mayo 2020
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Redacción

Esta fiesta fue primeramente observada por los Frailes Menores en el siglo XIII y se extendió al mundo occidental desde el año de 1389. En el Oriente no se celebra, excepto entre los católicos melkitas, maronitas y entre los cristianos de la India.

Al mismo tiempo que el ángel Gabriel anunció a María la encarnación del Hijo de Dios, le dio la noticia de que su parienta Isabel, estéril y de edad avanzada, tenía en su vientre hacía seis meses un hijo destinado a ser el Precursor del Mesías. María, llena de gracia, animada por el Espíritu Santo, partió sin dilación a visitarla. Llegó a una ciudad de las montañas de Judea. Generalmente se sostiene que es la actual Aín-Karem. Entrando María en casa de Zacarías, esposo de Isabel, saludó a ésta. Y sucedió que el niño que Isabel llevaba en sus entrañas, saltó de gozo e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó:

"Bendita tú entre todas las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. ¿Quién soy yo para que la madre de mi Señor venga a verme? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno. Dichosa tú que has creído, porque se cumplirá cuanto te fue anunciado de parte del Señor".

María, para responderle, pronunció el sublime canto del “Magníficat” que tenemos en el Evangelio y que debemos mirar como el triunfo de la humildad.

María reconoció, en primer lugar, los dones singulares que le fueron concedidos; pero mencionó también los beneficios comunes que Dios, su Salvador, derramaría sobre la humildad. Ella sabía que aquel mismo al que reconocía como eterno Autor de la salvación había de nacer de su carne, engendrado en el tiempo, y habría de ser una misma y única persona su verdadero Hijo y Señor.

No se atribuye María nada a sus méritos, sino que toda su grandeza la refiere a la libre donación de Aquel que es por esencia poderoso y grande y que tiene por norma levantar a sus fieles de su pequeñez y debilidad para hacerlos grandes y fuertes.

Muy acertadamente añade: "Su nombre es santo", para que los que entonces la oían y todos a los que habían de llegar sus palabras comprendieran que la fe y el recurso a este nombre habían de procurarles una participación en la santidad eterna y en la verdadera salvación.

En la Iglesia se introdujo la hermosa y saludable costumbre de cantar diariamente este cántico de María en la salmodia de alabanza vespertina, ya que así el recuerdo frecuente de la Encarnación del Señor inflama la devoción de los fieles, y la meditación repetida de los ejemplos de la Madre de Dios los afirma en la solidez de la virtud.

"El misterio de la Visitación es un misterio de gozo, Juan el Bautista salta de alegría en el seno de Santa Isabel; ésta, llena de alegría por el don de la maternidad, prorrumpe en bendiciones al Señor; María eleva el Magníficat, un himno todo desbordante de la alegría mesiánica.

Pero ¿cuál es la misteriosa fuente oculta de esta alegría? Es Jesús, a quien María ha concebido por obra del Espíritu Santo, y que comienza ya a derrotar lo que es la raíz del miedo, de la angustia, de la tristeza: el pecado, la esclavitud más humillante para el hombre…

¡Causa de nuestra alegría, ruega por nosotros! Enséñanos a saber recoger, en la fe, la paradoja de la alegría cristiana, que nace y florece del dolor, de la renuncia, de la unión con tu Hijo crucificado: haz que nuestra alegría siempre sea auténtica y plena, para poderla comunicar a todos".

Juan Pablo II, Alocución, 31 de mayo de 1979.



Redacción

Fernando significa: “valeroso para obtener la paz” (Fer, significa: paz, Nando: valeroso). San Fernando es quizás el rey más santo que ha tenido España.

Era hijo del rey Alfonso IX y primo hermano del rey San Luis de Francia. Fue un verdadero modelo de gobernante, de creyente, de padre, de esposo y de amigo. Emprendió la construcción de la bellísima catedral de Burgos y de varias catedrales más y fue el fundador de la famosa Universidad de Salamanca.

San Fernando protegió mucho a las comunidades religiosas y se esforzó porque los soldados de su ejército fueran instruidos lo mejor posible en la religión católica. Instauró el castellano como idioma oficial de la nación y se esmeró porque en su corte se le diera importancia a la música y al buen hablar literario (Su hijo el rey Alfonso el Sabio, será un gran literato y declarará que su saber se lo debe en gran parte al interés que su padre tenía porque su instrucción fuera la mejor posible).

El rey Fernando se rodeó de doce varones sabios para que lo aconsejaran en todo, y uno de ellos fue el Arzobispo de Toledo, al cual nombró gobernador de Castilla. Era un hombre de palabra y cumplía lo prometido aunque le costara muchos sacrificios. Sus mismos adversarios sabían que él cumplía siempre los pactos que hacía. Las guerras que hizo tuvieron por fin librar a España de la esclavitud en la que la tenían los moros, y el lograr propagar la religión católica por todo el territorio de la patria.

En una época en la que había mucha relajación de costumbres, el rey Fernando llevó una vida de tal santidad y buen  comportamiento, que sus hijos, sus empleados y hasta sus mismos enemigos reconocían que su vida era un continuo buen ejemplo para todos. Por eso cuando se supo la noticia de su muerte, se veía la multitud llorando por las calles, y hasta a los mismos guerreros se les sentía sollozar de pesar.

Los historiadores de ese tiempo declararon: “Nada semejante en santidad se había visto jamás en los reyes de nuestra patria”. Y uno de sus biógrafos lo llamaba: “El santo y bienaventurado rey Don Fernando”.

Como todos los santos fue mortificado y penitente, y su mayor penitencia consistió en tener que sufrir 24 años en guerra incesante por defender la patria de los enemigos que querían esclavizarla y quitarle la santa religión católica. Los sufrimientos de la continua vida en campos de batallas constituyeron para él un verdadero martirio, sufrido por Dios y la patria. La guerra la hacía por defender la religión.

De su primera esposa, Beatriz, tuvo siete hijos varones y una hija. Cuando murió su primera esposa, él se volvió a casar y en su segundo matrimonio tuvo otros cinco hijos. Y a todos se esmeró por darles la más esmerada educación y una muy buena formación religiosa. Uno de sus hijos nos dejó un altísimo elogio de su buen padre y entre otras cualidades cuenta las siguientes:

El santo era muy buen deportista, hábil jinete, ágil cazador y buen jugador de ajedrez. Amaba mucho la música y era buen cantor, pues tenía una hermosa voz. Apoyaba mucho los conjuntos musicales y él mismo compuso canciones a la Virgen María. En su charla era muy ameno, y apoyaba mucho a los artistas, especialmente en la construcción de hermosas catedrales.

Antes de contraer su primer matrimonio pasó una noche entera rezando, pidiendo a Nuestro Señor que bendijera su nuevo hogar.

Reprimía fuertemente a las herejías, para que no lograra regañar al pueblo y no les quitaran la verdadera fe a los sencillos.

En sus cartas se declaraba: “Caballero de Jesucristo, Siervo de la Virgen Santísima, y Alférez del Apóstol Santiago (Sus guerreros decían que en algunas batallas que dirigía San Fernando les parecía sentir por los aires al Apóstol Santiago protegiéndolos).

El Papa Gregorio Nono, lo llamó: “Atleta de Cristo”, y el Pontífice Inocencio IV le dio el título de “Campeón invicto de Jesucristo”.

A quienes le preguntaban por qué pasaba noches sin dormir, rezando, el les respondía: “Me quedo sin dormir para que Dios los bendiga de tal manera a Uds. que puedan dormir tranquilos”.

Propagaba por todas partes la devoción a la Sma. Virgen y en las batallas llevaba siempre junto a él una imagen de Nuestra Señora. Y le hacía construir capillas en acción de gracias, después de sus inmensas victorias. Este gran  guerrero logró libertar de la esclavitud de los moros a Ubeda, Córdoba, Murcia, Jaén, Cádiz y Sevilla. Para agradecer a Dios tan grandes victorias levantó la hermosa catedral de Burgos y convirtió en templo católico la mezquita de los moros en Sevilla.

Aborrecía las murmuraciones y las malas conversaciones, y repetía: “Le tengo más horror a la lengua murmuradora que a un ejército de moros”.

La muerte de San Fernando es una de las más conmovedoras de la historia. Sintiendo llegada su última hora se hizo acostar en el suelo sobre un poco de ceniza como penitencia por sus pecados. Se hizo colocar una soga al cuello como si fuera criminal. De rodillas pidió perdón a todos por cualquier mal ejemplo que les hubiera dado. A sus hijos les fue dando santos consejos en señal de la fe que ardía en su alma, y en éxtasis, entre dulces plegarias, fue entregando su espíritu a Dios.

Sobre su tumba escribieron este bello epitafio: “Aquí yace el muy honrado Rey Fernando que conquistó y libertó a toda España. Fue el más leal, el más franco, el más humilde, el más respetuoso hacia Dios, el más servicial con los demás, y el que siempre supo honrar y pagar muy bien a sus amigos”.

San Fernando, rey simpático y valeroso: pídele a Dios que nos conceda muchos gobernantes con cualidades tan grandes y maravillosas como las que te concedió a ti. 



Redacción

En el siglo VII Inglaterra había llegado a ser la principal nación cristiana de Europa. Ya desde el siglo II el catolicismo se difundía en la Britania por medio de los soldados romanos. Más tarde Irlanda y Escocia conocieron el Evangelio por los santos misioneros, como San Patricio. En Inglaterra la evangelización sufrió un tremendo retraso por las continuas invasiones de los pueblos paganos en el siglo V.

El Papa Gregorio VII logró la definitiva consolidación de la fe católica por medio del fraile benedictino Agustín, enviado directamente desde Roma.

El año 597, Agustín y otros cuarenta frailes desembarcaron en Inglaterra. Así empezó la gran misión en una tierra adversa y hostil.

El mismo Papa le había dado a Agustín un consejo importante para el éxito de la obra misional: no destruir los santuarios paganos; respetar sus costumbres y ritos; purificar las tradiciones ya existentes y atraer, con paciencia, a los paganos a la vida sobrenatural con la riqueza de signos, lugares y cánticos de la liturgia católica.

El rey Etelberto de Kent recibió a los frailes con benevolencia y, después de algunos meses, él aceptó la fe cristiana. Poco a poco se logró la evangelización de toda isla, superando las muchas dificultades que presentaban los ingleses, aferrados a sus costumbres. Agustín escogió como sede del arzobispo la ciudad de Canterbury.

Nuestro santo tiene el gran mérito de haber promovido una conversión sólida de este pueblo a la fe de Cristo y haber consolidado la unión con la Sede apostólica.

Los frailes benedictinos promovieron una verdadera primavera monástica en la Inglaterra del siglo VII. Celosos misioneros, como los frailes Willibrot y Bonifacio, las religiosas Edith y Lioba, surgieron de aquel movimiento y cooperaron después en la evangelización de Europa Central.

