la investigación más reciente, aquella María de Magdala de la cual Jesús expulsó siete espíritus malos y la que, como agradecimiento, le siguió en sus peregrinaciones, estuvo al pie de la cruz en el Gólgota y ayudó a sepultar al Señor?

María de Magdala es aquella que, en la mañana del día de Pascua, corrió sola hacia la tumba, la encontró vacía, y fuera de sí por su aflicción, suplicó al supuesto jardinero que le dijera dónde había puesto el cadáver de su Señor… Después, el que había tomado por el jardinero se dio a conocer como Cristo resucitado. Ella misma como tocada por un rayo, cayó a sus pies, para levantarse luego llena de júbilo e ir a anunciar a los Apóstoles el increíble mensaje.

Desde que San Gregorio el Grande declaró que tres de las mujeres que seguían a Jesús, es decir, María de Cleofás, María de Betania, hermana de Lázaro y Marta y aquella otra María, la pecadora pública, eran la misma persona, ni la historia, ni la leyenda, ni la liturgia han podido distinguirlas convenientemente.

En esta forma, María Magdalena quedó como una de las figuras legendarias de la Edad Media, Para nosotros, sin embargo, es aún más, porque llegó a ser testigo y símbolo del increíble amor divino que se inclina piadosamente hacia toda miseria humana.

María Magdalena llegó a ser la discípula más fiel del Salvador, la mujer que cuidaba de Él durante sus peregrinaciones entre el Líbano y el Mar Muerto. Por Él abandonó su casa y su comarca: por Él se separó de amistades y parientes y se unió a los rudos Apóstoles, pescadores del lago de Genesaret, aceptando todas las inclemencias de los viajes, sirviéndolos a todos con verdadera humildad. Así como el Señor se había mostrado magnánimo con ella, su respuesta no se quedó atrás.

Expulsada de su patria por la primera persecución judía de los cristianos, María Magdalena se fue al sur de Francia y vivió, según se dice, en una cueva cerca de Saint Baume, durante treinta años. A decir verdad, esta descripción es evidentemente una leyenda, pero el arte ha aprovechado este motivo.
Aunque posiblemente la penitente no tuvo nada que ver con la histórica María de Magdala, su figura favoreció fuertemente la veneración a Santa María Magdalena en la Edad Media. En el Vézelay francés, cuyos monjes cuidaban de la presunta tumba de la pecadora convertida, se reunieron durante siglos aquellos peregrinos que se dirigían hasta Santiago de Compostela, Roma y Jerusalén; peregrinos que, a menudo, pagaron esas fatigas con su vida.

Aunque se hayan equivocado en la persona, su fe devota en la misericordia divina que perdona, la cual relacionaron con el nombre de María Magdalena, los justifica desde nuestro punto de vista.

 “Deseando encarnarse y entrar en nuestra historia humana, Jesús quiso tener una Madre, María Santísima, y elevó así a la mujer a la cumbre más alta y admirable de la dignidad: Madre de Dios encarnado, Inmaculada, Asunta, y Reina del cielo y de la tierra. ¡Por eso vosotras, mujeres cristianas, debéis anunciar, como María Magdalena y las otras mujeres del Evangelio, debéis testimoniar que Cristo ha resucitado verdaderamente, que Él es nuestro verdadero y único consuelo! Tened, pues, cuidado de vuestra vida interior, reservándoos cada día un pequeño oasis de tiempo para meditar y rezar”.
Juan Pablo II, Alocución a las empleadas del hogar, 29 de abril de 1979.



Redacción

Cesare de Rossi nació en la ciudad de Bríndisi, en el seno de una familia acomodada, el día 21 de julio de 1559. Recibió instrucción superior en el colegio de San Marcos, en Venecia, y entró a la Orden de los capuchinos en Verona a los 16 años, tomando el nombre de Lorenzo. A partir de entonces, estudió en Padua filosofía y teología.

Lorenzo tenía mucha facilidad para los idiomas. Más tarde predicó en alemán, checo, griego, francés, español y hebreo. En los primeros años de su sacerdocio trabajó como misionero y predicador en las ciudades italianas; en 1587 fue guardián de su convento en Venecia; escaló muy pronto los puestos más altos y de mayor responsabilidad entre los capuchinos.

Al fin del siglo XVI, fue enviado por el Papa Clemente VIII a Alemania, Austria y Checoslovaquia, para que estableciera a los capuchinos como un baluarte contra el luteranismo. Fundó los primeros conventos de Viena, Praga y Goritzia.

El emperador Rodolfo lo mandó como embajador a los principados alemanes, para obtener ayuda en contra de los turcos, cuya potencia en el mar había sido debilitada por el triunfo de Lepanto, pero que aún representaban la potencia militar más grande en tierra. Lorenzo formó parte del ejército cristiano en calidad de capellán.

