febrero 2020
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Redacción

Cuenta una antigua biografía suya que en su juventud fue soldado, y que en un recorrido por Tierra Santa hallándose en Getsemaní le impresionó un cuadro que representaba los tormentos del Infierno; así se convirtió a los grandes ideales de perfección religiosa y se hizo monje en Gaza, donde iba a transcurrir toda su vida.

La historia le recuerda como un contemplativo que renuncia a la propia voluntad para ponerse en manos de Dios y que tiene un desprendimiento ejemplar respecto a las cosas de este mundo, sin sentir apego por nada, porque cualquier afición a personas u objetos era para él una atadura que le impedía estar completamente disponible en su espera del Cielo.

Se nos dice también que ni siquiera estaba apegado a las herramientas con las que trabajaba, y eso nos sugiere un grado último de renuncia, porque el afán de posesión suele atrincherarse en la excusa de la necesidad de los útiles imprescindibles: tal vez a un santo le cueste más que despreciar las riquezas, no amar la pobre azada con la que trabaja el huerto.

San Dositeo se nos aparece así en una desnudez heroica de asceta negándose a apoyarse en nada humano, reducido a un manojo de ansias de vivir sólo para Dios y entrar en su eternidad sin el menor lastre de afectos relativos a esta tierra.

Hasta en el calendario ocupa un lugar humildísimo, de comodín, donde termina el mes de febrero, negándose incluso una fecha inamovible en la procesión de los días; porque él es quien rellena las veinticuatro horas supernumerarias de los años bisiestos, como aceptando privarse del retorno anual de la fiesta de todos los demás. Sin tener siquiera un sitio en el tiempo, porque ni eso quiere.



Redacción

Leandro significa: hombre con fuerza de león.

San Leandro se ha hecho famoso porque fue el que logró que se convirtieran al catolicismo las tribus de visigodos que invadieron a España y el que logró que su rey se hiciera un fervoroso creyente. Su madre era hija de Teodorico, rey de los Ostrogodos, que invadieron a Italia. Tuvo tres hermanos santos. San Fulgencio, obispo de Ecija. San Isidoro, que fue el sucesor de Leandro en el arzobispado de Sevilla, y Santa Florentina.

Desde niño se distinguió Leandro por su facilidad para hablar en público y por la enorme simpatía de su personalidad. Siendo muy joven entró de monje a un convento de Sevilla y se dedicó a la oración, al estudio y a la meditación.

Cuando murió el obispo de Sevilla, el pueblo y los sacerdotes lo eligieron a él para que lo reemplazara. Desde entonces Leandro se dedicó por completo a convertir a los arrianos, esos herejes que negaban que Jesucristo es Dios. El rey de los visigodos, Leovigildo, era arriano, pero San Leandro obtuvo que el hijo del rey, San Hermenegildo, se hiciera católico. Esto disgustó enormemente al arriano Leovigildo, el cual mandó matar a Hermenegildo. El joven heredero del trono prefirió la muerte antes que renunciar a su verdadera religión y murió mártir. La Iglesia lo ha declarado santo. La conversión de Hermenegildo fue un fruto de las oraciones y de las enseñanzas de San Leandro.

Preciosa amistad

Leandro fue enviado con una embajada o delegación a Constantinopla y allá trabó amistad con San Gregorio Magno, que era embajador del Sumo Pontífice. Desde entonces estos dos grandes santos y sabios tuvieron una gran amistad que fue de mucho provecho para el uno y el otro. Se escribían, se consultaban y se aconsejaban frecuentemente. Y se cumplió lo que dice la Sagrada Escritura: “Encontrar un buen amigo, es mejor que encontrar un tesoro”.

Desterrado

El rey desterró al obispo Leandro por haber convertido a Hermenegildo al catolicismo. Y el santo aprovechó el destierro para escribir dos libros contra el arrianismo, probando que Jesucristo sí es verdadero Dios y que los herejes que dicen que Cristo no es Dios, están totalmente equivocados.

El rey Leovigildo estando moribundo se dio cuenta de la injusticia que había hecho al desterrar a Leandro y lo mandó volver de España y antes de morir le recomendó que se encargara de la educación de su hijo y nuevo rey de España, Recaredo. Y esto fue algo providencial, porque el santo obispo se dedicó a instruir sumamente bien en la religión a Recaredo y lo hizo un gran católico. Y luego San Leandro demostró tal sabiduría en sus discusiones con los jefes arrianos que logró convertirlos al catolicismo. Y así toda España se hizo católica: el rey Recaredo, sus ministros y gobernadores y los jefes de los arrianos. El que más alegría sintió por esto fue el Sumo Pontífice San Gregorio Magno, el cual envió a San Leandro una carta de felicitación y lo  nombró Arzobispo.

El concilio de Toledo

San Leandro reunió a todos los obispos de España en un Concilio en Toledo y allí dictaron leyes sumamente sabias para obtener la santificación de los sacerdotes, y el buen comportamiento de los fieles católicos. Para recordarle a la gente que Jesucristo es Dios como el Padre y el Espíritu Santo, mandó este buen arzobispo que en la Santa Misa se recitara el Credo que ahora se dice en las Misas de los domingos (costumbre que después siguió la Iglesia Católica en todo el mundo).

Sus enfermedades

Dios, a las personas que quiere hacer llegar a mayor santidad las hace sufrir más, para que ganen más premios para el cielo. San Leandro sufrió de muchas enfermedades con gran paciencia. Y uno de los males que más lo atormentó fue la gota, en las piernas (o inflamación dolorosa de las articulaciones por cristalización del ácido úrico).

El Papa San Gregorio, que también sufría de ese mismo mal, le escribió diciéndole:
Dichosa enfermedad que nos hace ganar méritos para el cielo y al obligarnos a estar quietos nos brinda la ocasión de dedicarnos más al estudio y a la oración”.
San Leandro murió en el año 596 y España lo ha considerado siempre como un gran benefactor y como Doctor de la Iglesia.





Redacción

El joven de 18 años se despidió de sus compañeros y amistades. Todos pensaban que hacía un viaje de vacaciones. Este muchacho era el más simpático de todo Spoleto, el que superaba a todos los demás candidatos bailando o representando una pieza teatral.

Francisco nació  el 1º de marzo de 1838 en Asís y fue bautizado allí mismo. De los 13 hijos del asesor judicial Possenti, Francisco era unos de los más jóvenes. Al morir su madre en 1842, su padre se fue convirtiendo en un hombre silencioso y taciturno. Este carácter lo heredaron todos los demás hermanos. Francisco era vivaracho y alegre, y estas cualidades ayudaron a su padre a soportar los primeros momentos de tristeza.

No es de sorprender que este hombre solitario sintiera por Francisco un especial cariño, quedando muy consternado cuando éste le comunicó la profesión que había elegido. Sin embargo, este deseo no llegó repentinamente aunque a todos sus amigos así les parecía.

Dos veces durante una grave enfermedad, Francisco hizo la promesa de entrar a un convento. En un accidente que tuvo durante una cacería, le vino el recuerdo de que la muerte estaba muy cerca, y cuando su hermana predilecta murió en 1855 a consecuencia del cólera, Francisco se sintió terriblemente triste. En la catedral de Spoleto había una imagen bizantina muy antigua de la Madre del Señor y ella le dio el impulso decisivo.

En la fiesta de la Asunción en 1856 la Virgen fue llevada en procesión. En medio de luces pasó ante el joven, y pareció como si la Madre de Dios le hubiese hablado y le recordara su promesa. Entonces no se resistió durante más tiempo.

Su padre trató por última vez de disuadirle. Le dio la oportunidad de conocer a una bella joven, hija de muy buena familia. La pasión que encendió este encuentro pudo retrasar un poco su entrada en el convento, pero no llegó a evitarla.

El 7 de septiembre de 1856 Francisco abandonó la casa paterna. Visitó primero el santuario de Loreto para dirigirse después a Morrovalle, al seminario de los padres pasionistas. En el momento de poner el pie sobre el dintel de la puerta del convento, murió para él el mundo.

Tan perfecta fue la transformación de este joven en serio hombre  religioso, que los superiores no tuvieron inconveniente para entregarle a los 11 días el hábito de la Orden. Apenas pudo llevar 6 años este hábito. Pero durante este tiempo, muchos correligiosos del convento podían tener un ejemplo de la enorme energía moral con la que el Hermano Gabriel formaba su personalidad, según la espiritualidad de la Orden religiosa.

La exigencia de perfección de los pasionistas no es, como cree la opinión pública, el deseo de lo extraordinario, sino que está basada en un principio sencillo: trabajo, oración y penitencia. Efectuar estas virtudes en la vida ordinaria extraordinariamente, ésa es la aspiración de los pasionistas.

Y este es precisamente el motivo por el que se considera al Hermano Gabriel como santo. El valeroso sacrificio de su sensible e impetuoso espíritu lo impulsaba a observar hasta en los más mínimos detalles las reglas de la Orden.

Gabriel Possenti hizo sus votos en septiembre de 1857. Después fue a Pievetorina durante un año a estudiar metafísica, para ser más tarde destinado al apartado convento de Isola a estudiar teología. En mayo de 1861 recibió la tonsura y las órdenes menores.