Siete años después de su llegada a Inglaterra, murió San Agustín, en el año 604. La iglesia conmemora su memoria el 27 de mayo. Canterbury conserva hasta nuestros días la dignidad de sede del primado de Inglaterra.

"Él, para mostrar que el mundo se convierte no por la sabiduría humana, sino por el poder de Dios, eligió como predicadores suyos, para enviarlos al mundo, a unos hombres iletrados; esto es lo que hace también ahora, ya que en Inglaterra ha manifestado su poder valiéndose de unos débiles instrumentos". 
Cartas de San Gregorio Magno 9, 36.

"La separación de la patria que Dios exige a veces a los hombres elegidos, aceptada por la fe en su promesa, es siempre una misteriosa y fecunda condición para el desarrollo y el crecimiento del Pueblo de Dios en la tierra. El Señor dijo a Abraham: “Salte de tu tierra, de tu parentela, de la casa de tu padre, para la tierra que yo te indicaré; yo te haré un gran pueblo, te bendeciré y engrandeceré tu nombre, que será una bendición” (Gen 12, 1).

Durante la visión nocturna que San Pablo tuvo  en Tróade en el Asia Menor, un varón macedonio, por lo tanto un habitante del continente europeo, se presentó ante él y le suplicó que se dirigiera a su país para anunciarles la Palabra de Dios: “Pasa a Macedonia y ayúdanos” (Hech 16, 9) Sl. Ap., n. 8.


Redacción

Felipe pasó su juventud en Florencia, ciudad que en aquel tiempo recibía la influencia de la piedad mística de un Fray Angélico y del humanismo secular del Renacimiento. Un tío suyo, comerciante en Roma, le propuso que aprendiera contabilidad y dirigiera, más tarde, la administración del negocio.

Pero un día Felipe regaló a los pobres todo lo que había ganado y renunció definitivamente a la futura herencia para peregrinar a Roma, donde visitó las catacumbas y los lugares que los cristianos de los primeros siglos habían regado con su sangre, como el Coliseo y el Circo Máximo, y donde descubrió, con entusiasmo, los tesoros espirituales de la Ciudad Eterna de los mártires.

La “comunión de los santos” era para él una hermosa realidad y, por eso, procuraba estar siempre junto al pueblo sencillo. A los niños y a los enfermos los entretenía con insuperable maestría. Cantaba con ellos y les hablaba de la Buena Nueva con amenidad y gracia. Supo adaptarse a la mentalidad de todos y siempre fue portador de una profunda alegría cristiana.

Desde 1546, reunió a algunos seglares que tomaron el nombre de “Hermanos  de la Santísima Trinidad”. El Año Santo de 1550 representó para él continuo servicio a favor de peregrinos y enfermos.

Animado por prelados importantes de la Curia romana, Felipe inició los estudios filosóficos y teológicos y fue ordenado a los 36 años. Se convirtió entonces en un verdadero apóstol de la ciudad de Roma.

Cuatro actividades ayudaron a convertir el centro del Renacimiento en una Roma santa: en primer lugar su incansable servicio prudente y bondadoso en el confesionario, algunas veces hasta doce horas al día. En segundo lugar, su piadosa costumbre de visitar en peregrinación las siete iglesias principales de Roma. Él mismo, con la cruz a cuestas, realizaba el recorrido seguido por centenares y a veces millares de fieles. En tercer lugar  su catequesis personal y sus consejos pastorales a hombres de todos los círculos sociales, incluyendo cardenales y hombres santos y sabios, como San Ignacio, San Carlos Borromeo y San Camilo de Lelis. De aquel apostolado personal surgió “el Oratorio” con sede en la “iglesia nueva”. Por último, demostró un amor especial por los jóvenes. Durante sus 60 años de trabajo en Roma siempre tuvo tiempo para ellos. Famoso es un dicho suyo:
"Me pueden molestar en lo que quieran, hasta pueden partir leña sobre mis espaldas. Lo importante  es que no pequen". 

Durante su vida  pudo contemplar la coronación, el pontificado y la muerte de 14 Sumos Pontífices.

No faltaron las calumnias y la evidencia clerical en su contra. Tuvo momentos difíciles cuando le prohibieron las confesiones y las peregrinaciones. Todos los que lo conocían a fondo, lo llamaron “Felipe el bueno”.

A los 80 años de edad entregó su alma al Señor, el 26 de mayo de 1595, en la fiesta de Corpus Christi.



"Así pues, hermanos, estad alegres en el Señor, no en el mundo, es decir: alegraos en la verdad, no en la iniquidad; alegraos en la esperanza de la eternidad, no en la flor pasajera de la vanidad. Esa debe ser vuestra alegría; y en cualquier lugar en que estéis y todo tiempo que aquí estéis, el Señor está cerca; no os inquietéis por cosa alguna".

San Agustín, Sermón 171, 1-3, 5.



Redacción

En el siglo XI, el Cuerpo místico de Cristo, su Iglesia, sufría tan profundas heridas que parecían incurables. Eran, ante todo, males del clero.

El alto clero

Obispos y abades, tenían muchas veces, unidos a su dignidad jerárquica, otros oficios y dignidades de parte de los reyes, convirtiéndose así en nobles con poderes civiles. Por este motivo, los reyes se habían adjudicado el derecho de influir sobre la elección de los obispos y prelados, o simplemente los escogían y obligaban al Papa a aceptarlos.

En el bajo clero, y en general en toda la Iglesia, también se había difundido otro tremendo mal: la venta de oficios y beneficios eclesiásticos por dinero. Así no fueron los más dignos los que ocuparan los puestos importantes para aceptar la grey de Cristo, sino al contrario, muchos indignos, como lo demostraron por su vida secular y viciosa.

En esta forma invadió a la Iglesia el concubinato: sacerdotes  que vivían públicamente, en contra de sus votos, con mujeres e hijos. El Papa que tuvo que luchar contra todas estas dificultades y logró restaurar la libertad e integridad de la Iglesia de aquel siglo fue Gregorio VII.

Una gran influencia ejerció sobre el joven sacerdote Hildebrando la famosa abadía de Cluny, en Francia, donde aquellos santos abades, Odo y Hugo, pusieron la semilla para la reforma total de la Iglesia en la Edad Media. El Papa León IX se llevó al joven sacerdote a Roma y, con su apoyo y el de los siguientes Sumos Pontífices, llegó a los puestos más influyentes de la Curia romana de entonces.

Al morir el Papa Alejandro II, en 1073, Hildebrando tenía que dirigir como archidiácono los funerales pontificios y preparar la elección del nuevo Papa. Espontáneamente, el pueblo, el clero y por fin los cardenales, lo aclamaron como nuevo Papa.

Ya en 1074 Gregorio VII, como quiso llamarse, prohibió absolutamente la investidura de obispos y abades por parte de los seglares y amenazó con la excomunión a los desobedientes. El rey alemán Enrique IV no hizo caso y nombró arzobispo de Milán a un sujeto de su benevolencia en contra del arzobispo ya nombrado y consagrado por el Papa.

La excomunión no se hizo esperar contra el rey y los obispos rebeldes, y fue en la famosa escena de Canossa cuando el rey obtuvo la absolución tras rigurosa penitencia pública frente al palacio papal. Durante sus últimos cinco años de vida tuvo que luchar de nuevo el Pontífice contra el clero-papismo y contra la división dentro de la misma Iglesia.

Gregorio VII se vio obligado a huir de Roma, asaltada por el rey Enrique IV, quien impuso un antipapa. Casi abandonado por todos, murió en Salerno, el 25 de mayo de 1087.

En 1606 el Papa Pablo V lo declaró santo. El Papa San Pío X hizo embellecer su tumba en la catedral de Salerno con aquellas palabras históricas del Pontífice tan duramente probado:
Amé la justicia y odié la iniquidad, por eso muero en el destierro”.
(Salmo 44, 7).


“Y sobre todo el amor es más grande que el pecado, que la debilidad, que la “vanidad de la creación”, más fuerte que la muerte; es amor siempre dispuesto a aliviar y a perdonar, siempre dispuesto a ir al encuentro del hijo pródigo, siempre a la búsqueda de la “manifestación de los hijos de Dios”, que están llamados a la gloria. Esta revelación del amor y de la misericordia tiene en la historia del hombre una forma y un nombre: se llama Jesucristo”.
R. H., n. 8.



Redacción

Historia de la devoción a María Auxiliadora en la Iglesia antingua

Los cristianos de la Iglesia de la antigüedad en Grecia, Egipto, Antioquía, Efeso, Alejandría y Atenas acostumbraban llamar a la Santísima Virgen con el nombre de Auxiliadora, que en su idioma, el griego, se dice con la palabra “Boetéia”, que significa “La que trae auxilios venidos del cielo”.

Ya San Juan Crisóstomo, arzobispo de Constantinopla nacido en 345, la llama “Auxilio potentísimo” de los seguidores de Cristo. Los dos títulos que más se leen en los antiguos monumentos de Oriente (Grecia, Turquía, Egipto) son: Madre de Dios y Auxiliadora. (Teotocos y Boetéia). En el año 476 el gran orador Proclo decía: “La Madre de Dios es nuestra Auxiliadora porque nos trae auxilios de lo alto”. San Sabas de Cesarea en el año 532 llama a la Virgen “Auxiliadora de los que sufren” y narra el hecho de un enfermo gravísimo que llevado junto a una imagen de Nuestra Señora recuperó la salud y que aquella imagen de “Auxiliadora de los enfermos” se volvió sumamente popular entre la gente de su siglo. El gran poeta griego Romano Melone, año 518, llama a María “Auxiliadora de los que rezan, exterminio de los malos espíritus y ayuda de los que somos débiles” e insiste en que recemos para que Ella sea también “Auxiliadora de los que gobiernan” y así cumplamos lo que dijo Cristo: “Dad al gobernante lo que es del gobernante” y lo que dijo Jeremías: “Orad por la nación donde estáis viviendo, porque su bien será vuestro bien”.

En las iglesias de las naciones de Asia Menor la fiesta de María Auxiliadora se celebra el 1º de octubre, desde antes del año mil (en Europa y América se celebra el 24 de mayo). San Sofronio, Arzobispo de Jerusalén dijo en el año 560: María es Auxiliadora de los que están en la tierra y la alegría de los que ya están en el cielo”. San Juan Damasceno, famoso predicador, año 749, es el primero en propagar esta jaculatoria “María Auxiliadora rogad por nosotros”. Y repite: La Virgen es auxiliadora para conseguir la salvación. Auxiliadora para evitar los peligros, Auxiliadora en la hora de la muerte”. San Germán, Arzobispo de Constantinopla, año 733 dijo en un sermón: “Oh María Tú eres Poderosa Auxiliadora de los pobres, valiente Auxiliadora contra los enemigos de la fe. Auxiliadora de los ejércitos para que defiendan la patria. Auxiliadora de los gobernantes para que nos consigan el bienestar, Auxiliadora del pueblo humilde que necesita de tu ayuda”.