El año de 1601, en la ciudad de Stuhlweissenburg, el predicador supo infundir a los soldados voluntarios cierta confianza en la certeza de su victoria. Así, el pequeño ejército de 18,000 cristianos peleó contra 80,000 paganos. El mismo Lorenzo cabalgó al frente de este ejército sin otra arma que la cruz en sus manos. A pesar de que fue blanco de los disparos de las armas, su hábito no tenía agujeros ni rasgaduras.

Los turcos perdieron 30,000 hombres pero como tenían superioridad numérica lanzaron un contraataque pocos días después y de nuevo fueron derrotados. El honor de aquel doble triunfo le fue atribuido al santo por el general del ejército y por todos los combatientes.

En 1606 Lorenzo fue enviado de nuevo a Alemania, para trabajar por la unidad de los príncipes católicos y por la adhesión de éstos a la “Liga católica”.

El emperador lo envió a Felipe III de España, para convencerlo de que también formara parte de la Liga. Después de haber cumplido satisfactoriamente su misión en España, se le encomendó la doble tarea de nuncio apostólico y enviado a la corte española.

De 1615 a 1616 Lorenzo negoció la paz entre España y Savoya en los asuntos referentes a los mantuanos. Entonces, en Nápoles, le pidieron que fungiera como abogado de la justicia a favor de los oprimidos por Felipe III de España, virrey de Nápoles.

Lorenzo siguió al rey de Lisboa y solucionó con éxito su tarea. Murió allí unos días más tarde, por agotamiento, el 21 de julio de 1619.

El santo fue nombrado “doctor de la Iglesia”: Sus obras, en la mayoría sermones en latín, se caracterizan por su estrecho contacto con las Sagradas Escrituras.

 “La palabra de Dios es luz para el entendimiento, fuego para la voluntad a fin de que el hombre pueda conocer y amar a Dios… Es como un martillo que doblega la dureza del corazón obstinado en el vicio, y como una espada que da muerte a todo pecado, en nuestra lucha contra la carne, el mundo y el demonio”.
San Lorenzo de Bríndisi, Sermón cuaresmal 2.




Debido al aumento de casos positivos por Covid-19 en nuestro estado, las autoridades de salud han decidido implementar nuevamente el semáforo rojo para la entidad, y dado que la mayor concentración de casos confirmados se encuentran en los municipios de Zacatecas, Guadalupe, Calera y Fresnillo se requiere que las medidas de mitigación sean más restrictivas en estas zonas.


Después de una reunión de los sacerdotes del decanato Sagrada Familia, al que pertenece nuestra parroquia del Perpetuo Socorro, han determinado continuar con la celebración de la Eucaristía de forma presencial, sin embargo, se pide seguir de manera obligatoria las medidas para evitar el contagio, como son:

- Uso OBLIGATORIO del cubrebocas
- Sanitización de calzado y manos al ingresar al templo
- Respetar una distancia de 2 mts aún tratándose de miembros de la misma familia
- Hacer el lavado de manos cuando regreses a casa
- No pueden asistir niños menores de 11 años.
- Si presentas síntomas de enfermedad respiratoria, o eres población en riesgo, quédate en casa y sigue la transmisión de la Eucaristía por facebook.

De lunes a sábado las celebración es a las 9:00 am y a las 6:00 pm (transmitidas en facebook)

El domingo, a las 7:00 am , 9:00 am y 11:00 am (transmitida por facebook)
                             1:00 pm 6:00 pm y 8:00 pm (transmitida por facebook)





Redacción

San Apolinar fue el primer obispo de Ravena y él único mártir de dicha ciudad cuyo nombre se conoce. Según las actas de su martirio, Apolinar nació en Antioquía, donde fue discípulo de San Pedro, quien luego lo nombró obispo de Ravena. El santo además fue uno de los mártires más famosos en la Iglesia primitiva, y la gran veneración que se le profesaba es el mejor testimonio de su santidad y espíritu apostólico.

Debido a las muchas conversiones que logró en su ciudad natal, el santo fue desterrado por las autoridades; entonces San Apolinar fue a predicar a Bolonia, pero de nuevo tuvo que partir al exilio y durante la travesía, naufragó en las costas de Dalmacia, donde fue maltratado por predicar el Evangelio.

Apolinar volvió tres veces a su sede, y otras tantas fue capturado, torturado y desterrado nuevamente.

Vespasiano publicó un decreto por el que condenaba al destierro a todos los cristianos; San Apolinar consiguió esconderse algún tiempo, pero fue descubierto por el pueblo quien lo golpeó hasta dejarlo muerto. San Pedro Crisólogo, el más ilustre de los sucesores del santo, lo calificó de mártir, y añadió que Dios preservó la vida de Apolinar durante largo tiempo para bien de su iglesia, y no permitió que los perseguidores le quitasen la vida.



