Redacción
Cuando algún viajero maneja su automóvil con calma fuera de las autopistas de la Europa Central y pasa sobre alguno de los puentes antiguos del siglo pasado, muchas veces encuentra grabada la figura del santo prelado de Praga, que murió mártir por obedecer más a Dios que a los hombres.
Juan nació en el pueblo de Pomuk, en Bohemia, en 1350, como hijo de un juez. A los 20 años lo encontramos clérigo en Praga, ya con el título de “notario del tribunal eclesiástico”. Por sus conocimientos teológicos y jurídicos recibió diferentes cargos y honores, hasta llegar a la dignidad de vicario general del arzobispo de Praga en 1389.
Durante los tiempos libres de su delicado cargo se entregó completamente a los cuidados pastorales de la gente humilde. Conocido por su estilo sencillo de vida, tenía un amor especial a los marginados por el poder civil. El rey Wenceslao, la corte y muchos nobles, cometían contra ellos innumerables abusos de poder, robos y violencias.
El arzobispo de Praga, Juan de Jenstein, lanzó la excomunión a principios de 1393 contra los culpables. Esto hizo estallar la cólera del rey Wenceslao a tal grado que todos los prelados de la curia, junto con el arzobispo, tuvieron que huir al convento de los agustinos, en Raudnitz. Amenazados de muerte si no volvían a Praga, fueron recibidos con insultos y burlas por el iracundo rey. La sed de venganza se lanzó por fin sobre uno: Juan Nepomuceno. Fue detenido y torturado por el mismo rey, que quemó sus costados con antorchas encendidas.
Ya moribundo y atadas sus piernas a la cabeza, fue lanzado del puente de Praga al río Moldavia. La fecha probable del crimen fue el 16 de mayo de 1393.
Como causa principal del asesinato se suponía que nuestro santo, que era confesor de la reina y administrador de sus limosnas, no quiso revelar el secreto de la confesión. Otros autores piensan que soportó tales tormentos para proteger al arzobispo y a sus hermanos sacerdotes. La Iglesia honra su heroico sacrificio, como un anticipo glorioso de la actitud de otros ministros de Dios que tendrían que sucumbir ante el poder civil.
En la moderna Checoslovaquia sufren desde 1948, los obispos, sacerdotes y religiosos, discriminación, persecución y hasta tortura por aquello de: “hay que obedecer más a Dios que a los hombres”.
“¡Qué tesoro de gracia, de vida verdadera e irradiación espiritual no tendría la Iglesia si cada sacerdote se mostrase solícito en no faltar nunca, por negligencia o pretextos varios, a la cita con los fieles en el confesionario, y fuera todavía más solícito en no ir sin preparación o sin las indispensables cualidades humanas y las condiciones espirituales y pastorales!
A este propósito debo recordar con devota admiración las figuras de extraordinarios apóstoles del confesionario, como San Juan Nepomuceno, San Juan María Vianney, San José Cafasso y San Leopoldo de Castelnovo, citando a los más conocidos que la Iglesia ha inscrito en el catálogo de sus santos. Pero yo deseo rendir homenaje también a la innumerable multitud de confesores santos y casi siempre anónimos, a los que se debe la salvación de tantas almas ayudadas por ellos en su conversión, en la lucha contra el pecado y las tentaciones, en el progreso espiritual, y en definitiva, en la santificación. No dudo en decir que incluso los grandes santos canonizados han salido generalmente de aquellos confesionarios; y con los santos, el patrimonio espiritual de la Iglesia y el mismo florecimiento de una civilización impregnada de espíritu cristiano. Honor, pues, a este silencioso ejército de hermanos nuestros que han servido bien y sirven cada día a la causa de la reconciliación mediante el ministerio de la Penitencia sacramental”.
R. P. n., 29.
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