Redacción
Al morir sus padres, el pequeño Pedro fue tratado muy mal por un hermano suyo. La siguiente anécdota narra el carácter noble del muchacho: se encontró una moneda de escaso valor, que le pareció una fortuna, y se la entregó a un sacerdote para que celebrara una Misa por su padre difunto.
Su hermano mayor, Damián, ya ordenado sacerdote, lo rescató por fin de su situación miserable, se hizo cargo de él y lo ayudó en sus estudios, hasta que pudo ocupar el cargo de profesor en Ravena.
Pedro, en agradecimiento a este hermano, tomó su nombre: Damián. Pedro Damián nació en 1007 y le tocó vivir una época de inmoralidad y degeneración, tanto dentro como fuera de la Iglesia. Desde joven tenía el deseo de hacerse santo. Toda su vida está impregnada de esta exigencia: la santidad es posible y es necesaria para cada miembro del Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia.
A los 28 años entró en el convento de Fonte Avellana, en donde San Romualdo (950-1012) había reformado la regla benedictina, buscando una mayor austeridad, con flagelaciones y otras penitencias físicas.
Nuestro santo se enfermó gravemente en el convento y sufrió insomnio, quizá por la práctica de excesivas vigilias. Por sus virtudes, los ermitaños lo eligieron abad. Con este mismo espíritu de humildad y de entrega a la observancia de los consejos evangélicos, fundó otras cinco comunidades de frailes. Estos conventos se convirtieron en centros ejemplares de renovación.
Varios Sumos Pontífices llamaron a Pedro Damián, en contra de su voluntad, al servicio de la Iglesia para aprovechar sus dotes extraordinarias.
En primer lugar se debían combatir los vicios que estaban socavando la disciplina entre los miembros del clero secular y regular: la simonía (compra y venta de servicios eclesiásticos), el concubinato, la codicia y el afán de riquezas y poder.
Por esto, el Papa lo eligió cardenal y obispo de Ostia; sin embargo, los honores no llenaban el corazón de Pedro Damián y muy pronto solicitó regresar a su celda de ermitaño. En estas circunstancias conoció al subdiácono Hildebrando, futuro Papa Gregorio VII, reformador de la disciplina eclesiástica.
Como secuela de aquellas desviaciones había otros vicios que ensombrecían la imagen de la Iglesia de entonces, como las profundas divisiones, pleitos y guerras entre el pueblo, el clero, los obispos y los representantes de la Curia romana.
Desde el año 1051 se le confió a nuestro santo la delicada y difícil misión, como delegado apostólico, de pacificar esas facciones y lograr así mayor unidad en la Iglesia. Inspirado por la Biblia, nuestro santo vivía el heroísmo y lo exigía a los demás; por estas mismas razones evangélicas no permitió que el clero y menos los frailes, dejando su disciplina, se dedicaran a las ciencias y las artes humanas.
Su carácter se manifestó también en sus escritos y sermones, cartas, y poemas, por cuyo alto nivel recibió en 1828 el título de doctor de la Iglesia.
Muy importante es su formulación:
Cada fiel es una pequeña Iglesia, lo que él hace u omite, influye sobre todos.”
Murió el 22 de febrero de 1072 en Faenza, al regresar de Ravena, en donde el arzobispo había destruido, con sus atrocidades, la comunión con el Papa Alejandro II. La reconciliación de su ciudad natal con la Sede Apostólica, fue la última misión de este hombre luchador y a la vez pacificador.
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