La batalla de Lepanto

En el siglo XVI, los mahometanos estaban invadiendo a Europa. En ese tiempo no había la tolerancia de unas religiones para con las otras. Y ellos a donde llegaban imponían a la fuerza su religión y destruían todo lo que fuera cristiano. Cada año invadían territorios de los católicos, llenando de muerte y de destrucción todo lo que ocupaban y ya estaban amenazando con invadir a la misma Roma.

Fue entonces cuando el Sumo Pontífice Pío V, gran devoto de la Virgen María convocó a los Príncipes Católicos para que salieran a defender a sus colegas de religión. Pronto se formó un buen ejército y se fueron en busca del enemigo. El 7 de octubre de 1572, se encontraron los dos ejércitos en un sitio llamado el Golfo de Lepanto. Los mahometanos tenían 282 barcos y 88,000 soldados. Los cristianos eran inferiores en número. Antes de empezar la batalla, los soldados cristianos se confesaron, oyeron la Santa Misa, comulgaron, rezaron el Rosario y entonaron un canto a la Madre de Dios. Terminados estos actos se lanzaron como un huracán en busca del ejército contrario.

Al principio la batalla era desfavorable para los cristianos, pues el viento corría en dirección opuesta a la que ellos llevaban, y detenían sus barcos que eran todos barcos de vela o sea movidos por el viento. Pero luego -de manera admirable- el viento cambió de rumbo, batió fuertemente las velas de los barcos del ejército cristiano, y los empujó con fuerza contra las naves enemigas. Entonces los soldados cristianos dieron una carga tremenda y en poco rato derrotaron por completo a sus adversarios.

Es de notar, que mientras la batalla se llevaba a cabo, el Papa Pío V, con una gran multitud de fieles recorría las calles de Roma rezando el Santo Rosario. En agradecimiento de tan espléndida victoria San Pío V mandó que en adelante cada año se celebrara el siete de octubre, la fiesta del Santo Rosario, y que  en las letanías se rezara siempre esta oración: MARÍA AUXILIO DE LOS CRISITANOS, RUEGA POR NOSOTROS.

El Papa y Napoleón

El siglo pasado sucedió un hecho bien lastimoso: El emperador Napoleón llevado por la ambición y el orgullo se atrevió a poner prisionero al Sumo Pontífice, el Papa Pío VII. Varios años llevaba en prisión el Vicario de Cristo y no se veían esperanzas de obtener su libertad, pues el emperador era el más poderoso gobernante de ese entonces. Hasta los reyes temblaban en su presencia, y su ejército era siempre el vencedor en las batallas. El Sumo Pontífice  hizo entonces una promesa: “Oh Madre de Dios, si me libras de esta indigna prisión, te honraré decretándote una nueva fiesta en la Iglesia Católica”. Y muy pronto vino lo inesperado.

Napoleón que había dicho: “Las excomuniones del Papa no son capaces de quitar el fusil de la mano de mis soldados”, vio con desilusión que, en los friísimos campos de Rusia, a donde había ido a batallar, el frío helaba las manos de sus soldados, y el fusil se les iba cayendo, y él que había ido deslumbrante, con su famoso ejército, volvió humillado con unos pocos y maltrechos hombres. Y al volver se encontró con que sus adversarios le habían preparado un fuerte ejército, el cual lo atacó y le proporcionó una total derrota. Fue luego expulsado de su país y el que antes se atrevió a aprisionar al Papa, se vio obligado a pagar en triste prisión el resto de su vida. El Papa pudo entonces volver a su sede pontificia y el 24 de mayo de 1814 regresó triunfante a la ciudad de Roma. En memoria de este noble favor de la Virgen María, Pío VII decretó que en adelante cada 24 de mayo se celebra en Roma la fiesta de María Auxiliadora en acción de gracias a la madre de Dios.

San Juan Bosco y María Auxiliadora

El 9 de junio de 1868, se consagró en Turín, Italia, la Basílica de María Auxiliadora. La historia de esta Basílica es una cadena de favores de la Madre de Dios. Su constructor fue San Juan Bosco, humilde campesino nacido el 16 de agosto de 1815, de padres muy pobres. A los tres años quedó huérfano de padre. Para poder ir al colegio tuvo que andar de casa en casa pidiendo limosna. La Sma. Virgen se le había apareció en sueños mandándole que adquiriera “ciencia y paciencia”, porque Dios lo destinaba para educar a muchos niños pobres. Nuevamente se le apareció la Virgen y le pidió que le construyera un templo y que la invocara con el título de Auxiliadora.

Empezó la obra del templo con tres monedas de veinte centavos. Pero fueron tantos los milagros que María Auxiliadora empezó a hacer a favor de sus devotos, que en sólo cuatro años estuvo terminada la gran Basílica. El santo solía repetir: “Cada ladrillo de este templo corresponde a un milagro de la Santísima Virgen”. Desde aquel santuario empezó a extenderse por el mundo la devoción a la Madre de Dios bajo el título de Auxiliadora, y son tantos los favores que Nuestra Señora concede a quienes la invocan con ese título, que ésta devoción ha llegado a ser una de las más populares.

San Juan Bosco decía: “Propagad la devoción a María Auxiliadora y veréis lo que son milagros”  y recomendaba repetir muchas veces esta pequeña oración: “María Auxiliadora, rogad por nosotros”. El decía que los que dicen muchas veces esta jaculatoria consiguen grandes favores del cielo.




Redacción

Nació en 1698, en un pueblecito cerca de Génova (Italia). Cuando tenía diez años, fueron a su pueblo dos esposos muy piadosos a veranear y al ver lo piadoso y bueno que era el muchachito, pidieron permiso a sus padres para llevarlo a su casa de Génova y educarlo allá. Y sucedió que a la casa de estos esposos iban frecuentemente de visita unos padres capuchinos a pedir ayuda para los pobres y estos religiosos le dieron recomendaciones tan laudatorias del buen joven  a un Canónigo de Roma el cual lo llevó a estudiar a la ciudad Eterna.

En el Colegio Romano hizo estudios con gran aplicación, ganándose la simpatía de sus profesores y compañeros, y fue ordenado sacerdote, a los 23 años.

Leyó un libro algo exagerado que recomendaba hacer penitencias muy fuertes, y se dedicó a mortificarse en el comer, en el beber y en el dormir, tan exageradamente que le sobrevino una depresión nerviosa que lo dejó meses sin poder hacer nada. Logró rehacer sus fuerzas, pero de ahí en adelante tuvo siempre que luchar contra su mala salud, y aprendió que la mejor mortificación es aceptar los sufrimientos y trabajos de cada día, y hacer bien en cada momento lo que tenemos que hacer y tener paciencia con las personas y las molestias de la vida, en vez de andar dañándose la salud con mortificaciones exageradas.

Desde cuando era seminarista sentía una gran predilección por los pobres, los enfermos y los abandonados. El Sumo Pontífice había fundado un albergue para recibir a las personas que no tenían en donde pasar la noche, y allá fue por muchos años el joven Juan Bautista a atender a los pobres y necesitados y a enseñarles el catecismo y prepararlos para recibir los sacramentos. Se llevaba varios compañeros más, sobre los cuales él ejercía una gran influencia. También le agradaba irse por las madrugadas a la Plaza de mercado a donde llegaban los campesinos a vender sus productos. Allí enseñaba catecismo a los niños y a los mayores y preparó a muchos para hacer la confesión y recibir la Primera Comunión.

Los primeros años de su sacerdocio no se atrevía casi a confesar porque le parecía que no sabría dar los debidos consejos. Pero un día un santo Obispo le pidió que se dedicara por algún tiempo a confesar en su diócesis. Y allí descubrió Juan Bautista que este era el oficio para el cual Dios lo tenía destinado. Al volver a Roma le dijo a un amigo:
Antes yo me preguntaba cuál sería el camino para lograr llegar al cielo y salvar muchas almas. Y he descubierto que la ayuda que yo puedo dar a los que se quiren salvar es: confesarlos. Es increíble el gran bien que se puede hacer en la confesión”. 
Se fue a ayudar a un sacerdote en un templo a donde acudían muy pocas personas. Pero desde que comenzó Rossi a confesar allí, el templo se vio frecuentado por centenares y centenares de penitentes que venían a ser absueltos de sus pecados. Cada penitente le traía otras personas para que se confesaran con él y las conversiones que se obraban eran admirables.

El Sumo Pontífice le encomendó el oficio de ir a confesar y a predicar a los presos en las cárceles y a los empleados que dirigían las prisiones. Y allí consiguió muchas conversiones.

De todas partes lo invitaban para que fuera a confesar enfermos, presos y gentes que deseaban convertirse. A muchos sitios tenía que ir a predicar misiones y obtenía del cielo numerosas conversiones. En los hospitales era estimadísimo como confesor y consolador de los enfermos. Sus amigos de siempre fueron los pobres, los desamparados, los enfermos, los niños de la calle y los pecadores que deseaban convertirse. Para ellos vivió y por ellos desgastó totalmente su vida. Él se mantenía siempre humilde y listo a socorrer a todo el que le fuera posible.

El 23 de mayo del año de 1764, sufrió un ataque al corazón y murió a la edad de 66 años. Su pobreza era tal que el entierro tuvieron  que costeárselo de limosna.

La estimación por él en Roma era tan grande que a su funeral asistieron 260 sacerdotes, un arzobispo, muchos religiosos e inmenso gentío. La misa de réquiem la cantó el coro pontificio de la Basílica de Roma.




Redacción

Toda una vida que con cada nueva etapa iba creciendo; como virgen, como mujer, como madre, como viuda, como religiosa. Con toda naturalidad y seguridad, caminó Rita por esta vida guiada por la mano del Señor, por los diversos senderos que el destino de la Providencia le tenía reservados. En cada una de estas etapas de su vida encontró la posibilidad de servir a Dios entrañablemente con fidelidad y abnegación.

Nació Rita aproximadamente hacia el año de 1380 en Rocca Porena, cerca de Casia. Su pueblo natal estaba situado en un estrecho y umbroso valle donde muy pocas horas al día penetraba la luz solar. La naturaleza áspera y sencilla en la que creció Rita modeló su carácter desde la infancia.

No encontró satisfacción en el juego, ni en vanidades, ni tampoco en las charlas prolongadas alrededor de la fuente de la plaza. Si no ayudaba a su madre en los trabajos cotidianos, se recogía en un rincón de la pequeña iglesia para reflexionar sobre la Pasión de Cristo que la conmovía interiormente. Para poder participar aunque fuera un poco de estos sufrimientos, trenzó un cilicio de espinas.

Feliz de haber conseguido de sus padres una pequeña habitación, pudo dedicarse con placer a la contemplación y a las penitencias. Sus padres se dieron cuenta de esta situación cuando Rita anunció su decisión de tomar el velo en el convento de las agustinas en Casia, pero se opusieron violentamente. Rita les prometió obediencia y decidió aplazar sus íntimos deseos.