Redacción

Estas dos santas fueron dos hermanas que nacieron en Sevilla, en el seno de una familia muy modesta pero de firmes costumbres y sólida fe cristiana. En aquella época España era dominada por los romanos, y con ellos, la idolatría y la corrupción.

Mientras tanto las dos hermanas se conservaban en santidad y pureza de costumbres, empleando todo su cuidado en conocer el Evangelio, en su propia santificación y en beneficio de sus prójimos. Todos los años celebraban los idólatras fiestas en honor de Venus, recordando la tristeza de ésta en la muerte de su adorado Adonis. Las mujeres recorrían las calles de la ciudad llevando al ídolo en sus hombros, importunaban a todos y les pedían una cuantiosa limosna para la festividad. Al llegar a la casa de Justa y Rufina, les exigieron adorar al ídolo; las dos santas se negaron y las mujeres, enfadadas, dejaron caer el ídolo rompiendo muchas vasijas. Las santas, horrorizadas por ver en su casa un ídolo, cogieron el ídolo y lo hicieron pedazos, provocando la ira de los idólatras que se lanzaron contra ellas.

Diogeniano, prefecto de Sevilla, las hizo prisioneras, las interrogó y las amenazó con crueles tormentos si persistían en la religión cristiana, a la vez que les ofrecía grandes recompensas y beneficios, si idolatraban a los ídolos. Las santas se opusieron con gran valor a las inicuas propuestas del prefecto, afirmando que ellas sólo adoraban a Jesucristo. El prefecto mandó que las torturasen con garfios de hierro y en el potro, creyendo que cederían ante los tormentos, pero ellas soportaban todo con alegría y sus ánimos se fortalecían a la vez que crecían las torturas. Mandó entonces a encerrarlas en una lóbrega cárcel y que allí las atormentasen lentamente con hambre y con sed. Pero la divina Providencia les socorría y sustentaba con gozos inefables, según las necesidades del momento, provocando el desconcierto de los carceleros. Luego, el prefecto quiso agotarlas obligándoles a seguirle descalzas en un viaje que él iba a hacer a Sierra Morena; sin embargo, aquel camino pedregoso era para ellas como de rosas. Volvieron a meterlas en la cárcel hasta que murieran. Santa Justa, sumamente debilitada, entregó serenamente su espíritu, recibiendo las dos coronas, de virgen y de mártir. El prefecto mandó lanzar el cuerpo de la virgen en un pozo, pero el obispo Sabino logró rescatarlo.

El Prefecto creyó que, estando sola, sería más fácil doblegar a Rufina. Pero al no conseguir nada, mandó llevarla al anfiteatro y echarle un león furioso para que la despedazase. El león se acercó a Rufina y se contentó con blandir la cola y lamerle los vestidos como un corderillo. Enfurecido el Prefecto, mandó degollarla. Asi Rufina entregó su alma a Dios. Era el año 287. Se quemó el cadáver para sustraerlo a la veneración, pero el obispo Sabino recogió las cenizas y las sepultó junto a los restos de su hermana. Su culto se extendió pronto por toda la iglesia. Famoso y antiquísimo es el templo de Santa Justa en Toledo, el primero de los mozárabes.



Redacción

Arsenio significa: fuerte, valeroso, valiente.

San Arsenio fue uno de los monjes más famosos de la antigüedad. Sus dichos o refranes fueron enormemente estimados. Las gentes hacían viajes de semanas y meses con tal de ir a consultarle y oír sus consejos.

Cuando el emperador Teodosio el Grande buscaba un buen profesor para sus dos hijos, el Papa San Dámaso recomendó a Arsenio, que era un senador sumamente sabio y muy práctico en los consejos que sabía dar. Y así durante diez años estuvo en el palacio imperial tratando de educar a los dos hijos del emperador, Arcadio y Honorio. Pero se dio cuenta de que el uno era demasiado atrevido y el otro demasiado apocado, y desilusionado de ese fracaso como educador de los dos futuros emperadores, dispuso dedicarse a otra labor que le fuera de mayor utilidad para su santificación y salvación.

Y estando un día orando, en medio de una gran crisis espiritual, mientras le pedía a Dios que le iluminara lo que debía hacer para santificarse, oyó una voz que le decía: “Apártese del trato con la gente, y váyase a la soledad”. Entonces dispuso irse al desierto a orar y a hacer penitencia con los demás monjes de esa soledad.