Sin embargo, antes de poder presentarse ante el altar por primera vez, la tuberculosis le obligó a postrarse en el lecho. Murió el 27 de febrero de 1862. Tenía 24 años de edad. Aquí terminó la vida de un joven santo, un San Luis Gonzaga del siglo XIX.

En el año de 1908 fue beatificado el Hermano Gabriel, antes llamado Francisco Possenti, delante de una imagen de la Virgen Dolorosa. En 1920 fue canonizado pasando a formar parte de los santos de la Iglesia. Además es el patrono de la juventud católica en Italia.


Redacción

Polio, gobernador de Panfilia y Frigia durante el reinado de Decio, trató de ganarse el favor del emperador, aplicando cruelmente su edicto de persecución contra los cristianos.

Néstor, obispo de Magido, gozaba de gran estima entre los cristianos y los paganos, y comprendió que era necesario buscar sitios de refugio para sus fieles. Rehusando a ser oculto, el Obispo esperó tranquilamente su hora de martirio, y cuando se encontraba en oración, oficiales de la justicia fueron en su búsqueda.

Luego de un extenso interrogatorio y amenazas de tortura, el Obispo fue enviado ante el gobernador, en Perga. El gobernador trató de convencer al santo –primero con halagos y luego con amenazas- de que renegara de la religión cristiana, pero Néstor se mantuvo firme en el Señor, siendo enviado al potro, donde el verdugo le desgarraba la piel de los costados con el garfio.

Ante la firme negativa del santo de adorar a los paganos, el gobernador lo condenó a morir en la cruz, donde el santo todavía tuvo fuerzas para alentar y exhortar a los cristianos que le rodeaban.

Su muerte fue un verdadero triunfo porque cuando el Obispo expiró sus últimas palabras, tanto cristianos como paganos se arrodillaron a orar y alabar a Jesús.



Redacción

El ángel de los niños enfermos

El 24 de octubre de 1880 nació en San Gregorio, pequeño pueblo de montaña en la región de los Abruzos, Italia, Antonina De Angelis hija de Ludovica De Angelis y Santa Colaianni, humildes labradores de la región, quienes enseñaron a la pequeña sus primeras palabras y oraciones al mismo tiempo que infundían en ella el amor a Nuestro Señor Jesucristo, la devoción a la Santa Virgen María, a la misa dominical y a los sanos principios de castidad y caridad cristiana.

Antonina creció en ese hogar devoto y piadoso, ayudando a sus padres y llevando una vida ejemplar hasta que, a fines de 1904 , anunció que estaba decidida a abrazar la vida religiosa, ingresando el 14 de Noviembre de ese mismo año en el noviciado de las Hijas de la Misericordia. En mayo de 1905 vistió el hábito y tomó el nombre de María Ludovica, con el que pasaría a la inmortalidad . El 3 de ese mes hizo sus votos de obediencia, pobreza y castidad para dedicarse, durante los dos años siguientes, a la oración, al cuidado de la niñez y al socorro de los menesterosos.

El 14 de noviembre de 1907 su congregación la envió a la República Argentina, con un reducido grupo de religiosas que arribó al puerto de Buenos Aires el 4 de diciembre, encaminándose a la ciudad de La Plata donde, llamada por las damas de la Sociedad de Beneficencia, se incorporó al incipiente Hospital de Niños local, fundado el 6 de septiembre de 1887.

Sor Ludovica supo brindar al Hospital de Niños una calidez especial con la que superó la típica frialdad de esas instituciones, estableciendo con éxito el espíritu de familia entre internados, médicos, enfermeros y directivos. Después de su fallecimiento, acaecido el 25 Febrero de 1962, cuando contaba 82 años de edad, el merecido homenaje pudo realizarse. Durante su sepelio, el Dr. Carlos Boffi, director del Hospital, manifestó que por entonces funcionaba “ … 25 servicios con capacidad de 600 enfermitos. Todo es obra concebida, dirigida y obtenida por la Superiora, Madre Ludovica”.

Con su desaparición, los niños enfermos no solamente perdieron una madre sino a un verdadero ángel protector. En el año 2004 fue beatificada por el Papa Juan Pablo II, después de haber sido reconocido un milagro de curación en una niña platense de pocos años de edad. De comprobarse un milagro más, la venerable religiosa de las Hijas de la Misericordia accederá a la santidad que ya tiene ganada por la grandeza de su obra en pro de los niños enfermos y necesitados.

Oremos

Concédenos, Señor, un conocimiento profundo y un amor intenso a tu santo nombre, semejantes a los que diste a la Beata María Ludovica, para que así, sirviéndote con sinceridad y lealtad, a ejemplo suyo también nosotros te agrademos con nuestra fe y con nuestras obras. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo. Amén.



Redacción

Moisés y Abraham son los dos personajes más famosos del Antiguo Testamento. Los dos más grandes amigos de Dios en la antigüedad.

Moisés fue el Libertador del pueblo de Israel.

Salvado de las aguas

La historia de Moisés se encuentra en el segundo libro de la S. Biblia, el Libro del Éxodo, uno de los libros más hermosos y emocionantes de toda la literatura universal. Ningún buen cristiano debería quedarse sin leer el Éxodo no sólo una vez sino muchas veces. Su lectura le hará un gran provecho a su alma.

Cuenta el libro del Éxodo que empezó a gobernar a Egipto un faraón que no quería a los israelitas y dio una ley mandando que todo niño varón que naciera había que matarlo. Y un día nació un bellísimo niño, de la tribu de Leví. Sus padres lo escondieron para que no lo fueran a matar los soldados del faraón, pero como el niño lloraba y podían oírlo desde la calle, dispuso entonces la madre echarlo entre un canasto, que ella había forrado con brea por fuera y dejarlo flotando sobre las aguas del río Nilo.

Y sucedió que fue la hija del faraón a bañarse al río Nilo y al ver el canasto sobre el agua mandó un nadador a que lo sacara. Y allí encontró el hermoso niño que lloraba. Se compadeció de él y en ese momento llegó la hermanita del niño, que estaba escondida entre los matorrales de la orilla observando, y le propuso que ella le podía conseguir una señora para que criara al niño. La hija del rey aceptó y fue llamada la mamá a quien la princesa le pagó para que criara al pequeñín, al cual le puso por nombre Moisés, que significa: salvado de las aguas.

Moisés príncipe

La hija del faraón adoptó a Moisés como príncipe y lo hizo educar en el palacio del rey donde se educaban los que iban a ser gobernantes de la nación. Esta educación tan esmerada le sirvió mucho después para saber gobernar muy bien al pueblo de Israel.

Fugitivo en el desierto

Cuando Moisés fue mayor, un día vio que un egipcio atormentaba a un israelita y por defender al israelita hirió gravemente al egipcio. Lo supo el rey y lo iba a mandar matar, y entonces Moisés salió huyendo hacia el desierto.

En el desierto encontró a unas pastoras que no podían dar de beber a sus rebaños porque unos pastores muy matones se lo impedían. Como él era un buen luchador las defendió y les permitió dar de beber a sus ovejas. Las muchachas le contaron esto a su padre y el buen hombre mandó llamar a Moisés y lo encargó de cuidarle sus rebaños en el desierto. Allí estuvo por siete años, dedicado a la meditación y a la oración, y ese tiempo le fue muy útil porque pudo conocer muy bien el desierto por donde más tarde iba a conducir al pueblo de Israel.

Moisés se casó con Séfora, la hija del dueño de las ovejas, y de ella tuvo dos hijos: Eliécer y Gerson.

La zarza ardiente

Un día mientras cuidaba las ovejas en el desierto vio Moisés que un montón de espinas ardían entre llamaradas pero no se quemaban. Lleno de curiosidad se acercó para ver qué era lo que pasaba y una voz le dijo: “Moisés, Moisés, quítate las sandalias porque el sitio que está pisando es sagrado”.
Él preguntó: “¿Quién eres Tú Señor?
La voz respondió: Yo soy el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. He oído las lamentaciones de mi pueblo de Israel y he dispuesto bajar a ayudarlos. He dispuesto liberarlos de la esclavitud de Egipto y llevarlos a una tierra que mana leche y miel. Yo te enviaré al faraón para que los deje salir en libertad.
Moisés preguntó: ¿Señor, y si me preguntan cuál es tu nombre, que les diré?
El Señor le respondió: Yo soy Yahvé. Yo soy el que soy. Irás a los israelitas y les dirás: “Yahvé, que es el Dios de Abraham, Isaac y Jacob me envía a vosotros”. Luego reunirás a los ancianos de Israel, y con ellos irás al faraón a pedirle que deje salir libre al pueblo. El faraón se negará pero yo haré toda clase de prodigios para que los dejen salir”.

Poder de hacer prodigios

Moisés dijo al Señor: ¿Y qué demostración les voy a hacer para que sepan que sí voy de parte de Dios?
El Señor le respondió: Echa al suelo tu vara de pastor.
Moisés lanzó al suelo su vara o bastón que se convirtió en serpiente.
Dios le dijo: Toma la serpiente por la cola.
La agarró y se volvió otra vez bastón.
Dios le dijo: esta será una de las señales con las cuales yo te voy a apoyar para que te crean.
Moisés le dijo a Nuestro Señor: “Yo tengo dificultad para hablar. ¿Por qué no mandas a otro?”. El Señor le dijo: “Tu hermano Aarón que sí tiene facilidad para hablar, te ayudará”.
Moisés se volvió a Egipto y junto con su hermano Aarón reunió a los ancianos de Israel y les contó lo que le había mandado el Señor Dios. Y convirtió el bastón en serpiente para demostrarles que sí venía de parte de Dios.