Sus progenitores, no conformes aún, empezaron a buscar a alguien con quien desposarla. Medio año después Rita estaba casada. Su esposo, Pablo Fernando, la golpeaba e insultaba apenas ocho días después de la boda. Rita aceptó con resignación cristiana la cruz de este matrimonio. No protestó, ni pagó con la misma moneda, tampoco hizo reproche alguno a sus ancianos padres. Guardaba silencio y durante 18 años rezó, hasta que su profunda religiosidad de mujer triunfó sobre la violenta naturaleza del hombre. Llorando Pablo Fernando le pidió perdón, y en el futuro, cuando esos arrebatos coléricos le dominaban, abandonaba presuroso el hogar para regresar después de que se hubiera apaciguado su temperamento fogoso.

Un corto período de dicha floreció en Rocca Porena, pero entonces Pablo Fernando fue asesinado. Rita cayó sin sentido sobre el cadáver de su esposo. Cuando volvió en sí, el asesino se presentó ante ella y le suplicó clemencia, para no sufrir todo el rigor de la ley que pedía su cabeza.

Rita perdonó el crimen, incluso le ofreció asilo provisional en una casa suya. De esta forma le defendió del hacha del verdugo, pero no pudo protegerle contra la ira de sus hijos, que heredaron el carácter indómito del padre. Al oír cómo ambos hijos le juraron vengarse del asesino de su padre, Rita estaba dispuesta al mayor y último sacrificio: le rogó a Dios, si ésta fuera su voluntad, llevarse a sus dos hijos de este mundo antes de que ellos cometieran un nuevo crimen.

Dios aceptó sus oraciones. Los dos hijos murieron uno tras otro en un corto espacio, antes de que tuvieran tiempo de poner en práctica sus planes vengativos. Rita quedó sola, todos habían muerto: sus padres, esposo e hijos. Dado su recogimiento de toda la vida, sólo conocía la vida de Cristo, su iglesia, el cementerio y las casuchas de los pobres. El ideal juvenil de ingresar a un convento renació en su conciencia con nueva fuerza. Las religiosas agustinas de Casia negaron a Rita tres veces la admisión al convento. No podían conformarse con la idea de que una viuda llegara a formar parte de la vida conventual junto con las doncellas consagradas al Señor. Durante las oraciones nocturnas Rita tuvo una visión: San Juan Bautista, San Agustín y San Nicolás Tolentino la acompañaban hasta el convento y le abrían las puertas del mismo. Por fin las monjas dieron su consentimiento.

Aquí comenzó la última etapa de la vida de esta mujer indultada. Observar el precepto de la pobreza no le resultó demasiado difícil. Ella, siempre caritativa, se sentía conforme con todo. Hasta su muerte llevó el único hábito que tenía, muchas veces remendado. En su celda sólo se encontró una cama dura, una pequeña banca, una lámpara de aceite y algunas estampas piadosas. Ahora, igual que antes, ayunó con frecuencia y se mortificó tres veces diariamente por la salvación de las almas.

Fue designada enfermera del convento y ella aceptó con alegría este difícil trabajo lleno de responsabilidad. A pesar de su deseo de pasar mucho tiempo en adoración al Santísimo Sacramento, Rita siempre estaba dispuesta al servicio del prójimo. Durante su estancia en el gran convento atendió a los enfermos y asistió a los moribundos en la agonía.

Rita murió a la edad de 76 años, el 22 de mayo de 1457.

Fue canonizada el 24 de mayo de 1900, aumentando con ello su culto en el mundo católico. Sobre todo se implora su ayuda en momentos de verdadera necesidad. Su espíritu está presente en las organizaciones católicas de asistencia médica. Especialmente las madres católicas buscan su intercesión en los problemas matrimoniales y educacionales.


"La comunicación familiar puede ser conservada y perfeccionada sólo con un gran espíritu de sacrificio. Exige, en efecto, una pronta y generosa disponibilidad de todos y de cada uno a la comprensión, a la tolerancia, al perdón, a la reconciliación. Ninguna familia ignora que el egoísmo, el desacuerdo, las tensiones, los conflictos atacan con violencia y a veces hieren mortalmente la propia comunión; de aquí los múltiples y variadas formas de división en la vida familiar. Pero al mismo tiempo, cada familia está llamada por el Dios de la paz a hacer la experiencia gozosa y renovadora de la “reconciliación”; esto es, de la comunión reconstruida, de la unidad nuevamente encontrada. 
                                                                                                F.C., n. 21.



Redacción

Nació en el rancho La Sementera, correspondiente al municipio de Totatiche, en Jalisco, México. El 30 de julio de 1869, hijo de Rafael Magallanes Romero y María Clara Jara Sánchez. Murió en Colotlán, Jalisco el 25 de mayo de 1927 y sus restos se encuentran en Totatiche, Jalisco.

Luego de haber desempeñado oficios sencillos durante los primeros 19 años de su vida, se matriculó en el Seminario Conciliar de Guadalajara en octubre de 1888 y sus ilusiones de pastor se vieron coronadas al ser designado a la parroquia de su pueblo natal.

Los biógrafos coinciden que Cristóbal era un sacerdote piadoso y servicial. El ahora San Cristóbal Magallanes Jara llevó una vida tranquila, con satisfacciones al poder estar al frente de la población de Totatiche, su lugar de origen; sin embargo sus mismos fieles y los de la región, lo llevaron a ser perseguido por el ejército federal durante la Guerra de los Cristeros.

En vida, el Señor Cura de Totatiche se distinguió por su piedad, honradez y aplicación. Desapegado de los bienes materiales, procuró mejorar el nivel de vida de sus paisanos. Entre muchas y notorias obras, legó a la comarca la introducción de la agricultura de riego gracias a la construcción de la presa La Candelaria; para incrementar el patrimonio material de las familias, tuvo la iniciativa de fraccionar algunos predios o solares en las goteras de Totatiche, que fueron distribuidos entre las familias insolventes.

Predicó entre los indios huicholes en varias misiones populares, uno de cuyos frutos fue la repoblación del pueblo de Azqueltán después de su destrucción durante los levantamientos de Manuel Lozada. Fundó un hospicio para huérfanos, un asilo para ancianos y dotó de capillas los ranchos de su jurisdicción.

En materia educativa, estableció varios colegios y escuelas de primeras letras. En 1916 fundó el Seminario Auxiliar de Nuestra Señora de Guadalupe, de la que alcanzó a ver dos frutos óptimos: su compañero de martirio Agustín Caloca Cortés y su sucesor en la parroquia, José Pilar Quezada Valdés.

Con la suspensión del culto público decretada por los Obispos el 1º de agosto de 1926, los católicos del lugar y de la región, apoyados por la Unión Popular, asociación de activistas unidos a la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, se organizaron para restaurar los derechos que consideraban conculcados.

San Cristóbal Magallanes Jara, eminentemente pacifista, reprobó que recurrieran a las armas y publicó un artículo en su periódico en el que desechó la violencia:
La religión ni se propagó, ni se ha de conservar por medio de las armas. Ni Jesucristo, ni los Apóstoles, ni la Iglesia han empleado la violencia con ese fin. Las armas de la Iglesia son el convencimiento y la persuasión por medio de la palabra”, 
pronunció.

Estos hechos afectaron su ánimo y esto quedó plasmado por escrito. En una carta consignó que durante los últimos cuatro meses de su vida fue perseguido por cerros y barrancas: “Dios les perdone tanta infamia y nos vuelva la deseada paz, para que todos los mexicanos nos veamos como hermanos”, escribió.

La mañana del 21 de mayo de 1927 fue aprehendido por un grupo de soldados del ejército federal, capitaneados por el General Francisco Goñi. Compartió la prisión con su ministro, el joven Presbítero Agustín Caloca y ambos quedaron a disposición del jefe de operaciones militares de Zacatecas, el general poblano Anacleto López.

El general Goñi acusó al párroco de sostener la rebelión contra el Gobierno en esa comarca y debido a que demostró lo contrario, le imputaron otro delito: “No habrán tenido parte alguna en el movimiento cristero, pero basta que sean sacerdotes para hacerlos responsables de la rebelión”, se dictaminó.

La mañana del 25 de mayo fueron conducidos a la casa municipal de Colotlán, Jalisco para ser ejecutados. El señor Cura Magallanes se hincó para recibir del Padre Caloca la absolución sacramental, y él, a su vez, la recibió luego de su párroco.

Ante sus verdugos, San Cristóbal Magallanes Jara dijo en voz alta:
Soy y muero inocente; perdono de corazón a los autores de mi muerte y pido a Dios que mi sangre sirva para la paz de los mexicanos desunidos."
Viendo a su ministro acosado por la aflicción, le dijo: "Padre, sólo un momento y estaremos en el Cielo". Fueron sus últimas palabras.

Cristóbal Magallanes encabezó la causa de canonización de un grupo de sacerdotes y laicos martirizados durante la persecución religiosa en México, fue beatificado por el papa Juan Pablo II el 22 de noviembre de 1992, y canonizado en 2002. Sus reliquias se veneran con particular devoción en el templo parroquial de Totatiche.





Redacción

En el mismo año de la muerte de Santa Catalina de Siena, nacía para la Iglesia una nueva estrella que brilla en el cielo de los santos como uno de los evangelizadores más grandes que hayan existido: San Bernardino de Siena. Nació en el palacio de una familia noble; a los 6 años de edad perdió a sus padres y quedó huérfano al cuidado de sus tías, en Siena.

Desde su infancia tuvo una devoción especial por el nombre de Jesús y por la Santísima Virgen, a quien quiso honrar, asociándose a la “Hermandad de la Virgen del Hospital de La Scala”.

Durante el año 1400 la peste cobró muchísimas vidas en Siena. Los que tenían alguna posesión en el campo huyeron de la ciudad. Bernardino se quedó y animó a los compañeros de la hermandad a no abandonar a los enfermos en el hospital. Poco faltó para que él mismo sucumbiera al contraer el mal. Después de una larga recuperación, se hizo franciscano de la observancia estricta. A su ingreso, la Congregación contaba sólo con 130 frailes; a la muerte del santo, el número se había elevado a cuatro mil.

¡Quién quiera evangelizar tiene que conocer el Evangelio! 

Diez años pasó meditando la palabra de Dios y rezando en la soledad. En 1417 empezó sus famosas misiones en medio del pueblo, predicando la conversión y las exigencias sociales del Evangelio; sus misiones causaron un profundo impacto en Italia durante el siglo XV. Era una Italia poco católica, llena de odios, de luchas en la vida privada y pública y de continua opresión a los pobres indefensos.

Por el monograma “I.H.S.” del Nombre de Jesús, logró que los poderosos dejaran de oprimir y que el pueblo humilde quemara, después de sus sermones, los naipes, libros pornográficos y vestidos inmorales en grandes hogueras públicas.