Cuando llegó al monasterio del desierto, los monjes, sabiendo que había estado viviendo tanto tiempo como senador y como alto empleado del Palacio imperial, dispusieron ponerle algunas pruebas para saber si en verdad era apto para esa vida de humillación y mortificación. El superior lo recibió fríamente, y al llegar al comedor, no lo hizo sentar en la mesa sino que lo dejó de pie, junto a la mesa.

Luego en vez de darle un plato con comida, le lanzó una tajada de pan al piso, y le dijo secamente: “Si quiere comer algo, recoja eso”. Arsenio se inclinó humildemente, recogió la tajada de pan y se sentó en el suelo a comer. El superior, al observar este comportamiento admirable, lo consideró lo suficientemente humilde como para ser recibido de monje y lo aceptó en el monasterio, diciendo a los demás religiosos: “Este será un buen hermano”.

Arsenio había pasado toda su vida en el alto gobierno y en lujosos palacios, tratando con gente de mundo, y conservaba algunas costumbres mundanas que los otros monjes no hallaban  como corregírselas, porque le tenían mucho respeto. Entonces dispusieron corregirlo indirectamente, y poco a poco. Así por ejemplo, él acostumbraba montar la pierna, mientras estaba rezando en la capilla. Y los demás para quitarle la tal costumbre, le dijeron a un monje joven que mientras rezaban tuviera la pierna montada, y que ellos le llamarían la atención por eso. Y así lo hicieron, regañado fuertemente al joven por esta actitud, Arsenio entendió muy bien la lección y se corrigió.

San Arsenio se hizo famoso por sus penitencias extraordinarias. Un día llegó un alto empleado del imperio a llevarle un documento en el cual se le comunicaba que un senador riquísimo le dejaba en herencia todas sus grandes riquezas, y que se fuera a reclamarlas. El santo exclamó:
Antes de que él muriera en su cuerpo, yo morí en mis ambiciones y avaricias. No quiero riquezas mundanas que me impidan adquirir las riquezas del cielo”. 
Y renunció a todo esto en favor de los pobres.

Con frecuencia pasaba toda la noche en oración. Los sábados al anochecer empezaba a rezar de rodillas con los brazos en cruz y permanecía así hasta que caía por el suelo desmayado. Tenía 40 años cuando abandonó el palacio imperial donde tenía todas las comodidades, para irse a un tremendo desierto, donde todo faltaba. Durante los 40 hasta los 95 años estuvo orando, ayunando y haciendo penitencias en el desierto, por la conversión de los pecadores, la extensión de la religión y el perdón de sus propios pecados.

Como hombre de mundo y de política que había sido, sentía una gran inclinación a tratar con la gente y a charlar con los demás, y en cambio hacía todo lo posible por retirarse del trato con todos, y vivir en la más completa soledad. Cuando un día el superior le llamó la atención porque no se prestaba a quedarse a charlar con las numerosísimas personas que iban a consultarle, le respondió: “Dios sabe que los quiero con toda mi alma y que gozo inmensamente charlando con ellos, pero como penitencia tengo que abstenerme lo más posible de las charlatanerías. El Señor me ha dicho que si quiero santificarme tengo que hacer la mortificación de apartarme del trato con las gentes”.

En verdad que a cada persona la lleva Dios a la santidad por caminos diversos. A unos los hace santos haciendo que se dediquen totalmente a tratar con los demás para salvarlos, y a otros les ha pedido que con el sacrificio de no tratar tanto con la gente, le ganen también almas para el cielo.

Por muchos siglos han sido enormemente estimados los dichos o frases breves que San Arsenio acostumbraba decir a las gentes. Desde remotas tierras iban viajeros ansiosos de escuchar sus enseñanzas que eran cortas pero sumamente provechosas. Recordemos algunos de sus dichos: “Muchas veces he tenido que arrepentirme de haber hablado. Pero nunca me he arrepentido de haber guardado silencio”. “Siempre he sentido temor a presentarme al juicio de Dios, porque soy un pecador”.

El religioso debe preguntarse frecuentemente: “¿Para qué abandoné el mundo y me hice religioso? Y responderse: Me hice religioso porque quiero santificarme y salvar mi alma. Si esto no lo consigo, he perdido totalmente mi tiempo”. (Esta frase ha conmovido a muchos santos. Por ej. San Bernardo la tenía escrita así en su habitación: “Bernardo: ¿a qué viniste a la vida religiosa? –Quiero salvar mi alma y santificarme”).