Las diez plagas

Se fueron donde el faraón a pedirle que dejara salir en libertad al pueblo de Israel pero el faraón no quiso aceptar sino que más bien esclavizó más a los israelitas y les puso trabajos más pesados, haciendo ladrillos. El pueblo clamó a Dios y Dios los escuchó y mandó las terribles diez plagas de Egipto.

La primera, consistió en que las aguas del Nilo se convirtieran en sangre, al ser tocadas por el bastón de Moisés. La segunda plaga fue una espantosa invasión de ranas por todas las casas. El faraón se asustó, pero apenas Moisés obtuvo que se acabara la plaga, ya no dejó salir al pueblo. La tercera, una nube inmensa de mosquitos que molestaban a todo el mundo. La cuarta, unos tábanos o abejones que picaban muy duro. La quinta plaga, una peste que mató el ganado. La sexta, úlceras por todo el cuerpo en la gente. La séptima plaga, una terrible granizada que destruyó los cultivos. La octava, las langostas que llegaron por millones y arrasaron con todo. La novena, tres días de tinieblas. Y la décima y más terrible, la muerte de todos los hijos mayores o primogénitos de las familias de Egipto. Ante esta calamidad, el faraón se asustó y dejó salir al pueblo de Israel.

El paso del Mar Rojo

Cuando el faraón asustado dio la orden de que los israelitas podían salir de Egipto donde estaban como esclavos, todos ellos se apresuraron a abandonar el país  con sus animales y cuanto tenían dirigidos por Moisés. Pero al llegar al Mar Rojo vieron que el ejército egipcio venía a perseguirlos. Asustados clamaron a Dios y entonces el Señor mandó a Moisés que tocara con su bastón el mar. Inmediatamente se abrieron las aguas en dos grandes murallas y el pueblo pasó a pie por terreno seco hasta la otra orilla. El ejército del faraón quiso pasar también, pero por orden de Dios, Moisés tocó otra vez con su bastón las aguas y estas se cerraron y ahogaron a todo el ejército perseguidor. En ese día el pueblo aumentó su fe en Dios y creyó en Moisés su profeta.

El agua de la roca

En el desierto faltó el agua y el pueblo se moría de sed. Moisés, por orden del Señor, golpeó con su bastón una roca y de ella brotó una fuente de agua en la cual bebió todo el pueblo y bebieron sus ganados.

El maná

La gente empezó a sufrir hambre y a protestar. Entonces Dios hizo llover del cielo un pan blanco y agradable. La gente al verlo decía: ¿Maná? (que en su idioma significa ¿qué es esto?). Dios le dijo a Moisés: “Este es el pan con el cual los voy a alimentar mientras se encuentren en el desierto”. Y así durante 40 años el maná fue el alimento prodigioso que los libró de morirse de hambre.

Los diez mandamientos

Moisés subió al Monte Sinaí y allí Dios le dio los diez mandamientos, escritos en dos tablas de piedra. Y prometió que quien los cumpla tendrá siempre sus bendiciones y su ayuda.

Sufrimiento y leyes

Moisés tuvo que sufrir mucho porque el pueblo era rebelde y muy inclinado al mal, pero Dios se le aparecía y hablaba con él como un amigo de mucha confianza. Inspirado por Nuestro Señor dio Moisés al pueblo unas leyes sumamente sabias que fueron después muy útiles para conservarlos en las buenas costumbres y preservarlos en la fe.

La intercesión de Moisés

Cuando el pueblo pecaba y Dios se proponía castigarlo, Moisés oraba por el pueblo pecador y Dios los perdonaba. Cuando los enemigos venían a atacarlos, Moisés se iba al monte a rezar. Mientras él rezaba con las manos levantadas triunfaba el ejército de Israel. Pero cuando Moisés dejaba de rezar, era derrotado el pueblo de Dios. Por eso entre dos hombres le tenían los brazos levantados para que no dejara de orar mientras duraba la batalla. Es que por ser tan amigo de Dios, conseguía de Él cuanto le pedía en la oración.

Muerte de Moisés

Dios lo hizo subir a un Monte donde pudo ver la Tierra Prometida. Y allí murió y lo enterraron los ángeles. Nunca más hubo otro hombre que hablara con Dios de tú a tú, como Moisés y que hiciera tantos milagros y prodigios. Hasta que llegó Nuestro Señor Jesucristo, nuevo Moisés, pero muchísimo más poderoso y santo que él, porque Jesús es a la vez Dios y hombre.

La Biblia dice que en la antigüedad no hubo un hombre tan humilde y tan manso como Moisés.

Que este gran amigo de Dios nos consiga de Nuestro Señor la gracia de ser mansos y humildes, y de permanecer siempre amigos de Dios hasta el último momento de nuestra vida y después para siempre en el cielo. Amén.



Redacción

Al visitar la basílica de San Pedro en Roma, muchos fieles se acercan a besar o tocar el pie derecho de una estatua de bronce, colocada junto al muro derecho de la nave central y que representa al primer Papa, sentado en la Cátedra, símbolo de su autoridad e infalibilidad.

No lejos de este lugar se encuentran las grutas de San Pedro y, en el subsuelo, el cementerio pagano con sus pasillos estrechos, en donde fue sepultado Pedro después de su martirio. Es posible que el mismo 22 de febrero sea el día de su entierro, ya que el 29 de junio es la fecha de la traslación de los cuerpos de San Pedro y San Pablo a las catacumbas de San Calixto el año 258, durante la persecución de Valeriano.

Cuando se depositaban los restos de un difunto, se acostumbraba celebrar una comida conmemorativa con una silla vacía que representaba la presencia espiritual del hermano que el Señor había llamado. ¿Es acaso el 22 de febrero el día que recuerda este rito, la presencia de la Cátedra y, después, la veneración de esta reliquia de aniversario?

También sabemos, por la historia, que los paganos de Roma celebraban precisamente el 22 de febrero, una conmemoración de difuntos, a la que se llamó “Parentalia”, porque tenían la costumbre de llevar pan a las tumbas de los parientes difuntos. Por ello es posible que los cristianos hayan colocado la fiesta de la Cátedra de San Pedro en esta fecha, para sustituir el rito pagano.

De todos modos, para nosotros este día se puede considerar una fiesta de gratitud de la Iglesia para el oficio del Papado, como servicio universal en cuanto a la verdad que Cristo nos reveló.

Delante del tribunal de Pilato, político escéptico y venal que no supo defender la verdad, Cristo declaró solemnemente: “Para esto he nacido yo y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad” (Jn 19, 37). Con su sacrificio, “el príncipe de este mundo” (Jn 12, 31), el “padre de la mentira”, fue arrojado fuera (Jn 8, 44), y desde entonces la Iglesia no cesa de dar testimonio de la verdad sobre Cristo, como Redentor del hombre, y sobre los derechos divinos y humanos, íntimamente vinculados a su Persona.

Precisamente por estos derechos los cristianos fueron llamados a juicio y, delante de estos tribunales paganos, rechazaron el culto idolátrico y murieron como testigos de Cristo, exactamente como la inmensa mayoría de los Papas romanos de los primeros siglos, quienes perseguidos de día y de noche no tenían ni tiempo de ocupar, en sentido material, su Cátedra legítima.

En nuestros días, el Papa “siervo de los servidores de Dios”, desde su Cátedra de Pastor Supremo se presenta ante todos los cristianos, -pero especialmente ante aquellos que son llevados a juicio y condenados por su religiosidad- como fundamento irrefutable de la verdad, contra la cual las fuerzas del infierno no prevalecerán.

Casi siempre se celebra esta fiesta cerca de la Cuaresma o en ese tiempo, por lo que es aconsejable rezar y meditar en ella la oración sacerdotal de Cristo del Jueves Santo; ciertamente el Señor pide para sus apóstoles la asistencia del Espíritu Santo, verdadera seguridad de la infalibilidad del Papa para cualquier época de la Iglesia.



Redacción

Al morir sus padres, el pequeño Pedro fue tratado muy mal por un hermano suyo. La siguiente anécdota narra el carácter noble del muchacho: se encontró una moneda de escaso valor, que le pareció una fortuna, y se la entregó a un sacerdote para que celebrara una Misa por su padre difunto.

Su hermano mayor, Damián, ya ordenado sacerdote, lo rescató por fin de su situación miserable, se hizo cargo de él y lo ayudó en sus estudios, hasta que pudo ocupar el cargo de profesor en Ravena.

Pedro, en agradecimiento a este hermano, tomó su nombre: Damián. Pedro Damián nació en 1007 y le tocó vivir una época de inmoralidad y degeneración, tanto dentro como fuera de la Iglesia. Desde joven tenía el deseo de hacerse santo. Toda su vida está impregnada de esta exigencia: la santidad es posible y es necesaria para cada miembro del Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia.

A los 28 años entró en el convento de Fonte Avellana, en donde San Romualdo (950-1012) había reformado la regla benedictina, buscando una mayor austeridad, con flagelaciones y otras penitencias físicas.

