San Isidro Labrador - 15 de mayo



Redacción

Isidro nació en España, cerca de la ciudad de Madrid. Con su santidad y su heroísmo salió del oscuro anonimato que rodea a los humildes hombres del campo. Sencillo labrador, trabajó la tierra de sol a sol durante toda su vida y murió en la pobreza.

Una leyenda nos narra que Isidro, muy temprano, solía ir a Misa antes de comenzar a arar la tierra y que, mientras tanto, llegaban los ángeles para suplirlo en su labor hasta que terminaba la Eucaristía. Es ciertamente una bella leyenda; sin embargo, deja en evidencia que el trabajo del campo, entonces como ahora, está regido por la sentencia bíblica: “Comerás el pan con el sudor de tu frente hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella fuiste sacado”.

El campesino de hoy sabe perfectamente lo que significa esta dependencia y el tener que entregar la ganancia de la ardua labor en manos extrañas. Isidro tuvo que soportar la dureza de este ambiente como peón del conde Juan de Vergara; sólo sabía de sus triples deberes, que fueron callar, trabajar y obedecer. Las tierras de su amo estaban cerca de Madrid, en aquel altiplano pedregoso, sin sombra, árido, quemado por un sol canicular y que en el transcurso de algunos años puede rebajar al ser más activo y convertirlo en una bestia de trabajo. Sabiendo que el cumplimiento fiel a las obligaciones es parte del servicio a Dios, Isidro sirvió a Dios desde el amanecer hasta bien entrada la noche; con todo, logró evitar que su corazón se endureciera en el quehacer cotidiano de las obligaciones. Arando, sembrando y cosechando, sus pensamientos se elevaron con las alondras al cielo, hasta el trono de Dios.

Los teólogos modernos llaman a esto “ejercicio de la presencia de Dios”; afirman que el alma, con un poco de práctica, logra dirigir la atención simultáneamente a dos cosas diferentes; el trabajo diario y el pensamiento en Dios presente en todas las cosas. Isidro, como criado español, aprendió este arte y lo ejerció de manera muy particular.

No por eso abandonó sus obligaciones ni su familia. El contacto directo con Dios le dio a Isidro, que nunca había visitado escuela alguna, aquella apacible serenidad de carácter con la que todo le parecía noble y hermoso. Lo que no pudo saber por los libros, lo aprendió gracias a su vida de oración. Toda su vida fue una unión con el amor de Dios. Labraba la tierra y vivía en suma pobreza como todo siervo, pero no se daba por enterado.

Poseedor del amor de Dios, se creía rico hasta el despilfarro. Por eso cualquier pobre o vagabundo encontraba lugar en su casa de piedra, bajo las moras, y en la que también los pájaros y los animales del bosque recibían su parte. Una vida así no puede terminar con un tono falso; se extinguió apaciblemente a la edad de 60 años, el 15 de mayo de 1130. Isidro tiene su tumba en la iglesia de San Andrés, en Madrid, y ha sido venerado a través de los siglos por todos los pueblos del orbe cristiano.



“La tierra es un don de Dios, confiado al hombre desde el principio., Es un don de Dios, dado por un creador amante, como medio de sustentar la vida que Él ha creado. Pero la tierra no sólo es don de Dios; es también una responsabilidad del hombre.

El hombre, creado él mismo del polvo de la tierra (Gén 3, 7) fue constituido como su dueño y señor (Gén 1, 26). En orden a producir fruto, la tierra iba a depender del genio y la maestría, del sudor y del trabajo de la gente a la que Dios se la iba a confiar. Así fue el deseo de Dios que el alimento que iba a mantener la vida en la tierra fuese a la vez lo “que es fruto de la tierra y del trabajo del hombre”.

A todos los que sois granjeros y a todos los que os halláis asociados a la producción agrícola os quiero decir esto: la Iglesia tiene en alta estima vuestro trabajo. Cristo mismo mostró su estima por la vida agrícola al descubrirnos a Dios, su Padre, como “viñador” (Jn 15, 1).

Vosotros cooperáis con el Creador, el “viñador”, al conservar y nutrir la vida. Vosotros cumplís el mandamiento dado por Dios al principio: “Henchid la tierra y sometedla” (Gén 1, 28)”.

 Juan Pablo II en Des Moines, EE. UU., 4 de octubre de 1979.

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