San Arsenio pedía consejos espirituales a monjes que eran muchísimo más ignorantes que él. Le preguntaron por qué lo hacía y respondió:
Yo sé idiomas, literatura, filosofía y política, pero en lo espiritual soy un analfabeta. En cambio estos religiosos que no hicieron estudios especiales, son unos especialistas en espiritualidad y de ello saben mucho más que yo”.
Un religioso le preguntó por qué lo sabios del mundo que conocen tantas ciencias y han leído muchos libros son tan ignorantes en lo que se refiere a la santidad, y en cambio tanta gente ignorante progresa tan admirablemente en lo espiritual, y el santo respondió: “Es que la ciencia infla y llena de orgullo, y en un corazón orgulloso Dios no hace obras de arte en santidad. En cambio los humildes conocen su debilidad, su ignorancia, y su insuficiencia, y ponen toda su confianza en Dios, y en ellos sí hace prodigios de santificación Nuestro Señor”.

Arsenio era muy conocido por su presencia venerable. Alto, flaco, bien parecido, con una barba larguísima y muy blanca, su hermosa figura descollaba majestuosamente entre los demás monjes. Y su santidad superaba a la de los demás compañeros. Las gentes lo veneraban inmensamente y sus consejos han sido apreciados por muchos siglos. Que Arsenio ruegue por nosotros y nos consiga una santidad como la suya.




Redacción

El pequeño y modesto convento que parecía agazapado en el frondoso bosque de Compiègne, rodeando al castillo, no tenía nada que ver con el esplendor y la pompa de la corte real, entregada a la francachela y a las diversiones a costa de un país explotado. Solamente de lejos oían las monjas, que trabajaban y rezaban detrás de las rejas de su rigurosa clausura, el sonido de las trompas de caza y las voces del placer desenfrenado de las rondas; pero, a pesar de eso, ellas fueron arrastradas en la caída de aquella corte, como si hubieran sido cómplices de sus violaciones.

En el mes de agosto el año 1790 aparecieron por primera vez en el portón del convento los hombres de la Revolución; entraron a la fuerza y pidieron a las monjas, asustadas, en el nombre de los “derechos humanos”, que abandonaran aquella “tumba de su libertad”, porque afuera las llamaba el mundo. Pero ninguna de ellas abandonó la clausura.

Dos años después golpearon de nuevo las culatas de fusil contra la puerta. A viva fuerza se echó a las carmelitas a la calle y se declaró su convento propiedad de la nación. Privadas de la bendición de la comunidad, encontraron refugio en casas de familias que todavía no habían quitado el crucifijo de la pared.

Mientras tanto, en el cercano París bailaba la plebe alrededor del patíbulo y cantaba el impetuoso estribillo de la Marsellesa, al ritmo del cuchillo que caía. El rey y la reina, condes y sacerdotes, culpables e inocentes, fueron llevados por cientos a la guillotina. Viendo esta miseria, tomó una decisión heroica la superiora de las monjas sin convento y ofreció a Dios su propia vida en sacrificio, si él devolvía la paz a la Iglesia de Francia. Ella formuló un acto de consagración por escrito, como un contrato con el Padre todopoderoso, y todas sus hijas lo firmaron.

Dios aceptó su sacrificio. El 22 de junio de 1974 fueron arrestadas y el 13 de julio las trasladaron a la prisión de París para los reos del Estado. A pesar de su debilidad por un viaje de tres días con las manos atadas, no estaban por ningún motivo desanimadas. Los muros que nada más habían escuchado maldiciones y gritos hasta entonces, se estremecieron con sus cánticos religiosos. Cuatro días después se reunió la corte de justicia, que condenó a muerte a las dieciséis carmelitas.

Apenas tuvieron tiempo de decir las oraciones para prepararse a bien morir, cuando se oyó en el patio el traqueteo de la carreta que las conduciría al cadalso. Viajaron hasta la barrera de Vincennes, donde esperaba el patíbulo. Más de una hora duró el viaje, porque la plebe marchaba junto a ellas. De repente cesaron las carcajadas y los gritos.

Desde la carreta se escuchó una voz, que se elevaba hasta el cielo, clara y poderosa por encima de las otras: “Salve Regina”: Las condenadas a muerte cantaban sus cánticos cotidianos del convento, como si estuvieran todavía en casa, en el pequeño claustro junto al parque de Compiègne, despreocupadas por la cercana fatalidad. Ante tal valor, hasta la escoria de las callejuelas de los suburbios tuvo respeto. En profundo silencio pudieron terminar de cantar su oración las monjas, el “Miserere”, el “Te Deum”. Ya para entonces habían llegado al lugar del suplicio.

Una monja tras otra se arrodillaba por última vez ante la priora, le pedía su bendición y subía después, sin titubear, las escaleras del patíbulo, mientras que las otras entonaban el “Veni Creator”, hasta que, en el último lugar, la priora ponía la cabeza sobre el tronco, bajo la cuchilla.