Nuestro santo se enfermó gravemente  en el convento y sufrió insomnio, quizá por la práctica de excesivas vigilias. Por sus virtudes, los ermitaños lo eligieron abad. Con este mismo espíritu de humildad y de entrega a la observancia de los consejos evangélicos, fundó otras cinco comunidades de frailes. Estos conventos se convirtieron en centros ejemplares de renovación.

Varios Sumos Pontífices llamaron a Pedro Damián, en contra de su voluntad, al servicio de la Iglesia para aprovechar sus dotes extraordinarias.

En primer  lugar se debían combatir los vicios que estaban socavando la disciplina entre los miembros del clero secular y regular: la simonía (compra y venta de servicios eclesiásticos), el concubinato, la codicia y el afán de riquezas y poder.

Por esto, el Papa lo eligió cardenal y obispo de Ostia; sin embargo, los honores no llenaban el corazón de Pedro Damián y muy pronto solicitó regresar a su celda de ermitaño. En estas circunstancias conoció al subdiácono Hildebrando, futuro Papa Gregorio VII, reformador de la disciplina eclesiástica.

Como secuela de aquellas desviaciones había otros vicios que ensombrecían la imagen de la Iglesia de entonces, como las profundas divisiones, pleitos y guerras entre el pueblo, el clero, los obispos y los representantes de la Curia romana.

Desde el año 1051 se le confió a nuestro santo la delicada y difícil misión, como delegado apostólico, de pacificar esas facciones y lograr así mayor unidad en la Iglesia. Inspirado por la Biblia, nuestro santo vivía el heroísmo y lo exigía a los demás; por estas mismas razones evangélicas no permitió que el clero y menos los frailes, dejando su disciplina, se dedicaran a las ciencias y las artes humanas.

Su carácter se manifestó también en sus escritos y sermones, cartas, y poemas, por cuyo alto nivel recibió en 1828 el título de doctor de la Iglesia.

Muy importante es su formulación:
Cada fiel es una pequeña Iglesia, lo que él hace u omite, influye sobre todos.”

Murió el 22 de febrero de 1072 en Faenza, al regresar de Ravena, en donde el arzobispo había destruido, con sus atrocidades, la comunión con el Papa Alejandro II. La reconciliación de su ciudad natal con la Sede Apostólica, fue la última misión de este hombre luchador y a la vez pacificador.






Redacción

El último de 16 hijos, que había nacido en el hogar de piadosos padres en Angers (Francia Occidental) el 19 de diciembre de 1747, en vísperas de la Navidad, recibió en el bautismo un nombre que debiera recordar la Navidad: “¡Noel!” (en latín sería “Natalis” y en italiano “Natale”). Este niño trajo no sólo alegría navideña a su numerosa familia, sino también a la Iglesia en honor de un nuevo mártir de la Santísima Eucaristía.

Con los oratorianos en Angers recibió el muchacho una buena educación; en diciembre de 1770 la ordenación sacerdotal hizo de él un devoto y bondadoso sacerdote diocesano que desarrolló en su lugar una preciosa labor. Los primeros 10 años trabajó como capellán en Bousse (Sarthe) y en Corze.

En junio de 1781 regresó a la ciudad obispal de Angers para terminar sus estudios de teología, que culminarían con un grado académico. Durante ese lapso, Noel era capellán en el Hospital de los incurables en Angers. El 6 de febrero de 1788 recibió el título de “Magister Artium”.

Poco después fue nombrado párroco de Saint-Aubin en Lauroux-Béconnais, una parroquia relativamente grande, que contaba con 3,000 almas. Aquí obró como buen pastor, pero solamente durante dos años, pues él entró pronto en la tormenta de la Revolución Francesa que apenas estalló.

El 12 de julio de 1791 se acordó en París la Constitución civil. El padre Pinot se negó, con otros valientes sacerdotes, a prestar juramento a esta constitución anticlerical. En su sermón del 27 de febrero de 1791 la criticó fuertemente y de inmediato fue denunciado a las autoridades. El 5 de marzo se le tomó preso y llevado a Angers, donde siete días después recibió la prohibición de ejercer su profesión de sacerdote.

Bajo estas circunstancias no le quedaba otra posibilidad que esconderse. Primero en el Hospital de los incurables en Angers. Después de buscarle allá, llevó durante dos años la vida de un sacerdote perseguido, libre como pájaro y huyendo de un lugar a otro. Aunque siempre preparado para huir, seguía ofreciendo clandestinamente la Santa Misa y administrando los sacramentos.

Cuando los católicos de la Vendée se levantaron durante corto tiempo con éxito contra el régimen del terror, pudo el padre Pinot regresar a su parroquia; pero sólo por corto tiempo pudo gozar de su libertad, puesto que el levantamiento de los católicos fue derribado desde París. El padre tuvo que esconderse nuevamente, y no sólo esto: se ofreció una suma de dinero a quien lo entregara --vivo o muerto-- a los tiranos de la revolución.

En la noche del 9 de febrero de 1794 el padre Pinot se preparaba en una lejana hacienda nombrada Milanderie para celebrar la Santa Misa. Ya estaban hechos todos los preparativos y el padre se iba a poner el alba cuando irrumpió la guardia y se dispuso a hacer una revisión exhaustiva del lugar. El padre Pinot se escondió lo más rápido posible en una caja, puesta todavía su alba; allí fue descubierto y llevado preso.

El 21 de febrero de 1794 se abrió en Angers el proceso contra él. Las acusaciones fueron: presunta colaboración con los insurrectos, negación de juramento a la constitución civil, presunta cooperación para la reposición de la monarquía y sobre todo el prohibido ejercicio de la profesión de sacerdote. Lo último, junto con el hecho de haber celebrado la Santa Misa, era suficiente para dictar sobre el padre Pinot la pena de muerte y ejecutarlo el mismo día. El candidato a muerte fue irónicamente preguntado si quería morir con el alba puesta, proposición que aceptó con entusiasmo porque así puedo vivir todavía la más bella satisfacción: hasta el último momento ser sacerdote. El suplicio sería como la celebración de su última Misa, su ofrenda final.

Así subió el padre Pinot al patíbulo, vestido con alba y casulla. Momentos antes de su decapitación tuvo que quitarse la casulla, pero los fieles le pusieron más tarde el ensangrentado ornamento después de la consumación del sacrificio.

El 21 de octubre de 1926, el Papa Pío XI beatificó a este valiente sacerdote diciendo: “Noel Pinot atestiguó, llevando hasta el momento de su ejecución la casulla, que la tarea primordial, más importante y más sagrada del sacerdote es la celebración de la Santa Eucaristía según el encargo del Señor: “Haced esto en memoria mía”. Noel Pinot quiso por su muerte como mártir demostrar a los sacerdotes que parte de la celebración de la Santa Misa, como la prescribe la Iglesia, es el uso de las vestiduras sagradas. La profanación y desacralización es siempre táctica del Maligno”.



Redacción

Conrado nació en Piacenza, al sur de Milán, hacia el año 1290, de la noble familia de los Confalonieri. De joven fue amante de la vida mundana, ejerció el oficio de las armas y su afición preferida era la caza. Contrajo matrimonio con una dama de su misma clase y condición, llamada Eufrosina de Lodi.

En una cacería ordenó a sus criados que prendieran fuego al matorral donde se habían escondido las presas. El fuego se extendió sin que pudieran controlarlo, y arrasó campos y casas. Conrado y su comitiva volvieron sigilosamente a la ciudad, sin que nadie les viera.

La autoridad tuvo que tomar cartas en el asunto, temiendo el enfrentamiento entre güelfos y gibelinos, y resultó acusado un hombre pobre, a quien encontraron por el lugar del incendio; sometido a tortura, se confesó culpable y fue condenado a muerte, pues no podía resarcir a los damnificados.

La condena de un inocente en su lugar hizo reflexionar a Conrado. Se presentó ante el gobernador de Piacenza, Galeazzo Visconti, se declaró culpable de lo sucedido por su imprudencia y tuvo que satisfacer con todos sus bienes los daños causados. Él y su mujer quedaron en la miseria.

Conrado y Eufrosina acertaron a ver la mano de Dios en todo lo sucedido y, tras larga y profunda reflexión, decidieron consagrarse al Señor. Ella entró en el monasterio de clarisas de Piacenza, donde profesó y pasó el resto de su vida, y él emprendió una larga peregrinación por los santuarios en busca del lugar adecuado para vivir como ermitaño, dedicado a la penitencia y oración.

En Calendasco vistió el hábito de la Tercera Orden de San Francisco el año 1315. Visitó Roma, marchó a Malta, donde aún se conserva la Gruta de San Conrado, y de allí se trasladó a Sicilia, pasó por Palazzolo y llegó a Noto Antica, al sur de Siracusa, entre 1331 y 1335. Aquí, al principio se dedicó a cuidar a los enfermos del Hospital de San Martín, pero crecía su fama de santidad y aumentaba el número de fieles que acudían a él, por lo que decidió retirarse a un eremitorio cercano a Noto, donde se encontró con otro ermitaño terciario franciscano, el beato Guillermo Buccheri de Scicli (1309-1404; cf. 4 de abril).

Y allí, en la soledad de la Grotta dei Pizzoni, cerca de Noto, pasó el resto de sus años consagrado a la oración y a la penitencia, implorando de Dios la conversión de los hombres de peor vida, la liberación de desastres naturales, la curación de multitud de enfermos que acudían a él de toda la contornada; y el Señor atendía sus oraciones realizando incluso muchos y clamorosos milagros. Hacia el final de su vida recibió en su retiro la visita del Obispo de Siracusa.