Para erradicar el abuso de la usura, el santo fundó en casi todas las ciudades de Italia una asociación de crédito público, un Monte de Piedad para toda clase de emergencias. Por todas partes fue dejando fundaciones de casas de huérfanos, hospitales para la gente humilde y otras beneficencias que fueron el fruto visible de la conversión del pueblo.

No podían faltar las cruces

Por la envidia de algunos clérigos la Curia romana le prohibió estas predicaciones. A pesar de que todas las acusaciones eran falsas, el santo obedeció hasta que el Papa Martín V reconoció su inocencia y le ofreció el obispado de Siena. El santo no aceptó, aludiendo, con cierta gracia, que ya toda Italia se había convertido en el campo de su acción evangelizadora.

San Bernardino fue un eximio pacificador entre ricos y pobres, entre poderosos que se odiaban a muerte, entre el Papa y el emperador Segismundo y hasta entre católicos y ortodoxos (en el Concilio de Florencia).

La muerte lo llamó en plena actividad evangelizadora: era la víspera de la fiesta de la Ascensión de 1444. Se dirigía a realizar una gran misión entre los napolitanos. Como él mismo decía:
Voy a predicar a gente petrificada en su fe, como la lava del Vesubio y, a la vez, ardiendo por el fuego infernal de sus vicios”

“¡Querido San Bernardino! Eneas Silvio Piccolomini, paisano tuyo y Papa con el nombre de Pío II, escribió que, a tu muerte, los señores más poderosos de Italia se repartieron tus reliquias.

A los pobres de Siena que tanto te querían, no les quedó nada de ti. Les dejaron tan sólo el asno sobre el que montaste en ocasiones, cuando te sentías cansado de tanto viajar en los últimos años de tu vida. Las mujeres de Siena vieron un día pasar al pobre animal, lo pararon, lo esquilaron y se quedaron con aquellos pelos como reliquia.

En vez del asno, yo he esquilado y “desplumado”, echándolo a perder, uno de tus bellísimos sermones. Estas plumas, ¿se las llevará todas el viento? ¿No habrá quizá alguien que recoja alguna?”
                                                             Juan Pablo II, Ilustrísimos señores. Septiembre de 1972.



Redacción

San Ivo, el abogado santo al cual los juristas de muchos países tienen como Patrono, nació en la provincia de Bretaña en Francia. Su padre le envió a estudiar a la Universidad de París, y allí, dirigido por famosos profesores de derecho, obtuvo su doctorado como abogado.

En sus tiempos de estudiante oyó leer aquella célebre frase de Jesús: “Ciertos malos espíritus no se alejan sino con la oración y la mortificación” (Mc. 9, 29), y se propuso desde entonces dedicar buen tiempo cada día a la oración y mortificarse lo más que le fuera posible en las miradas, en las comidas, en el lujo en el vestir, y en descansos que no fueran muy necesarios. Empezó a abstenerse de comer carne y nunca tomaba bebidas alcohólicas. Vestía pobremente y lo que ahorraba con todo esto, lo dedicaba a ayudar a los pobres. Y Dios lo premió concediéndole una gran santidad y una generosidad inmensa a favor de los necesitados.

Al volver a su tierra natal (Bretaña) fue nombrado juez del tribunal y en el ejercicio de su cargo se dedicó a proteger a los huérfanos, a defender a los más pobres y a administrar la justicia con tal imparcialidad y bondad, que aun aquellos a quienes tenía que decretar castigos, lo seguían amando y estimando.

Su gran bondad le ganó el título de “Abogado de los pobres”. No contento con ayudar a los que vivían en su región, se trasladaba a otras provincias a defender a los que no tenían con qué pagar un abogado, y a menudo pagaba los gastos que los pobres tenían que hacer para poder defender sus derechos.

Visitaba las cárceles y llevaba regalos a los presos y les hacía gratuitamente memoriales de defensa a los que no podían conseguirse un abogado.

En aquel tiempo los que querían ganar un pleito, les llevaban costosos regalos a los jueces. San Ivo no aceptó jamás ni el más pequeño regalo de ninguno de sus clientes, porque no quería dejarse comprar ni inclinarse con parcialidad hacia ninguno.

Cuando le llevaban un pleito, él se esmeraba por tratar de obtener que los dos litigantes arreglaran todo amigablemente en privado, sin tener que hacerlo por medio de demandas públicas. Así obtuvo que muchos litigantes terminaran siendo amigos y se evitaran los grandes gastos que les podían ocasionar los pleitos judiciales.

Después de trabajar bastante tiempo como juez, San Ivo fue ordenado sacerdote, y desde entonces, los últimos quince años de su vida los dedicó totalmente a la predicación y a la administración de los sacramentos. Consiguió dinero de donaciones y construyó un hospital para enfermos pobres. Todos lo que llegaba lo repartía entre los más necesitados. Solamente se quedaba con la ropa para cambiarse. Lo demás lo regalaba. Una noche se dio cuenta de que un pobre estaba durmiendo en el andén de la casa cural, entonces se levantó y le dio su propia cama y él durmió en el puro suelo.

De muchas partes llegaban personas litigantes a obtener que San Ivo hiciera las paces entre ellos y él lograba con admirable facilidad poner de acuerdo a los que antes  estaban alegando. Y aprovechaba de todas estas ocasiones para predicar a la gente acerca de la Vida Eterna que nos espera y de lo mucho que debemos amar a Dios y al prójimo.

Alguien le aconsejó que no regalara todo lo que recibía. Que hiciera ahorros para cuando llegara a ser viejo y él le respondió:
Y ¿quién me asegura que voy a llegar a ser viejo? En cambio lo que sí es totalmente seguro es que el buen Dios me devolverá cien veces más lo que yo regale a los pobres”. 
Y siguió repartiendo con gran generosidad.

A principios de mayo del año 1303 empezó a sentirse muy débil. Pero no por eso dejó de dedicar largos ratos a la oración y a la meditación y a ayudar a pacificar a cuantos estuvieran peleados o en discusiones y pleitos.

El 19 de mayo de 1303 estaba tan débil que no podía mantenerse de pie y necesitaba que lo sostuvieran. Sin embargo celebró así la Santa Misa. Después de la Misa se recostó y pidió que le administraran la Unción de los enfermos y murió plácidamente, como quien duerme en la tierra para despertar en el cielo. Tenía 50 años.

Sus vecinos le compusieron un epitafio muy especial que dice:

San Ivo era bretón.
Era abogado y no era ladrón.
Santo Dios: ¡qué admiración!



Redacción

Nació en la región de Toscana, Italia, y formó parte de los clérigos de Roma. Muy joven aún fue nombrado archidiácono, y después de la muerte del Pontífice San Hormisdas, en 523, se le eligió para sucederlo. Entonces gobernaba Italia el rey Teodorico, un godo que a pesar de ser arriano por nacimiento y por convicción, trataba a sus súbditos católicos con relativa tolerancia. Sin embargo, las circunstancias cambiaron, en parte porque el rey estimó como traidoras las relaciones del Senado romano con Constantinopla, y en parte también debido a las enérgicas medidas tomadas por el emperador bizantino, Justino I, contra los arrianos de Oriente.

Llamado Teodorico por sus correligionarios para que les ayudara, decidió enviar una embajada para que negociara con el emperador. Determinó que encabezara la misión el Papa Juan, quien fue recibido en Constantinopla con fervoroso entusiasmo e indujo al emperador a que moderara sus medidas contra los arrianos, puesto que las represalias en Roma se llegarían a sentir inmediatamente.

Con todo, el rey Teodorico llevó a mal las amistosas relaciones entre el Papa y el emperador. Así que tan pronto como la misión regresó a Ravena, capital del reino de Teodorico, Juan fue puesto en prisión el año 526 y a los pocos días, probablemente el 18 de mayo, murió debido a los malos tratos.

Lo poco que se sabe del Papa Juan I, se encuentra en el texto y en las notas del Liber Pontificalis (Libro de los Papas). Su título como mártir ha sido reivindicado por críticos modernos.


"La tradición transmitida por los Apóstoles fue recibida de diversas formas y maneras. Por eso, desde los mismos comienzos de la Iglesia fue explicada diversamente en cada sitio por la distinta manera de ser y la diferente forma de vida.
Todo esto, además de las causas externas, por la falta también de mutua comprensión y caridad, dio origen a las separaciones."

Conc. Vaticano II, Unitatis redintegratio, n. 14.




Redacción

Le pusieron por nombre Pascual, por haber nacido el día de Pascua (del año 1540). Nació en Torre Hermosa, Aragón, España.

Es el patrono de los Congresos Eucarísticos y de la Adoración. Desde los 7 años hasta los 24, por 17 años fue pastor de ovejas. Después por 28 años será hermano religioso, franciscano.

Su más grande amor durante toda la vida fue la Sagrada Eucaristía. Decía el dueño de la finca en la cual trabajaba como pastor, que el mejor regalo que le podía ofrecer al niño Pascual era permitirle asistir algún día entre semana a la Santa Misa. Desde los campos donde cuidaba las ovejas de su amo, alcanzaba a ver la torre del pueblo y de vez en cuando se arrodillaba a adorar el Santísimo Sacramento, desde esas lejanías. En esos tiempos se acostumbraba que al elevar la Hostia el sacerdote en la Misa, se diera un toque de campanas. Cuando el pastorcito Pascual oía la campana, se arrodillaba allá en su campo, mirando hacia el templo y adoraba a Jesucristo presente en la santa Hostia.

Un día otros pastores le oyeron gritar: “¡Ahí viene!, ¡allí está!”. Y cayó de rodillas. Después dijo que había visto a Jesús presente en la Santa Hostia.

De niño siendo pastor, ya hacía sus mortificaciones Por ejemplo, la de andar descalzo por caminos llenos de piedras y espinas. Y cuando alguna de las ovejas se pasaba al potrero del vecino le pagaba al otro, con los escasos dineros que le pagaban de sueldo, el pasto que la oveja se había comido.
A los 24 años pidió ser admitido como hermano religioso entre los franciscanos. Al principio le negaron la aceptación por su poca instrucción, pues apenas había aprendido a leer. Y el único libro que leía era el devocionario, el cual llevaba siempre mientras pastoreaba sus ovejas y allí le encantaba leer especialmente las oraciones a Jesús Sacramentado y a la Sma. Virgen.

Como religioso franciscano sus oficios fueron siempre los más humildes: portero, cocinero, mandadero, barrendero. Pero su gran especialidad fue siempre un amor inmenso a Jesús en la Santa Hostia, en la Eucaristía. Durante el día, cualquier rato que tuviera libre lo empleaba para estarse en la capilla, de rodillas con los brazos en cruz adorando a Jesús Sacramentado. Por las noches pasaba horas y horas ante el Santísimo Sacramento. Cuando los demás se iban a dormir, él se quedaba rezando ante el altar. Y por la madrugada, varias horas antes de que los demás religiosos llegaran a la capilla a orar, ya estaba allí el hermano Pascual adorando a Nuestro Señor.