Dios no defraudó la confianza de aquellas almas magnánimas, dispuestas al sacrificio. Por la noche del 17 de julio de 1794 ya habían muerto, la más joven de veintitrés años, la mayor de ochenta. Pero todavía no había terminado el mes, cuando cayó también la cabeza de Robespierre. Con él, terminó el régimen de terror de los jacobinos. San Pío X beatificó solemnemente a las carmelitas de Compiègne.




Redacción

La sagrada Escritura celebra las bellezas del Carmelo, donde el profeta Elías defendió la pureza de la fe de Israel en el Dios vivo (1Reyes 18, 19).

En el siglo XII, cuando los cruzados llegaron a Tierra Santa, se dice que encontraron una colonia de ermitaños viviendo en el monte Carmelo. Habían sido reunidos en comunidades por el patriarca de Jerusalén, quien les dio una regla de vida aprobada formalmente por el Papa Honorio III, en 1226.

Cuando Palestina cayó en manos de los mahometanos, muchos de los ermitaños huyeron a Europa y se adaptaron al nuevo ambiente. La Orden se dedicaba a la vida contemplativa, bajo el patrocinio de la Virgen María. Al lado de la orden primitiva, hay otras congregaciones que se inspiran también en la espiritualidad del Carmelo y se dedican a la vez a la vida activa.

De aquí proviene la célebre advocación mariana, conocida con el nombre de Virgen del Carmelo o Nuestra Señora del Carmen.

La fiesta fue aprobada en 1587 por el Papa Sixto V para la Orden de los carmelitas y luego se extendió a la Iglesia universal. En Hispanoamérica el culto a la Virgen del Carmen está muy difundido, debido principalmente al celo apostólico que mostraron los carmelitas en la evangelización de estas naciones.

El escapulario en honor de la Virgen es una de las devociones preferidas.

“La Iglesia, con la evangelización, engendra nuevos hijos. Ese proceso que consiste en “transformar desde dentro”, en “renovar a la misma humanidad” (E.N. 18) es un verdadero volver a nacer. En ese parto, que siempre se reitera, María es nuestra Madre. Ella, gloriosa en el cielo, actúa en la tierra. Participando del señorío de Cristo resucitado, “con su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan” (L.G. 62); su gran cuidado es que los cristianos tengan vida abundante y lleguen a la madurez de la plenitud de Cristo”.
D. P., n. 288.



Redacción

Sixto V honró a San Buenaventura con el título de “doctor seráfico”, porque sus obras -diez gruesos volúmenes en folio- resumen y rebozan de un fervoroso amor de Dios y de un sincero afecto para con el hombre.

Buenaventura, llamado Juan en el bautismo, era hijo de un médico, apellidado Fidanza y de una piadosa matrona, de nombre Ritela. Nació en Balneoregio, pequeña población de Toscana, en Italia, por el año de 1217. En la niñez se salvó de una muerte inminente por la intercesión de San Francisco.

En la juventud se distinguió por la agudeza de su ingenio y por la pureza de costumbres. La familia lo envió a estudiar en la Universidad de París, en donde tuvo por maestro a Alejandro de Hales, quien por amor a Cristo, renunció a todo bienestar terreno para hacerse franciscano.

El ejemplo de éste y otros maestros que también habían ingresado en la humilde familia de Francisco de Asís, conmovió a nuestro joven, quien, a su vez, resolvió vestir el sayal franciscano (1243) para vivir el ideal seráfico de la oración.

Esta fue la vocación de Buenaventura: la de saber convertir todas las ocupaciones, desde las más sencillas hasta las más elevadas, en oración. En aquellos tiempos florecían los alquimistas que pretendían descubrir la piedra filosofal, a cuyo contacto todo debería convertirse en otro. También Buenaventura quiso descubrir una piedra filosofal, no material, sino espiritual, a cuyo toque todo se transmutara en oro celestial, es decir, en gracia  y amor de Dios y del prójimo. Orientó sus estudios a descubrir esa piedra preciosa y pudo comprobar que ella era la oración total y gradual: total porque ha de abrazar la vida entera: pensamiento, corazón, actividad; y gradual, porque ha de ir elevando poco a poco al cristiano hasta arrobarlo en Dios, levantando a la vez al prójimo a más nobles niveles.

Buenaventura encontró grandes dificultades para realizar su programa de oración: algunos maestros de la Universidad de París lo desconocieron, como desconocieron también a Santo Tomás de Aquino, su contemporáneo. Hubo de intervenir el Papa, y finalmente, la Universidad recibió a Tomás y a Buenaventura como sus legítimos doctores.

Otros maestros universitarios emprendieron un ataque frontal contra las Órdenes mendicantes, a las que calificaban de suicidas, por obligar a sus miembros a una pobreza, según ellos, mortal. Buenaventura y Tomás defendieron magistralmente sus respectivas órdenes, que victoriosamente presentaron como escuelas auténticas de generosidad y apostolado sin límites.