Conrado murió en Noto, concretamente en la Grotta dei Pizzoni, mientras estaba entregado a la oración, el 19 de febrero de 1351. Fue enterrado en la ciudad, en la iglesia de San Nicolás, hoy catedral de la diócesis, y más tarde guardaron sus restos en una urna de plata.

Casi de inmediato se inició su proceso de beatificación, que concluyó mucho después por circunstancias de la vida de la iglesia y de la política, con la aprobación de los papas León X, Pablo III y Urbano VIII.

Este último lo canonizó el 12 de septiembre de 1625 y concedió a la Orden franciscana celebrar su misa y oficio. Es patrono, junto con san Nicolás, de la ciudad y diócesis de Noto, y se le invoca particularmente para la curación de las hernias.

En el arte se le suele representar como ermitaño franciscano, con una cruz a los pies y su figura rodeada de pajarillos; también, como un anciano con barba larga, los pies desnudos, un bastón en las manos y un manto largo sobre las espaldas; a veces se añade un perro, aludiendo al incidente de caza que cambió la vida del santo.



Redacción

El Evangelio de San Mateo describe a San Simeón como uno de los parientes o hermanos del Señor. Su padre era Cleofás, hermano de San José, y su madre, era hermana de la Virgen María, siendo Simeón primo carnal del Señor. Sin duda, el santo fue uno de los hermanos de Jesús que recibió el Espíritu Santo el día de Pentecostés.

Siendo asesinado Santiago el menor por lo judíos, los apóstoles y discípulos se reunieron para elegir a su sucesor en la sede de Jerusalén y por unanimidad escogieron a Simeón. El año 66 estalló en Palestina la guerra civil a consecuencia de la oposición de los judíos a los romanos y parece que los cristianos de Jerusalén recibieron del cielo el aviso de que la ciudad sería destruida y que debían salir de ella sin tardanza, refugiándose con el santo en la ciudad de Pela.

Después de la toma y destrucción de Jerusalén, los cristianos volvieron y se establecieron en las ruinas, hasta que el emperador Adriano arrasó con los escombros, pero este hecho permitió que la Iglesia floreciera grandemente y que numerosos judíos se convirtieran al cristianismo debido a los milagros obrados por los santos. Vespasiano y Domiciano mandaron a matar a todos los miembros descendientes de David, pero Simeón consiguió escapar.

Sin embargo, durante la persecución de Trajano, fue denunciado como cristiano y descendiente de David, siendo sentenciado a muerte por el gobernador romano Atico. Fue torturado y crucificado, soportando con fortaleza y valentía el suplicio, pese a que contaba con 120 años.



Redacción

Estos siete varones florentinos llevaron primero una vida eremítica en el monte Senario, con particular dedicación al culto de la Virgen. Después se dedicaron a predicar por toda la Toscana y fundaron la Orden de Siervos de santa María Virgen, «Servitas», reconocida por la Santa Sede el año 1304.

Su memoria anual se celebra este día, en el que, según se dice, murió uno de ellos, san Alejo Falconieri, el año 1310.

De la tradición sobre el origen de la Orden de los Siervos de la Virgen María

Siete fueron los varones, dignos de reverencia y honor, que reunió nuestra Señora como siete estrellas, para dar comienzo, por la concordia de su cuerpo y de su espíritu, a la Orden de sus siervos.

Cuando yo entré en la Orden sólo vivía uno de aquéllos, que se llamaba hermano Alejo. Nuestra Señora tuvo a bien mantenerlo en vida hasta nuestros días para que nos contara los orígenes de la Orden. La vida de este hermano Alejo era, como pude ver con mis propios ojos, una vida tan edificante que no sólo movía con su ejemplo a todos los que con él vivían, sino que constituía la mejor garantía a favor de su espíritu, del de sus compañeros y de nuestra Orden.

Su estado de vida, antes de que vivieran en comunidad, constaba de cuatro puntos. El primero, referente a su condición ante la Iglesia. Unos habían hecho voto de virginidad o castidad perpetua, otros estaban casados y otros viudos. Referente a su actividad pública, eran comerciantes. Pero en cuanto encontraron la perla preciosa, es decir, nuestra Orden, no solamente dieron a los pobres todo lo que poseían, sino que se entregaron con gran alegría al servicio de Dios y de la Señora.

El tercer punto se refiere a su devoción a la Virgen. En Florencia existía una antiquísima congregación que, debido a su antigüedad, su santidad y número de miembros, se llamaba «Sociedad mayor de nuestra Señora». De esta sociedad procedían aquellos siete varones, tan amantes de nuestra Señora.

Por último, me referiré a su espíritu de perfección. Amaban a Dios sobre todas las cosas, a él dirigían, como pide el debido orden, todo cuanto hacían y le honraban con sus pensamientos, palabras y obras.

Una vez que tomaron la decisión de vivir en comunidad, y confirmado su propósito por inspiración divina, ya que nuestra Señora les impulsaba especialmente a este género de vida, fueron arreglando la situación de sus familias, dejándoles lo necesario y repartiendo lo demás entre los pobres. Después buscaron a varones prudentes, honestos y ejemplares y les participaron su propósito.

Subieron al monte Senario, edificaron en lo alto una casita y se fueron a vivir allí. Comenzaron a pensar que no sólo estaban allí para conseguir su santidad, sino que también debían admitir a otros miembros para acrecentar la nueva Orden que nuestra Señora había comenzado con ellos. Dispuestos a recibir a más hermanos, admitieron a algunos de ellos y así fundaron nuestra Orden. Nuestra Señora fue la principal artífice en la edificación de la Orden, fundada sobre la humildad de nuestros hermanos, construida sobre su caridad y conservada por su pobreza.



Redacción

Etimológicamente significa "provechoso". Viene de la lengua griega.

Este esclavo, muerto en el año 90, lo nombra san Pablo brevemente en una de sus cartas: 
Te ruego en favor de mi hijo, a quien engendré entre cadenas, Onésimo, que en otro tiempo te fue inútil, pero ahora es muy útil para ti y para mí (Flm 10-11).
Se sabe que estaba al servicio de Filemón, el líder de la ciudad de Colosas. Tenía una amistad muy íntima con Pablo porque fue uno de sus conversos. Gozaba de una buena reputación como persona amable, generosa y hospitalaria.

El pecado de haber robado a su dueño, lo confesó y pidió perdón. Desde entonces ya nunca dejaría los pasos de san Pablo, el apóstol de las gentes.

Volvió de nuevo a casa de Filemón y lo aceptó como a un verdadero hermano, ya que san Pablo lo nombró de nuevo en la carta a los de Colosas:
En cuanto a mí, de todo os informará Tíquico, el hermano querido, fiel ministro y consiervo en el Señor, a quien os envío expresamente para que sepáis de nosotros y consuele vuestros corazones. Y con él a Onésimo, el hermano fiel y querido compatriota vuestro. Ellos os informarán de todo cuanto aquí sucede (Col. 4;7-9).
Todo el resto de su vida es un tanto desconocido. Sin embargo, autores de la solvencia y garantía como san Jerónimo, afirman que Onésimo llegó a ser predicador de la Palabra de Dios, y algo más tarde fue consagrado obispo, posiblemente de Berea en Macedonia, y su anterior dueño fue también consagrado obispo de Colosas.

Otras fuentes afirman que Onésimo predicó en España y aquí sufrió el martirio.

Lo que realmente impactó a este santo fue la visita que le hizo a san Pablo cuando estaba encarcelado en Roma, en las prisiones Mamertinas, en el mismo Foro romano. Hoy día se pueden ver.

Este encuentro le dejó el alma tan llena, tan feliz y tan impresionada por la actitud de Pablo prisionero por Cristo, que fue el origen de su verdadera conversión a la fe de Cristo para toda su vida.

Domiciano sintió ganas de conocerlo, no tanto por ver sus milagros y costumbres, sino para acabar con su vida en el año 90 ó 95.



Redacción

En la Iglesia Católica hay 12 santos que se llaman Claudio, y éste es el más moderno.

Tiene el honor de haber sido el director espiritual de la propagadora de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, Santa Margarita María Alacoque.

Nació cerca de Lyon, en Francia, en 1641. De familia muy piadosa y acomodada, al principio sentía mucho temor a entrar a una comunidad religiosa. Pero llevado a estudiar a un colegio de los Padres Jesuitas, adquirió un enorme entusiasmo por esta Comunidad y pidió ser admitido como religioso jesuita. Fue admitido y en la ciudad de Avignon hizo su noviciado y en esa misma ciudad dio clases por bastantes años.

El año en que fue declarado santo San Francisco de Sales (1665) los superiores encomendaron a Claudio la Colombiere que hiciera el sermón del nuevo santo ante las religiosas Salesas o de la Visitación. Y en aquella ocasión brillaron impresionantemente las cualidades de orador de este joven jesuita, y las religiosas quedaron muy entusiasmadas por seguir escuchando sus palabras.