Ayudaba cada día el mayor número de misas que le era posible y trataba de demostrar de cuantas maneras le fuera posible su gran amor a Jesús y a María. Un día, un humilde religioso se asomó por la ventana y vio a Pascual danzando ante un cuadro de la Sma. Virgen y diciéndole: “Señora: no puedo ofrecerte grandes cualidades, porque no las tengo, pero te ofrezco mi danza campesina en tu honor”. Pocos minutos después el religioso aquel se encontró con el santo y lo vio tan lleno de alegría en el rostro como nunca antes lo había visto así. Cuando los padres oyeron esto, unos se rieron, otros se pusieron muy serios, pero nadie comentó más.

Pascual compuso varias oraciones muy hermosas al Santísimo Sacramento y el sabio Arzobispo San Luis de Rivera al leerlas exclamó admirado: “Estas almas sencillas sí que se ganan los mejores puestos en el cielo. Nuestras sabidurías humanas valen muy poco si se comparan con la sabiduría divina que Dios concede a los humildes”.

Sus superiores lo enviaron a Francia a llevar un mensaje. Tenía que atravesar caminos llenos de protestantes. Un día un hereje le preguntó: “¿Dónde está Dios?” Y él respondió: “Dios está en el cielo”, y el otro se fue. Pero enseguida el santo fraile se puso a pensar: “¡Oh, me perdí la ocasión de haber muerto mártir por Nuestro Señor! Si le hubiera dicho que Dios está en la Santa Hostia en la Eucaristía me habrían matado y sería mártir. Pero no fui digno de ese honor”. Llegado a Francia, descalzo, con una túnica vieja y remendada, lo rodeó un grupo de protestantes y lo desafiaron a que les probara que Jesús sí está en la Eucaristía. Y Pascual que no había hecho estudios y apenas sí sabía leer y escribir, habló de tal manera bien de la presencia de Jesús en la Eucaristía, que los demás no fueron capaces de contestarle. Lo único que hicieron fue apedrearlo. Y él sintió lo que dice la S. Biblia que sintieron los Apóstoles cuando los golpearon por declararse amigos de Jesús: “Una gran alegría por tener el honor de sufrir por proclamarse fiel seguidor de Jesús”.

Lo primero que hacía al llegar a algún pueblo era dirigirse al templo y allí se quedaba por un buen tiempo de rodillas adorando a Jesús Sacramentado.

Hablaba poco, pero cuando se trataba de la Sagrada Eucaristía, entonces sí se sentía inspirado por el Espíritu Santo y le hablaba hermosamente. Había recibido de Dios ese don especial: el de un inmenso amor por Jesús Sacramentado.

Siempre estaba alegre. Pero nunca se sentía tan contento como cuando ayudaba a Misa o cuando podía estarse un rato orando ante el Sagrario del altar.

Pascual nació en la Pascual de Pentecostés de 1540 y murió en la fiesta de Pentecostés en 1592, el 17 de mayo (la Iglesia celebra 3 pascual: Pascua de Navidad, Pascua de Resurrección y Pascua de Pentecostés. Pascua significa: paso de la esclavitud a la libertad). Y parece que el regalo de Pentecostés que el Espíritu Santo le concedió fue su inmenso y constante amor por Jesús en la Eucaristía.

Cuando estaba moribundo, en aquel día de Pentecostés, oyó una campana y preguntó: “¿De qué se trata?”. “Es que están en la elevación en la Santa Misa”. “¡Ah que hermoso momento!”, y quedó muerto plácidamente.

Después durante su funeral, tenían el ataúd descubierto, y en el momento de la elevación de la Santa Hostia en la Misa, los presentes vieron con admiración que abría y cerraba por veces sus ojos. Hasta su cadáver quería adorar a Cristo en la Eucaristía. Los que lo querían ver eran tantos, que su cadáver lo tuvieron expuesto a la veneración del público por tres días seguidos.

Por 200 años muchísimas personas, al acercarse a la tumba de San Pascual oyeron unos misteriosos golpecitos. Nadie supo explicar el porqué pero todos estaban convencidos de que eran señales de que este hombre tan sencillo fue un gran santo. Y los milagros que hizo después de muerto, fueron tantos, que el Papa lo declaró santo en 1690.

El Sumo Pontífice nombró a San Pascual Bailón Patrono de los Congresos Eucarísticos y de la Adoración Nocturna.

Querido San Pascual: consíguenos del buen Dios un inmenso amor por la Sagrada Eucaristía, un fervor muy grande en nuestras frecuentes visitas al Santísimo y una grande estimación por la Santa Misa.

PROPAGAD LA DEVOCION A JESUS SACRAMENTADO, Y VEREIS LO QUE SON LOS MILAGROS (S. J. Bosco)



Redacción

Cuando algún viajero  maneja su automóvil con calma fuera de las autopistas de la Europa Central y pasa sobre alguno de los puentes antiguos del siglo pasado, muchas veces encuentra grabada la figura del santo prelado de Praga, que murió mártir por obedecer más a Dios que a los hombres.

Juan nació en el pueblo de Pomuk, en Bohemia, en 1350, como hijo de un juez. A los 20 años lo encontramos clérigo en Praga, ya con el título de “notario del tribunal eclesiástico”. Por sus conocimientos teológicos y jurídicos recibió diferentes cargos y honores, hasta llegar a la dignidad de vicario general del arzobispo de Praga en 1389.

Durante los tiempos libres de su delicado cargo se entregó completamente a los cuidados pastorales de la gente humilde. Conocido por su estilo sencillo de vida, tenía un amor especial a los marginados por el poder civil. El rey Wenceslao, la corte y muchos nobles, cometían contra ellos innumerables abusos de poder, robos y violencias.

El arzobispo de Praga, Juan de Jenstein, lanzó la excomunión a principios de 1393 contra los culpables. Esto hizo estallar la cólera del rey Wenceslao a tal grado que todos los prelados de la curia, junto con el arzobispo, tuvieron que huir al convento de los agustinos, en Raudnitz. Amenazados de muerte si no volvían a Praga, fueron recibidos con insultos y burlas por el iracundo rey. La sed de venganza se lanzó por fin sobre uno: Juan Nepomuceno. Fue detenido y torturado por el mismo rey, que quemó sus costados con antorchas encendidas.

Ya moribundo y atadas sus piernas a la cabeza, fue lanzado del puente de Praga al río Moldavia. La fecha probable del crimen fue el 16 de mayo de 1393.

Como causa principal del asesinato se suponía que nuestro santo, que era confesor de la reina y administrador de sus limosnas, no quiso revelar el secreto de la confesión. Otros autores piensan que soportó tales tormentos para proteger al arzobispo y a sus hermanos sacerdotes. La Iglesia honra su heroico sacrificio, como un anticipo glorioso de la actitud de otros ministros de Dios que tendrían que sucumbir ante el poder civil.

En la moderna Checoslovaquia sufren desde 1948, los obispos, sacerdotes y religiosos, discriminación, persecución y hasta tortura por aquello de: “hay que obedecer más a Dios que a los hombres”.

“¡Qué tesoro de gracia, de vida verdadera e irradiación espiritual no tendría la Iglesia si cada sacerdote se mostrase solícito en no faltar nunca, por negligencia o pretextos varios, a la cita con los fieles en el confesionario, y fuera todavía más solícito en no ir sin preparación o sin las indispensables cualidades humanas y las condiciones espirituales y pastorales!
A este propósito debo recordar con devota admiración las figuras de extraordinarios apóstoles del confesionario, como San Juan Nepomuceno, San Juan María Vianney, San José Cafasso y San Leopoldo de Castelnovo, citando a los más conocidos que la Iglesia ha inscrito en el catálogo de sus santos. Pero yo deseo rendir homenaje también a la innumerable multitud de confesores santos  y casi siempre anónimos, a los que se debe la salvación de tantas almas ayudadas por ellos en su conversión, en la lucha contra el pecado y las tentaciones, en el progreso espiritual, y en definitiva, en la santificación. No dudo en decir que incluso los grandes santos canonizados han salido generalmente de aquellos confesionarios; y con los santos, el patrimonio espiritual de la Iglesia y el mismo florecimiento de una civilización impregnada de espíritu cristiano. Honor, pues, a este silencioso ejército de hermanos nuestros que han servido bien y sirven cada día a la causa de la reconciliación mediante el ministerio de la Penitencia sacramental”.
R. P. n., 29.



Redacción

Isidro nació en España, cerca de la ciudad de Madrid. Con su santidad y su heroísmo salió del oscuro anonimato que rodea a los humildes hombres del campo. Sencillo labrador, trabajó la tierra de sol a sol durante toda su vida y murió en la pobreza.

Una leyenda nos narra que Isidro, muy temprano, solía ir a Misa antes de comenzar a arar la tierra y que, mientras tanto, llegaban los ángeles para suplirlo en su labor hasta que terminaba la Eucaristía. Es ciertamente una bella leyenda; sin embargo, deja en evidencia que el trabajo del campo, entonces como ahora, está regido por la sentencia bíblica: “Comerás el pan con el sudor de tu frente hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella fuiste sacado”.

El campesino de hoy sabe perfectamente lo que significa esta dependencia y el tener que entregar la ganancia de la ardua labor en manos extrañas. Isidro tuvo que soportar la dureza de este ambiente como peón del conde Juan de Vergara; sólo sabía de sus triples deberes, que fueron callar, trabajar y obedecer. Las tierras de su amo estaban cerca de Madrid, en aquel altiplano pedregoso, sin sombra, árido, quemado por un sol canicular y que en el transcurso de algunos años puede rebajar al ser más activo y convertirlo en una bestia de trabajo. Sabiendo que el cumplimiento fiel a las obligaciones es parte del servicio a Dios, Isidro sirvió a Dios desde el amanecer hasta bien entrada la noche; con todo, logró evitar que su corazón se endureciera en el quehacer cotidiano de las obligaciones. Arando, sembrando y cosechando, sus pensamientos se elevaron con las alondras al cielo, hasta el trono de Dios.

Los teólogos modernos llaman a esto “ejercicio de la presencia de Dios”; afirman que el alma, con un poco de práctica, logra dirigir la atención simultáneamente a dos cosas diferentes; el trabajo diario y el pensamiento en Dios presente en todas las cosas. Isidro, como criado español, aprendió este arte y lo ejerció de manera muy particular.

No por eso abandonó sus obligaciones ni su familia. El contacto directo con Dios le dio a Isidro, que nunca había visitado escuela alguna, aquella apacible serenidad de carácter con la que todo le parecía noble y hermoso. Lo que no pudo saber por los libros, lo aprendió gracias a su vida de oración. Toda su vida fue una unión con el amor de Dios. Labraba la tierra y vivía en suma pobreza como todo siervo, pero no se daba por enterado.