Entre tanto, los franciscanos celebraron Capítulo general y eligieron a Buenaventura como superior de toda la Orden. Esta había decaído tanto después de su vehemente iniciación. El nuevo general se aplicó a renovarla y volverla a su fervor primitivo, por la práctica sincera, honda y decidida de la oración total y gradual. Dio a su Orden nuevas constituciones, escribió una nueva vida de San Francisco, a quien supo presentar como “un hombre hecho oración”. Compuso sabios libros y opúsculos para guiar a todos sus hermanos por el camino de la oración, que se proyecta en amor de Dios y del hombre.

En 1273 el Papa lo elevó al rango de cardenal y, a él y a otros cardenales, les encomendó la concertación del II Concilio de Lyon, Francia, entre cuyos objetivos estaba el de unir la Iglesia latina con la griega.

Buenaventura se consagró de lleno a tan noble tarea, sin dejar un punto la oración y haciendo de la misma el instrumento de gracia para logar las nobles finalidades del Concilio; pero su físico no pudo resistir un ritmo tan intenso de trabajo, y murió durante la celebración del mismo, el 14 de julio de ese año de 1274, legándonos el ejemplo de su existencia y su obra teológica, como un testimonio incontrovertible de consagración a la vida de oración.

Con razón, como ya vimos, Sixto V lo proclamó doctor seráfico.

“El presbítero es un hombre de Dios. Sólo puede ser profeta en la medida en que haya hecho la experiencia del Dios vivo. Sólo esta experiencia lo hará portador de una palabra poderosa para transformar la vida personal y social de los hombres de acuerdo con el designio del Padre”. D.P., n.



Redacción

La vida de Camilo constituye un claro ejemplo de la manera como Dios sabe transformar, con la ayuda humana, una existencia destinada al fracaso en una auténtica floración de virtudes. Eso era Camilo: un joven vagabundo encarcelado y encadenado por el vicio del juego.

Durante cinco años luchó con la armada de Venecia contra los turcos, pero la inflamación de una pierna lo convirtió en un inválido. Para no morirse de hambre aceptó, a los 25 años de edad, un trabajo como arriero de asnos en la construcción del convento de los capuchinos en Manfredonia, al sur de Italia.

El día de la Candelaria de 1575, se repitió en él la escena bíblica del hijo pródigo. Gracias a las exhortaciones del padre guardián, Camilo, de rodillas, hizo confesión de sus culpas y pidió ser admitido como novicio en la Orden. Por su enfermedad en la pierna no pudieron aceptarlo; pero lo ayudaron para que encontrara un puesto, como enfermero, en el Hospital Santiago, en Roma.

Viendo el pésimo trato que los enfermeros, verdaderos mercenarios, daban a los enfermos, San Camilo se propuso atenderlos mejor con el cariño de una madre. Dios le inspiró la idea de ver y tratar a cada enfermo y moribundo como al mismo Cristo.

Camilo, con su espíritu dinámico de  soldado, se lanzó a la aventura de Cristo, y el año 1585 alquiló una casa desde donde él y cinco compañeros salían diariamente a asistir a los enfermos y moribundos, en el barrio humilde de Trastévere.

Convencido íntimamente de que la ayuda más importante debía ser la espiritual, Camilo empezó los estudios teológicos y logró, asistido en su camino por los santos Roberto Belarmino y Felipe Neri, ser admitido para la ordenación sacerdotal cuando ya contaba 34 años.

El Papa Gregorio XIV, reconoció su congregación, “Siervos de los enfermos”, como una Orden con votos solemnes: los tres tradicionales y además el cuarto, la ayuda a los enfermos infecciosos y graves. El cumplir con ese voto era heroico. Casi todas las ciudades italianas fueron, durante aquel tiempo, diezmadas por la peste. La muerte segó las vidas de 223 hermanos de la congregación en estas epidemias, solamente durante la vida del santo.

Camilo ayudó a vencer las epidemias por la estricta limpieza en sus hospitales, por la separación de los contaminados y una excelente cooperación con los médicos.

Acercándose el fin de su vida, fundó aún la fraternidad de seglares ayudantes: “María, salud de los enfermos”. También la devoción a María durante el mes de mayo fue promovida por su iniciativa.

Convencido de que la enfermedad tiene valores profundos para la maduración cristiana y para la salvación de los prójimos, dijo una vez:
Si entre nosotros ya no hubiera pobres ni enfermos, deberíamos viajar hasta el último rincón de la tierra para encontrarlos; tanto nos hacen falta".
Murió el 14 de julio de 1614, en Roma. Al canonizarlo el Papa Benedicto XIV, en 1746, dijo: "Su vida es una nueva escuela de amor". El Papa Pío XI lo declaró “patrono del cuidado de los enfermos”.