El Padre Claudio preparaba con mucho esmero cada uno de sus sermones, y los escribía antes de pronunciarlos. No los leía al público, porque la lectura de un sermón le quita muchísima de su vitalidad, pero antes de proclamarlos se esmeraba por ponerlos por escrito. En Avignon, en Inglaterra, y en París impresionó muy provechosamente a los que lo escuchaban predicar.

Uno de los más provechosos descubrimientos de su vida fue el de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, tomado de las revelaciones que recibió Santa Margarita. Cuando Claudio cumplió los 33 años (edad en que murió Cristo) se propuso, después de hacer un mes de Retiros Espirituales, morir al mundo y a sus vanidades y dedicarse totalmente a la oración, a la vida interior, a la predicación y a la enseñanza del catecismo, y a dirigir cuantas más almas pudiera, por el camino de la santificación.

En 1675 el Padre Claudio fue nombrado superior del Colegio de los jesuitas en Paray le Monial, la ciudad donde vivía Santa Margarita. Esta santa se encontraba en un mar de dudas, y no hallaba un director espiritual que lograra comprenderla.

Le había contado a un sacerdote las revelaciones y apariciones que le había hecho el Sagrado Corazón de Jesús, pero aquel sacerdote, que sabía poco de mística, le dijo que todo eso eran engaños del demonio. Entonces ella se dedicó a pedirle a Nuestro Señor que le enviara un santo y sabio sacerdote que la comprendiera, y su oración fue escuchada.

Escribe así Santa Margarita: “El Padre Claudio vino a predicarnos un sermón, y mientras él hablaba oí en mi corazón que Jesucristo me decía: ‘He aquí al sacerdote que te he enviado’. Después del sermón fui a confesarme con él, y me trató como si ya estuviera enterado e informado de lo que me estaba sucediendo. En la segunda confesión que hice con él le informé que yo sentía una gran aversión y repugnancia a confesarme, y me dijo que me felicitaba por esto, pues con vencer  la tal aversión podía cumplir aquel mandato de Jesús que dice: ‘El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo’. Este piadoso sacerdote me fue guiando con gran sabiduría, y demostrando un gran respeto por mi alma me fue diciendo todo lo bueno y lo malo que había en mi corazón, y con sus consejos me consoló muchísimo. Me insistía continuamente que aceptara cada día el que se cumpliera en mí todo lo que la Santa Voluntad de Dios permitiera que me sucediera, y me enseñó a apreciar los dones de Dios y a recibir las comunicaciones divinas con fe y humildad”.



Claudio no sólo dirigió espiritualmente a la santa que el Sagrado Corazón escogió para hacerle sus revelaciones sino que dedicó toda su vida restante y sus muchas energías en propagar por todas partes la devoción del Corazón de Jesús.

Prisión y persecución

Fue enviado el santo sacerdote a Inglaterra, y allí, como predicador de los altos empleados del gobierno, logró muchas conversiones de protestantes hacia el catolicismo. Su tema favorito era la devoción al Sagrado Corazón. Pero los protestantes, que eran muy poderosos en aquel país, le inventaron toda clase de calumnias y obtuvieron que fuera puesto preso y condenado a muerte. Sólo la intervención del rey Luis XIV de Francia logró que no lo mataran. Pero los meses pasados en la prisión le destruyeron casi por completo su salud.

Morir en el centro de su devoción. Fue expulsado de Inglaterra a Paray le Monial, la ciudad desde donde se propagó a todo el mundo la devoción al Corazón de Jesús. Santa Margarita le anunció que él moriría en aquella ciudad, y así sucedió el 15 de febrero del año 1682. Santa Margarita recibió una revelación en la cual se le decía que el Padre Claudio estaba ya en el cielo.

El Papa Juan Pablo II lo declaró santo en 1992.



Redacción

Los dos hermanos de Tesalónica, nacidos alrededor del año 827, que hicieron sus estudios en Constantinopla, no pudieron ser pasados por alto ni aun en esta brillante metrópoli del Bósforo.

Cirilo, el filósofo y sobresaliente conocedor de lenguas, siendo todavía joven y apenas consagrado sacerdote, obtuvo un doble profesorado, mientras que su hermano mayor, Metodio, subió por su propio esfuerzo, escalón por escalón, en el servicio público y fue nombrado gobernador de una provincia eslava. Pero Dios tenía otros planes para ellos.

Él mandó a Cirilo en el año 860, por medio de la emperatriz Teodora, hacia el sur de Rusia con las tribus paganas, y ahí comprobó que aquel antiguo erudito había logrado dominar, por medio de su inteligencia y su energía, a un pueblo medio salvaje de las estepas y lo había conducido hacia el cristianismo.

Metodio, quien desde el año 840 se había retirado del servicio público y había entrado como sencillo hermano a un monasterio en la montaña del Olimpo, acompañó a Cirilo a Rusia y participó en sus éxitos misioneros. Cuando concluyeron su misión, condujo a Cirilo a su querido monasterio de Policrón. En celdas contiguas ayunaron e hicieron penitencia los dos hermanos, retirados completamente del mundo; sin embargo, en sus corazones ardía el fuego para llevar la palabra de Dios también a otros pueblos eslavos.

Más rápidamente de lo que suponían se realizó su anhelo. Ratislavo, el príncipe de la pagana Moravia, había oído prodigios de la obra misionera y pidió, por medio de una legación en Constantinopla, que le enviaran sacerdotes cristianos. Lo más acertado era enviar a aquellos que ya habían tenido éxito.

Cirilo acudió sin vacilar, pero no fue solo: de nuevo lo acompañó Metodio. Y ya en camino, en Bulgaria, donde judíos y sarracenos desplegaban una propaganda activa, consolidaron la fuerza de los católicos. La verdadera cosecha, sin embargo, comenzó en Moravia, donde fueron apoyados por el príncipe y acogidos por el pueblo, debido a que no exigieron ni diezmos ni otras contribuciones, sino que se dieron por satisfechos con lo que les fue obsequiado en agradecimiento y con sentimiento piadoso.

Nuestros misioneros predicaron el Evangelio en Moravia e igualmente en Panonia, hablando a la gente en su propio idioma.

Cirilo tradujo la Biblia y otros libros litúrgicos al eslavo y celebró más tarde la Santa Misa en lengua eslava, ya que solamente así podía ganarse la confianza de dichos pueblos.

Esta renovación, desde luego, causó escándalo en Roma; pero pronto el escándalo se convirtió en admiración cuando los dos hermanos aparecieron en la Ciudad Eterna y no solamente presentaron, de manera convincente, su fidelidad a la enseñanza de la Iglesia, sino que además entregaron las reliquias del santo Papa Clemente, que Cirilo había descubierto en Crimea.

El Papa Adriano II honró los méritos de estos dos evangelizadores, autorizándoles expresamente a fomentar la liturgia eslava para lograr así una divulgación más rápida del cristianismo en Moravia.

Poco antes de partir, Cirilo fue atacado por una grave enfermedad; en la celda de un monasterios romano se preparó para morir y falleció pacíficamente el 14 de febrero del año 869. Se colocó al difunto, en reverente agradecimiento, al lado de la sepultura de San Clemente.

Metodio, antes de dejar el cuerpo de su hermano al cuidado de los romanos y dirigirse él hacia el norte, fue nombrado, por el Papa, arzobispo y delegado apostólico. Estas distinciones pronto se convirtieron para nuestro santo en fuente de violentos sufrimientos.

Por razones de su nuevo cargo tuvo dificultades no solamente con el nuevo soberano Svatopluk, sino también con los vecinos obispos bávaros, porque los límites de su diócesis no estaban marcados claramente. Se apoderaron de su persona; una corte ficticia juzgó sus aparentes delitos y Metodio fue retenido en prisión en Ellwangen; fue tratado rudamente por sus atormentadores y humillado hasta lo indecible. Finalmente, después de tres años, el delegado papal Pablo de Ascona, consiguió su liberación.

Como si la estrechez de su reclusión hubiera aumentado aún más el impulso hacia la extensión de su apostolado, Metodio multiplicó sus actividades hacia las comarcas vecinas; pero siempre se limitó a los países eslavos. Desde su sede en Welehrad emprendió misiones a Carintia, Dalmacia, Hungría, Bohemia, Polonia, Galicia y Rusia; se le atribuye la fundación del obispado de Kiev.

El 6 de abril del 885, Metodio seguía a Cirilo a la eternidad.

Nuestra época, para la cual la reconciliación de todos los cristianos, desde el oriente hasta el occidente, es un asunto de unidad de corazones, comprende la gigantesca obra de estos dos hermanos de Tesalónica a quienes alabó el Papa Juan XXIII,  como “dos columnas de la unión” y “dos antorchas ante el Señor de la tierra”.



Redacción

Etimología: Benigno = Aquel que actúa con Benevolencia, es de origen latino.

Dicen que un fraile, en un arrebato de falsa devoción, quiso llevarse a su convento -eso que se llama robar una cosa sagrada y como agravante en un sitio también sagrado- la cabeza del santo que reposaba dentro de un relicario de plata en el monasterio de benedictinas que se llama «De las Milicias», en Todes.

En su intento, y sin saber muy bien lo que pasaba, no pudo salir del templo por no poder localizar las puertas hasta poco antes tan expeditas. Así, se vio obligado a depositar la reliquia de san Benigno en el sitio que le correspondía.