Poseedor del amor de Dios, se creía rico hasta el despilfarro. Por eso cualquier pobre o vagabundo encontraba lugar en su casa de piedra, bajo las moras, y en la que también los pájaros y los animales del bosque recibían su parte. Una vida así no puede terminar con un tono falso; se extinguió apaciblemente a la edad de 60 años, el 15 de mayo de 1130. Isidro tiene su tumba en la iglesia de San Andrés, en Madrid, y ha sido venerado a través de los siglos por todos los pueblos del orbe cristiano.



“La tierra es un don de Dios, confiado al hombre desde el principio., Es un don de Dios, dado por un creador amante, como medio de sustentar la vida que Él ha creado. Pero la tierra no sólo es don de Dios; es también una responsabilidad del hombre.

El hombre, creado él mismo del polvo de la tierra (Gén 3, 7) fue constituido como su dueño y señor (Gén 1, 26). En orden a producir fruto, la tierra iba a depender del genio y la maestría, del sudor y del trabajo de la gente a la que Dios se la iba a confiar. Así fue el deseo de Dios que el alimento que iba a mantener la vida en la tierra fuese a la vez lo “que es fruto de la tierra y del trabajo del hombre”.

A todos los que sois granjeros y a todos los que os halláis asociados a la producción agrícola os quiero decir esto: la Iglesia tiene en alta estima vuestro trabajo. Cristo mismo mostró su estima por la vida agrícola al descubrirnos a Dios, su Padre, como “viñador” (Jn 15, 1).

Vosotros cooperáis con el Creador, el “viñador”, al conservar y nutrir la vida. Vosotros cumplís el mandamiento dado por Dios al principio: “Henchid la tierra y sometedla” (Gén 1, 28)”.

 Juan Pablo II en Des Moines, EE. UU., 4 de octubre de 1979.



Redacción

El santo tuvo que recorrer al lado de Cristo un largo trayecto. Durante tres años, desde el bautismo en el río Jordán hasta su ascensión al Cielo, Matías siguió fielmente al Hijo del hombre en sus peregrinaciones de un extremo al otro de Judea, Samaria y Galilea, atento a las palabras del Maestro.

Matías no figuraba entre los doce escogidos por el Señor, sino sencillamente era uno más entre sus discípulos. Debido a esto ningún evangelista nos ha contado nada acerca de su procedencia y de su profesión anterior.

Cuando los apóstoles, después del suicidio de Judas, lo propusieron, junto con José Barsabas, para completar el Colegio Apostólico, sin lugar a dudas dieron el mejor testimonio acerca de su santidad.
Los mismos Apóstoles, después de una solemne oración, echaron la suerte sobre ambos, y Dios decidió la elección de Matías.

De esta manera, el antiguo discípulo aceptaba hasta las últimas consecuencias el encargo misionero del Salvador. Como no se le vuelve a mencionar en las discusiones de Pablo con los apóstoles que se habían quedado en Jerusalén, parece ser que ya para entonces había salido de Palestina para llevar el mensaje de la Cruz a pueblos lejanos.

San Matías predicó en Etiopía y, según se dice, murió decapitado. Se cree que los restos mortales del santo descansan en la abadía de San Matías, en Tréveris (Alemania).

Clemente de Alejandría nos ha transmitido una corta advertencia del Apóstol:
Somete tu cuerpo a través de la mortificación, para que el espíritu llegue a ser semejante al del Crucificado”.
Esto sirve aun para todos nosotros.

“Tal ministerio fue confiado a Pedro y a los demás Apóstoles, cuyos sucesores son hoy el Romano Pontífice y los obispos, a quienes se unen, como colaboradores, los presbíteros y diáconos. Los pastores de la Iglesia no sólo la guían en nombre el Señor. Ejercen también la función de maestros de la verdad y presiden sacerdotalmente el culto divino. El deber de obediencia del pueblo de Dios frente a los pastores que lo conducen, se funda, antes que en consideraciones jurídicas, en el respeto creyente a la presencia sacramental del Señor en ellos. Esta es su realidad objetiva de la fe, independiente de toda consideración personal”.
D. P. n., 259.


Redacción

No se trata aquí de enumerar todos los detalles de las apariciones desde el mes de mayo hasta el octubre de 1917, sino más bien de analizar el mensaje que los dos niños, Francisco y Jacinta, muertos en olor de santidad, nos han transmitido.

La Iglesia ha aceptado la credibilidad de la revelación privada de Fátima, hecha a los hermanitos Francisco y Jacinta y a su prima Lucía, por su contenido eminentemente evangélico.

El 13 de mayo de 1917, la Virgen preguntó a los niños: "¿Deseáis ofreceros a Dios para soportar todo el sufrimientos que a él le plazca enviaros, como un acto de reaparición por los pecados con que le ofenden y para pedir por la conversión de los pecadores?" Los niños aceptaron libremente y cumplieron su promesa.

De parte de sus padres, de sus parientes, del párroco de Fátima, del padre Ferreira y de muchas personas dentro y fuera de la Iglesia, los niños sufrieron toda clase de incomprensiones.



El administrador de Guriem, anticlerical y masón, pisoteando los más elementales derechos humanos, detuvo a los pastorcitos y los encerró en la cárcel del lugar, para impedir su encuentro con la Virgen, el 13 de agosto de 1917; amenazó con matarlos, uno por uno, quemándolos vivos en aceite hirviente si no se retractaban del mensaje recibido. Los niños, de 10, 9 y 7 años, se mostraron dispuestos a morir antes de negar la verdad de las revelaciones. Ni éste ni los demás enemigos de la Iglesia en Portugal, lograron intimidar a los niños o probar alguna falsedad en sus declaraciones.

El mensaje de penitencia de Fátima fue ampliado y aplicado a la conversión de Rusia, en la visión del 13 de julio de 1917. Los niños ni siquiera conocían ese nombre ni ese país, ni mucho menos entendían por qué era necesario orar y hacer especiales penitencias por un país tan lejano. Precisamente en ese año de 1917, Dios permitía que empezara, con Lenin y Stalin, uno de los más terribles flagelos para la humanidad, cuya dimensión apenas ahora, al fin del siglo XX, podemos captar.

La Virgen predijo a los dos niños menores su próxima muerte. En efecto, Francisco murió en abril de 1919 y Jacinta en febrero de 1920, después de una larga enfermedad, ofrecida por la conversión de los pecadores.

Nadie piense, sin embargo, que el mensaje de reparación y penitencia se refiere sólo a Rusia. Si la Virgen encarece la devoción y consagración a su “Corazón Inmaculado”, podemos entender que su mensaje se dirige a esos pueblos del mundo occidental que a veces se llaman católicos o cristianos y precisamente en este siglo, han llegado a una terrible profanación del cuerpo humano por toda clase de vicios, especialmente por la destrucción de la inocente vida humana en el cuerpo de la madre.

Así, la sencilla invocación que se puede añadir al final de cada misterio del santo Rosario: "¡Oh Jesús mío, perdónanos, líbranos del fuego del infierno, lleva al Cielo a todas las almas, y socorre principalmente a las más necesitadas!", se aplica a ese mundo alejado de Dios y carente de toda conversión interior.

El 13 de octubre la Virgen se despidió, revelando su nombre: "Soy la Virgen del Santo Rosario", insistiendo en lo que los Sumos Pontífices de los últimos siglos y los actuales, siempre nos han venido pidiendo, esto es: “rezad el Rosario todos los días”. Conviene leer y meditar los conceptos que nos presenta el Papa Pablo VI en su última carta sobre la devoción a María, Marialis Cultus, acerca de la importancia del rezo del Rosario.

La maternidad universal de María es ancla segura de la salvación.

“¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!” “¡Ahí tienes a tu Madre!”.

El santuario de Fátima es el lugar privilegiado, dotado de un valor especial: encierra en sí mismo un mensaje importante para la época que estamos viviendo. Es como si aquí, al comienzo de nuestro siglo, hubieran resonado con un eco nuevo las palabras pronunciadas en el Gólgota.

María, que estaba junto a la cruz de su Hijo, tuvo que aceptar una vez más la voluntad de Cristo, el Hijo de Dios. Pero mientras que en el Gólgota su Hijo le señalaba un solo hombre, Juan, su discípulo amado, aquí ella tuvo que acoger a todos. A todos nosotros, hombres de este siglo, con nuestra historia difícil y dramática.

En estos hombres del siglo XX se ha revelado con igual grandeza su capacidad de someter la tierra y su libertad de no respetar el mandamiento de Dios y de negarlo, como herencia del pecado. La herencia del pecado se muestra como una loca aspiración a construir el mundo --.un mundo creado por el hombre—“como si Dios no existiera”. Y como si no existiera aquella cruz del Gólgota, donde “muerte y vida se enfrentaron en un duelo singular” (Secuencia pascual) para manifestar que el amor es más poderoso que la muerte, y que la gloria de Dios es el hombre vivo.

¡Madre del Redentor! ¡Madre de nuestro siglo!

Por segunda vez estoy ante ti, en este santuario, para besar tus manos, porque estuviste firme junto a la cruz de tu Hijo, que es la cruz de toda la historia del hombre, también de nuestro siglo.

Posaste y sigues posando tu mirada en los corazones de estos hijos e hijas que ya pertenecen al tercer milenio. Velaste y seguiste velando por ellos con mil cuidados de Madre, defendiendo con tu intercesión poderosa el amanecer de la luz de Cristo en el seno de los pueblos y de las naciones.

Estás y permanecerás, porque el Hijo unigénito de Dios, tu hijo, te confió a todos los hombres cuando, al morir en la cruz, nos introdujo en el nuevo principio de todo cuanto existe. Tu maternidad universal, oh Virgen María, es el ancla segura de la salvación de la humanidad entera.

¡Madre del Redentor! ¡Llena de gracia! ¡Te saludo, Madre de las confianzas de todas las generaciones humanas!”.

Homilía de Juan Pablo II en Fátima, 13 de mayo de1991 (extracto).






Redacción

El culto a los santos Nereo y Aquileo es muy antiguo en la Iglesia. Con certeza se remonta al siglo IV. Lo único que de ellos se puede decir con verdad, es lo que se recoge de la inscripción que el Papa San Dámaso (304?-384), puso en el sepulcro de estos santos.

El texto completo es conocido por las relaciones de los peregrinos que la leían en las catacumbas. Los fragmentos encontrados por De Rossi en 1874, en las excavaciones del cementerio de Domitila, son suficientes para que tengamos el texto auténtico, fuera de toda duda.

De él se deduce que Nereo y Aquileo fueron soldados y que desempeñaban el oficio de verdugos a las órdenes del tirano. Pronto se convirtieron y abandonaron la milicia, despojándose de sus armaduras. Confesaron ser cristianos y recibieron gozosos la palma del martirio.



Redacción

Francisco de Jerónimo nació en la pequeña ciudad de Grottaglie, cerca de Taranto, al sur de Italia, el día 17 de setiembre de 1642. Sus padres, Juan Leonardo de Jerónimo y Gentilesca Gravina, además de tener una posición honorífica en la región, se destacaban sobre todo por la virtud. Tuvieron once hijos, de los cuales Francisco fue el primogénito. A todos les proporcionaron una excelente educación religiosa.