“…Uno de estos discípulos, dispuesto a recoger y vivir de manera heroica el ejemplo del Señor, fue precisamente San Camilo de Lelis. Después de haber experimentado largamente en su propio cuerpo y en el espíritu “las señales de Cristo” (cfr. Gál 6, 17), por divina inspiración, decidió formar, como dijo Benedicto XIV, “una nueva escuela de caridad” instituyendo la Orden de la Familia de los Camilos, hoy presentes en muchas partes del mundo. 
Un contemporáneo de San Camilo de Lelis nos informa de que el santo, junto al enfermo, participaba hasta tal punto de su condición, “que adoraba al enfermo como a la persona del Señor…”
…Sabemos, sin embargo –y vosotros lo experimentáis con especial realismo--, que las fuerzas humanas no son suficientes por sí solas para hacer frente a tareas tan altas y comprometidas. Es necesaria la oración, verdadera medicina del cuerpo y del espíritu, canal y puente de nuestra esperanza.
Alocución del Santo Padre en el Hospital de San Camilo, Roma, 3 de julio de 1983.



Redacción

Una de las causas de la miseria del mundo es el hecho de que faltan hombres capaces y responsables como políticos y gobernantes. El mismo Señor afirma en el Evangelio de San Juan, que él solo es el Buen Pastor y que de los demás hombres no se puede esperar mucho. En San Mateo 20, 25, Cristo dice que los gobernantes de este mundo esclavizan a sus pueblos y los grandes los dominan como dictadores.

Sin embargo, no han faltado nunca reyes y gobernantes en la historia que trataron de servir al bien común del pueblo. Hombres que han administrado el poder con responsabilidad, es decir, con la conciencia de que tienen que dar una respuesta sobre el tiempo de su gobierno, al que es “Rey de reyes”.

La Iglesia honra como santos al emperador Enrique de Alemania y a su esposa Cunegunda. Con razón la emperatriz ha sido también canonizada. Es una verdad bien probada que las esposas de los gobernantes influyen decisivamente para el bien o para el mal.

Enrique fue educado por el santo obispo Wolfgang de Regensburgo, que logró abrir su mente a los problemas del mundo y de la Iglesia católica. Comprendió y apoyó la reforma que emprendió el obispo en contra de los clérigos y frailes que trataban de enriquecerse. 

En el año 1002, Enrique de Bavaria fue elegido el rey de Alemania. En sus 20 años de gobierno su meta principal fue la de crear una paz duradera en el interior, actuando en contra de gobernantes y príncipes que explotaban a los campesinos. A la vez prestó su ayuda a la Iglesia para la restauración de los conventos benedictinos y la colocación de obispos dignos y misioneros.

Casi todos los años se celebraron sínodos nacionales, a los cuales él mismo asistía, como persona consagrada. El Papa Benedicto VIII había puesto sobre las cabezas de Enrique y Cunegunda, personalmente, las coronas de un reino y rezado la liturgia medieval de la consagración de reyes. Innumerables fueron los donativos materiales que regalaron los cristianos reyes a instituciones eclesiásticas, particularmente a la diócesis misionera de Bamberg, creada por el emperador.

Enrique y Cunegunda no tenían hijos, probablemente por una enfermedad renal del rey, de la cual estuvo sufriendo desde el principio de su gobierno. Ambos declararon, en documentos que se conservan, que Cristo debía ser su heredero. La fidelidad del rey a la Iglesia fue recompensada por una visita personal del Papa Benedicto VIII, durante las fiestas pascuales del año 1020, para la consagración de la nueva abadía benedictina en San Esteban, en Bamberg.

El Papa Eugenio III canonizó al emperador Enrique en 1146. El motivo  principal de la inscripción, en el registro de los santos reconocidos, era la piedad personal del rey, su humildad y sus penitencias unidas a una vida matrimonial ejemplar.

Después de la muerte del rey, Cunegunda entró como sencilla religiosa en la abadía benedictina de Kaufungen, construida por ella misma.

En la preciosa catedral de Bamberg, regalo de estos santos esposos, descansan sus restos mortales. El Papa Inocencio III declaró santa a Cunegunda en 1200. En el calendario litúrgico de Alemania se ordenó que los dos esposos deben ser celebrados juntos.

"A los laicos pertenece por propia vocación buscar el Reino de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales. Viven en el siglo, es decir, en todas y cada una de las actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios a cumplir su propio cometido, guiándose por el espíritu evangélico de modo que, igual que la levadura, contribuyan desde dentro a la santificación del mundo y de este modo descubran a Cristo en los demás, brillando, ante todo, con el testimonio de su vida, fe, esperanza y caridad". L.G., n. 31.

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