Todes es una de las primeras ciudades evangelizadas de Hungría. Benigno vive en la segunda mitad del siglo III. Y se ha dado conocer entre los suyos como un insigne propagador de la fe cristiana; lo hace con alegría y con notable entusiasmo.

El obispo Ponciano conoce su afán apostólico y está al tanto de la sinceridad de su vida; un día lo consagra presbítero para apoyarse en él en el cumplimiento obligado de atender a su grey y de extender la Salvación.

Llegada la persecución de Maximiano y Diocleciano, la comunidad de creyentes está confortada por la atención espiritual que con riesgo constante de su vida le presta el buen sacerdote Benigno. Socorre a los confesores de la fe presos en las cárceles; visita las casas de los débiles y les busca por los campos que los cobijan para darles aliento; y se las arregla para estar cerca de los que son torturados, acompañando hasta donde es posible humanamente a los que se disponen al martirio.

Pasado el peor momento de estupor, se llena de la audacia del Espíritu Santo y comienza a predicar con fortaleza de Jesucristo. Ahora lo hace públicamente en el intento de convertir a los paganos que están en el terrible error de la idolatría.

El principal foco de atención de su discurso es hacerles comprender que los ídolos son una necedad y el culto que se les tributa supone una verdadera ofensa al único Dios que merece adoración y puede darles la salvación ofrecida a todos los hombres sin excepción. Ya no le importa su vida. Se sabe portador de la verdad y conoce bien que ella no es exclusivamente para él. Sólo Jesús es el Señor y todos han de servirle.

Lo que era presumible con ese comportamiento se hace realidad. Es apresado y obligado a apostatar, siendo inútiles los tormentos que tuvo que soportar el fiel y valiente discípulo. Por fin, muere el 13 de febrero del año 303 con la cabeza cortada, aquella que el fraile quiso cambiar de sitio.

La catequesis, es decir, llevar a Cristo a los demás, comporta la responsabilidad de ser fiel a lo que se propone y ni que decir tiene que en este contexto la vida humana no es ningún valor absoluto. ¡Qué bien lo supo hacer san Benigno sin tener que darle vueltas a los textos de las bibliotecas de las universidades que aún no se habían inventado! Fue sencillamente el don del Espíritu Santo. Hoy también hacen bastante falta sacerdotes -no sólo en Hungría- cuidadosos menos de su propia vida que de la Salvación que ofrecen y obispos que los descubran.



Redacción

La Santísima Virgen María se apareció 18 veces a una humilde jovencita de 14 años, Bernardita Soubirous, en la gruta de Massabielle, desde el 11 de febrero hasta el 16 de julio de 1858. El 25 de marzo reveló la Madre celestial su nombre, a petición del párroco, todavía escéptico, y manifestó a la niña:
Yo soy la Inmaculada Concepción”
La jovencita no sabía qué significaban esas palabras, pues apenas 4 años atrás habían sido comunicadas, como dogma de fe, al mundo católico por Su Santidad Pío IX. Con estas palabras, la Iglesia había declarado la incomparable excelencia de María por encima de todas las criaturas, por la gracia de Dios y en previsión de los méritos de Cristo Redentor.

Todas las apariciones de María en la historia de la salvación, después de la muerte de los Apóstoles, son revelaciones privadas. La Iglesia muy pocas veces ha distinguido estas apariciones con algunas fiestas litúrgicas, porque, a veces, las apariciones estaban dedicadas a personas particulares y sus mensajes no podían tener la fuerza de la obligatoriedad de un dogma definido.

Sin embargo, es menester considerar que el misterio de Cristo es inagotable y en cada siglo surge un nuevo camino para comprender mejor los infinitos tesoros de Cristo y de su Iglesia. María y los santos han prestado sus servicios para hacer comprender a los hombres esa magnificencia, apareciéndose a personas escogidas de una especial humildad.

En la Historia hay tiempos de gran maldad, pero también tiempos y lugares de especial misericordia divina.

El siglo XIX se distinguió por una peculiar soberbia. El “liberalismo” se rebeló contra toda intervención divina en los asuntos del hombre, el cual quería explicar y dominar todo rechazando lo que en verdad supera y perfecciona lo natural, es decir, lo sobrenatural. El milagro de Lourdes tuvo, en estas circunstancias, una importancia universal y a la vez dejó un mensaje profundamente bíblico.

El hombre orgulloso, escéptico e incrédulo, necesita y consigue su curación sólo por intervención divina. Y esto Dios lo concede –así lo confirman las palabras de María de Lourdes- por la oración y la penitencia.

En realidad hay pocos santuarios en el mundo como el de Nuestra Señora de Lourdes, en los que la oración presenta un grado semejante de fervor, humildad, carácter comunitario y solidario, y en los que se celebra con tanta continuidad la procesión eucarística.

Por el poder de Cristo, de sus sacramentos; por la unción de los enfermos y por la intercesión de María, se realizan continuamente los milagros más grandes en lo más secreto del alma: hombres afectados por cualquier mal espiritual de este mundo moderno, son curados y vuelven transformados a su patria y a su hogar.

Con razón el Papa Pío XII, siendo todavía cardenal, exclamó en su visita al santuario:
Lourdes se ha convertido en el auténtico cenáculo moderno, en donde a los nuevos “Tomás” se les abren los ojos de la fe. También es un nuevo Damasco, porque de los antiguos “Saulos”, perseguidores, hace resurgir a los nuevos “Pablos”.

Es considerable el número de personas que recobran la salud. Un comité internacional de médicos católicos y no católicos examina cada caso de curación instantánea, es decir, dentro de las 24 horas, sin medicamentos ni ayudas naturales, y determina que esta curación no puede ser explicada por la ciencia.  La persona beneficiada es sometida a rigurosa observación durante un año. Entonces llega la declaración definitiva de los médicos: “Nosotros no podemos explicar esta curación instantánea.”

A la Iglesia, después de maduro examen, corresponde presentar tal curación como un suceso milagroso y totalmente sobrenatural.

En Lourdes, los hombres se dan cuenta de que Dios quiere dar una señal de su presencia y de su misericordia. Es el lugar de consuelo y de fortaleza, es fuente de vida, de gracia, pero también de apostolado, porque cada uno de los beneficiados se convierte en fuente de gracia, como dice el Apóstol Juan: “De aquel que cree en mí, según dice la Escritura, correrán ríos de agua viva” (Jn 7, 38).


“…La potencia salvífica de Cristo, obtenida por la intercesión de su Madre, se revela en Lourdes, sobre todo en el ámbito espiritual. Los enfermos descubren en Lourdes el valor inestimable del propio sufrimiento. A la luz de la fe llegan a ver el significado fundamental que el dolor puede tener no sólo en su vida, sino también en la vida de la Iglesia, cuerpo místico de Cristo.” Juan Pablo II, en L’Osservatore Romano, 2 de marzo de 1980.



Redacción

En la vocación apostólica de los hermanos Santiago y Juan, la Iglesia ha visto una muestra de la providencia divina que llama frecuentemente a los miembros de una misma familia al servicio de Dios.

Los gemelos Benito y Escolástica, nacidos en la pequeña ciudad de Nursia, son un ejemplo típico de estos llamamientos.

El nombre de Escolástica significa “la que quiere aprender”, y fue muy apropiado para la joven, quien, junto con su hermano, aprendió los misterios de la vida de Cristo en un mundo donde el paganismo estaba derrumbándose.

Mientras Benito tuvo que superar muchas pruebas físicas y espirituales hasta encontrar la paz de Cristo, Escolástica optó, con facilidad, por el amor a Cristo en el estado virginal. Podemos considerarla como un prototipo europeo del coro de vírgenes prudentes, que encontraron su especial vocación en la espiritualidad benedictina.

No sabemos muchos detalles de su vida. Es probable que haya dirigido la primera comunidad de jovencitas que querían alabar a Dios por medio del culto litúrgico y sostenerse económicamente con el beneficio de sus trabajos manuales, siguiendo así el ejemplo de la Sagrada Familia de Nazaret, que nos enseña la dignidad del trabajo manual, a diferencia de otras comunidades que más bien incorporaron la mendicidad a su modo de vivir.

Además, la comunidad de Santa Escolástica ayudó a numerosas familias pobres explotadas por algunos señores feudales de aquellas regiones italianas.

En Plombariola, a  8 kms. de Montecassino, se levantó probablemente el primer convento femenino cuya estricta regla prohibía absolutamente la entrada a cualquier huésped masculino.

Según los datos más bien legendarios del Papa San Gregorio Magno, los hermanos Escolástica y Benito se entrevistaban una vez por año en una cabaña situada a medio camino de ambos conventos. Su última entrevista se realizó en el año 542. Escolástica, con el presentimiento de su cercana muerte, rogó a su hermano prolongar la plática más tiempo de lo anteriormente acostumbrado. Benito no accedía, pero una furiosa tempestad lo obligó a permanecer, y comprendió así que Dios lo dispensaba de regresar al convento a la hora determinada.

Tres días después de la entrevista, Benito vio subir al cielo una paloma blanca. Comprendió que Dios había recogido el alma de su hermana, quien, a la edad de 60 años, iba al encuentro nupcial reservado a las vírgenes prudentes.

Esta sencilla leyenda de San Gregorio contiene una profunda enseñanza aun en la vida monástica, el rigor de las reglas, representadas por el hombre, debe ser completado y superado por el carisma que viene de Dios.