Como el hijo mayor mostraba una fuerte inclinación para la virtud, al cumplir los once años sus padres lo confiaron a una sociedad de sacerdotes que vivían santamente, sin obligarse por votos. Debido a las excelentes cualidades del adolescente, fue encargado de enseñar catecismo a los niños y cuidar del orden en la iglesia. Impresionado por su piedad, el arzobispo de Taranto le confirió la tonsura eclesiástica a la edad de dieciséis años. Sus padres lo enviaron entonces a esa ciudad para estudiar filosofía y teología. Francisco fue después a Nápoles para estudiar derecho canónico y civil en el Gesù Vecchio, de los jesuitas, que figuraba en aquel tiempo entre las mejores universidades de Europa.

Francisco de Jerónimo fue ordenado sacerdote en 18 de marzo de 1666. Después de pasar cuatro años en el cargo de prefecto de disciplina en el colegio jesuita de Nápoles, pidió su admisión en la Compañía de Jesús a los 28 años de edad.

En el noviciado, a pesar de ser el más humilde, fervoroso, mortificado y obediente de todos, para probarlo, los superiores le prohibieron celebrar la santa misa más de tres veces por semana. Se cuenta que los otros días el mismo Jesucristo se le aparecía para darle la santa comunión.

Francisco fue entonces enviado a las misiones populares acompañando a un famoso predicador de la época, el padre Agnello Bruno. Durante tres años evangelizaron la región de Otranto convirtiendo a pecadores y fortificando a los justos, de tal modo que se decía en la región: “Los padres Bruno y Jerónimo parecen no ser simples mortales, sino ángeles enviados expresamente para salvar las almas”.

Lo nombraron después predicador de la iglesia de Gesù Nuovo, la casa profesa de los jesuitas en Nápoles. Francisco comenzó por incrementar el entusiasmo religioso de una congregación de trabajadores, cuya finalidad era secundar la labor misionera de los padres jesuitas. Quería que los congregados, incluso los más humildes, tomaran muy en serio la religión: que frecuentaran los sacramentos los domingos y fiestas de la Santísima Virgen; que todos los días ellos hicieran oración mental, sin la cual no es posible el menor progreso verdadero en la vida espiritual; que practicaran también mortificaciones y penitencias para dominar el propio yo, y que fueran devotos del Via Crucis y de Nuestra Señora. Poco a poco esos trabajadores se volvieron excelentes cooperadores, haciendo mucho apostolado y trayendo una multitud de pecadores a los pies de San Francisco de Jerónimo.

Como vivían apenas del parco salario, el santo instituyó entre ellos una caja de auxilio que les permitiera contar con una módica suma para sus gastos en caso de enfermedad. Y, en caso de muerte, recibir un digno funeral, con el insigne privilegio de poder ser enterrados en el cementerio de la propia iglesia de Gesù Nuovo.

San Francisco estableció también, en aquella iglesia, una comunión general el tercer domingo de cada mes. Sus congregados se dedicaban a difundir esa devoción, y lo hacían con tal éxito que era común ver a más de quince mil hombres comulgando los domingos.

Sus Indias y su Japón: el reino de Nápoles

Pero el celo apostólico de San Francisco no se limitaba a ello. Quería ir a las Indias para convertir infieles como su patrono San Francisco Javier. Pero sus superiores le respondieron que “sus Indias y su Japón” serían la ciudad y el reino de Nápoles. Durante 40 años él evangelizará esta región de modo notable.

Salía a las calles de la ciudad predicando sobre la necesidad de la conversión y de la penitencia, de lo inesperado de la muerte y de la necesidad de estar preparado para ella, del  juicio de Dios, de los tormentos eternos del infierno. Escogía para sus sermones de preferencia las calles donde hubiese ocurrido algún escándalo.

Algunos días de la semana visitaba los alrededores de Nápoles, a veces hasta 50 poblados en un sólo día. Predicaba en las calles, plazas e iglesias. Y el resultado era sorprendente.

Documentos de la época describen a San Francisco de Jerónimo como de estatura alta, cejas amplias, grandes ojos oscuros, nariz aguileña, mejillas secas, pálido, y con una mirada que reflejaba su austeridad y vida ascética. Todo eso producía una maravillosa impresión. El pueblo se aglomeraba para aproximarse a él, verlo, besarle las manos y tocar su ropa. Sus sermones cortos, pero enérgicos y elocuentes, tocaban las conciencias culpables de sus oyentes, operando conversiones milagrosas. Cuando exhortaba a los pecadores al arrepentimiento, adquiría aires de profeta del Antiguo Testamento y su voz se hacía más potente y terrible. Por eso el pueblo decía de él: “Es un cordero cuando habla, pero un león cuando predica”.

Prédicas, arrepentimientos y conversiones

Su método ordinario era el de mostrar primero la enormidad del pecado y el terror de los juicios divinos, para suscitar en los oyentes un santo temor e indignación a causa de sus pecados. Una vez obtenido eso, cambiaba totalmente el tono, y hablaba de la dulzura y de la bondad de Nuestro Señor Jesucristo, de modo que la esperanza sustituya a la desesperación y conquistar así los corazones más endurecidos. Era el momento que escogía para dirigir un llamado a la conversión, tan dulce y persuasivo que llevaba a muchos a caer de rodillas y pedir perdón por sus desmanes. Al final, añadía algún ejemplo categórico de los castigos o de las gracias de Dios para dejar en las almas una impresión más profunda.

Ante un auditorio voluble e impresionable, Francisco utilizaba todo cuanto pudiera poner aquellas imaginaciones al servicio de sus propias almas. Así, una vez trajo una calavera a su púlpito improvisado para hablar de la muerte. Otras, cuando nada parecía conmover a sus oyentes, paraba el sermón, descubría las espaldas y se flagelaba hasta correr sangre. El efecto era irresistible. Pecadores comenzaban a confesar sus crímenes en voz alta, mujeres de mala vida se arrodillaban delante del Crucifijo que él traía y se cortaban los cabellos en señal de arrepentimiento. San Francisco de Jerónimo fundó dos refugios para esas pecadoras arrepentidas y el Asilo del Espíritu Santo, que pronto cobijó a 190 hijos de esas infelices, para darles la oportunidad de encontrar un futuro menos sombrío. El santo tuvo la consolación de ver a 22 de esas mujeres abrazar la vida religiosa.

“Catalina, dime, ¿dónde estás?”

Pero no fue siempre así. Un día que predicaba en una plaza cerca de una casa de mala fama, la mujer que en ella habitaba comenzó a hacer todos los ruidos posibles para entorpecer la predicación. El santo continuó hasta el fin.

Otro día, predicando en el mismo lugar y viendo la casa cerrada, preguntó qué había pasado. Le respondieron que la mujer, Catalina, había muerto súbitamente. “¡Muerta!” —exclamó San Francisco Jerónimo sorprendido. “Vamos a verla”. Y, en compañía del pueblo, subió la escalera hasta la sala donde estaba el cadáver de la infeliz. Se produjo un silencio sepulcral, que el santo quebró preguntando: “Catalina, dime, ¿dónde estás?” Dos veces repitió la misma pregunta. Cuando lo hizo por tercera vez con voz más autoritaria, los ojos del cadáver se abrieron, los labios temblaron y, a la vista de todo mundo, ella respondió con una voz que parecía venir del otro mundo: “¡En el infierno! ¡En el infierno!”. El susto que provocó fue tan grande, que todos huyeron de aquel lugar maldito. Y nadie tuvo el valor de volver a casa sin antes haber hecho una buena confesión.

La caridad de San Francisco de Jerónimo lo llevaba también hasta los condenados a las galeras, transformando aquel lugar de rebelión y dolor en refugio de paz y resignación. Allí, con su insuperable caridad y celo por los almas, consiguió la conversión de varios esclavos moros a la verdadera fe. Para que sus bautismos influenciaran a fondo los corazones, los celebraba lo más pomposamente posible.

El santo quería trabajar hasta el fin de sus fuerzas. Decía:
Mientras yo conserve un aliento de vida iré, aunque sea arrastrado, por las calles de Nápoles. Si caigo debajo de la carga, daré gracias a Dios. Un animal de carga debe morir bajo su fardo”. 
Y eso sucedió el día 11 de mayo de 1716, cuando entregó su bella alma a Dios, a los 73 años de edad.




V Domingo de Pascua - "Yo soy el camino, la verdad y la vida"

10 de mayo de 2020
Hc 6, 1-7
Sal 32
1Pe 2, 4-9
Sn Jn 14, 1-12

Hoy, queridos hermanos celebramos el V DOMINGO DE PASCUA, y en dentro de él la fiesta del 10 de mayo, día de la madre en nuestro país. La cual estamos festejando de manera (atípica) diferente, debido a la cuarentena. Por lo cual encomendamos a todas las mamás de nuestro país vivas y difuntas a Dios.

El fragmento del Evangelio que hemos escuchado hoy forma parte del primer segmento del largo discurso en el cual Jesús se despide de sus discípulos y al mismo tiempo les promete  regresar.

Aunque no les habla con toda claridad, ellos intuyen que pronto va a morir. Jesús los ve abatidos, por tanto sabe que es el momento de reafirmarlos en la fe, enseñándoles a creer en Dios de manera diferente: “Que no tiemble su corazón. Crean en Dios y crean en mí”.

La idea de la resurrección en el AT es muy tardía, hasta el libro de Daniel se habla con claridad. Por esta razón en tiempos de Jesús existían personas que no conocían, no creían o hasta negaban la resurrección de los muertos.

No es fácil hablar de este tema es como querer describirle los colores a un ciego de nacimiento o el sonido a un sordo de nacimiento, de igual modo no se puede explicar que es la vida fuera de las dimensiones de espacio y de tiempo a quien aún esta en el planeta tierra. Jesús nos dice que la vida eterna será una comunión plena, alma y cuerpo, con Cristo resucitado, compartir su gloria y su gozo.

Nos encontramos ante un texto de auto revelación: “Yo soy el camino la verdad y la vida”, en adelante los discípulos han seguir confiando en Dios, y creer también el él, pues es él mejor camino par a creer en Dios.

Su Santidad el Papa Benedicto XVI, en su encíclica que trata sobre la esperanza, nos ayuda a reflexionar sobre lo que es la vida eterna desde un punto de vista existencial. Inicia dándonos a conocer que hay personas que no desean la vida eterna que incluso tienen miedo. Se preguntan ¿Para qué sirve prolongar una vida que se ha llevado llena de problemas y sufrimientos?

El Papa responde, no se logra pensar en la vida que no conocemos, mientras que se trata sí, de vida, pero sin las limitaciones que experimentamos en el presente. La vida eterna, será sumergirse un el océano del amor infinito ¡, en el cual el tiempo ya no existe. No será un continuo sucederse de días en el calendario, sino como el momento pleno de satisfacción, en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos a la totalidad. 

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