Aunque el convento benedictino de Subiaco lleva hoy el nombre de Santa Escolástica, los restos mortales de la santa fueron colocados al lado de los de su hermano, en Montecassino.





Redacción

Francisco Luis Florencio Febres Cordero nació el 7 de noviembre de 1854, en Cuenca, Ecuador.

Su madre, doña Ana Muñoz Cárdenas, huérfana de padre, se casó a los 17 años. Su padre, don Francisco Febres Cordero y Montoya, guayaquileño, se estableció desde 1850 en Cuenca, donde daba clases de inglés y francés en el Colegio Eclesiástico.

Francisco nació con los pies torcidos. Sus padres se esmeraron mucho en criarlo con amor. A los cinco años apenas podía dar unos pasos, pero a pesar de su padecimiento era un niño encantador de espíritu abierto y cariñoso.

Sus padres tuvieron que trasladarse a Guayaquil, por lo que fue encomendado a los cuidados de su tía Asunción.

Un día, estando en el patio de su casa, le pareció ver a la Virgen junto a un rosal. Trató de acerársele gateando y de repente se puso en pie, sin que nadie le ayudara. Desde ese instante empezó a caminar mejor, hasta restablecerse y superar casi su incapacidad física.

Hasta los 8 años recibió lecciones en su casa, de la misma tía Asunción. El 4 de mayo de 1863 ingresó en la primera escuela que tuvieron los Hermanos de las Escuelas Cristianas en el continente americano.

Todos veían su devoción por la vocación religiosa, pero tanto su mamá como su abuela, especialmente, trataron de convencerlo de lo contrario, por su padecimiento. Su padre quería que fuera abogado.

Muchos obstáculos encontraba Francisco para realizar su vocación. El superior del colegio le escribió a su padre, informándole sobre los deseos de su hijo. Su padre contestó la carta al superior haciéndole ver que no se opondría a la vocación de su hijo, pero que lo veía muy joven aún para tomar una decisión definitiva.

Fue matriculado en el Seminario y no con los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Permaneció tres meses en ese lugar, pero su anhelo de ser hermano lasallista fue su obsesión, y nada ni nadie pudo detenerlo en su camino. Faltaba la aceptación definitiva.

Tenía 15 años cuando por fin fue aceptado como Hermano de las Escuelas Cristianas. El 24 de marzo de 1868 tomó el hábito y desde entonces se llamó Hermano Miguel.

Empezó a dar clases y más tarde fue trasladado a Quito. Después de un año de haber ingresado, su padre exigía que se le devolviera su hijo. El Hermano Miguel rechazó rotundamente la exigencia paterna, quedándose en Quito. El padre, a consecuencia de esto, rompió totalmente los lazos con su hijo, situación muy penosa y triste para el Hermano Miguel.

Los Hermanos de La Salle gozaban de mucho prestigio en Ecuador. El 18 de febrero de 1888, el Hermano Miguel fue elegido representante de su comunidad en la solemne ceremonia de la beatificación del fundador, Juan Bautista de La Salle, en Roma.

Hacia 1890 la Academia Ecuatoriana de la Lengua, correspondiente a la Real Academia Española, tuvo que elegir un sucesor. La respuesta recayó unánimemente sobre el humilde maestro, quien con sus importantes trabajos lingüísticos estaba dando esplendor a la patria.

En 1900, Francia lo condecoró con las “Palmas de Oficial de la Academia”. En 1906 fue nombrado miembro correspondiente de la Academia Nacional de Venezuela. En su escala personal de valores tenía mucha más importancia su labor preferida, la preparación de innumerables niños a la Primera Comunión.

Sus dotes literarias, además de sus virtudes, habían pasado las fronteras ecuatorianas y llamado la atención de sus superiores en Europa.

El 10 de marzo de 1907 salió de Quito hacia París, para no volver más  a su patria. Trabajando en París con mucho empeño en textos escolares, especialmente de gramática, fue atacado por fiebres palúdicas.

Sus superiores habían abierto una casa de formación para jóvenes españoles, franceses, belgas en Premiá del Mar, cerca de Barcelona, que dirigió el Hermano Miguel. En 1909 tuvo que huir de ese lugar a consecuencia de la persecución religiosa. Llegaron a Barcelona y de ahí hubo que caminar ocho kilómetros a Bosanova. Todas esas penurias las aceptó con amor y logró llegar a su destino, a pesar de sus pies torcidos.

El 19 de febrero de 1910 murió el Hermano Miguel a consecuencia de una bronquitis. Sus últimas palabras fueron: “Jesús, José y María, os doy el corazón y el alma mía”.

Declarado santo, la Iglesia nos pone al Hermano Miguel como ejemplo para seguir sus pisadas en la piedad, en el amor a Dios y en el humilde y generoso servicio a nuestro prójimo, en el cumplimiento de nuestro deber cada día.

“Una nación consagrada. Sí. Esta nación, hace ahora algo más de un siglo, se consagró como pueblo al Sagrado Corazón de Jesús. Todavía resuena en tantos espíritus el eco de aquellas palabras, con las que el pueblo ecuatoriano hizo su acto de consagración: “Este es, Señor, vuestro pueblo. Siempre os reconocerá por su Dios. No volverá sus ojos a otra estrella que a esa de amor y misericordia que brilla en medio de vuestro pecho, santuario de la divinidad, arca de vuestro Corazón”.

Aquella solemne profesión de fe popular honra a esta nación que cuenta entre sus hijos ejemplos preclaros de santidad, como Santa Mariana de Jesús, el Santo Hermano Miguel, la Madre Mercedes de Jesús Molina, a quien me cabrá la dicha de proclamar beata pasado mañana en Guayaquil. Ellos son el fruto escogido de la evangelización del Ecuador. Ellos alientan y sirven de modelo a tantos hijos e hijas de la Iglesia, que quieren hacer hoy de sus vidas un fiel seguimiento de Cristo, una consciente consagración a Él y a los hombres, por Él.”

Juan Pablo II, Homilía en la Santa Misa celebrada en Quito, 30 de enero de 1985 (extracto).



Redacción

Nuestro santo nació de familia noble en Venecia; su nombre era Jerónimo Miani.

En aquellos tiempos del Renacimiento, Italia estaba profundamente dividida por luchas internas. La consecuencia lógica fue un relajamiento considerable de las buenas costumbres y las prácticas religiosas, mientras que la corrupción se extendía en todos los campos de la administración. Una tremenda pobreza azotó a la población humilde del campo.

Jerónimo, entonces oficial del ejército veneciano, tuvo que defender, en 1511, la pequeña ciudad de Castelnuovo, al lado de Piave, en contra del poderoso emperador Maximiliano I. Fue vencido, hecho prisionero, humillado y encarcelado. Ahí enfermó gravemente.

Lo mismo que a San Ignacio de Loyola, milagrosamente la gracia de Dios llegó hasta la cárcel y produjo una profunda conversión en Jerónimo.

Al recobrar la libertad, Jerónimo buscó su verdadera liberación por la gracia de Cristo y dedicó los siguientes tres años, todavía como seglar, a las obras de caridad a favor de los pobres de Castelnuovo. Después empezó sus estudios teológicos en Venecia, y fue ordenado sacerdote a la edad de 32 años.

El año de 1528 se distinguió por las desventuras. Millares de personas murieron por el tifo y el hambre. Ante este espectáculo Jerónimo vendió todos sus bienes para dedicarse, día y noche, al cuidado de los enfermos y moribundos.

Se contagió del mal, pero logró restablecerse. En este tiempo Jerónimo reconoció que estaba llamado especialmente para los más abandonados: los niños y los huérfanos que vagaban por todo el norte de Italia. Emprendió la construcción de asilos, no sólo en Venecia, sino también en la región lombarda, hasta Milán. Los muchachos recibieron el cálido cariño de un hogar y, sobre todo, una sólida catequesis al estilo peculiar del santo.

Este ejemplo fue seguido por otros sacerdotes, de manera que después de ser aprobados por el obispo de Chieti, futuro Papa Pablo III, vivieron según la regla de San Agustín. Por el sitio en el que se erigió el noviciado se denominaron pronto “Clérigos de Somasca”. Su misión, sancionada por la regla, decía: “Los hermanos dirigirán internados para huérfanos, marginados y enfermos.”

A principios de 1537 una segunda epidemia asoló el norte de Italia. Jerónimo se colocó de nuevo entre los primeros para atender a los atacados por la peste. Se volvió a contagiar y, aunque se le atendió de la mejor manera, entregó su alma a Dios exclamando: “¡Jesús, María!” Era el 8 de febrero de 1537.

En aquel siglo de la Reforma protestante, cuando los enemigos atacaban a la Iglesia “por su traición al Evangelio”, vemos a éste y a otros santos dar testimonio de una santidad que predica, más con las obras que con las palabras, que la Iglesia de Cristo en ninguna época ha podido ser aniquilada.

El Papa Clemente XIII canonizó a Jerónimo Emiliano en 1767; Pío XI lo declaró, en 1928, en ocasión del IV Centenario de la fundación de los Clérigos de Somasca, “patrono de todos los huérfanos y muchachos abandonados”.




Redacción

Hombre justo

Tobías significa: "Dios es bueno".

Uno de los libros más agradables de la Sagrada Escritura es el de Tobías. Si abrimos nuestra Biblia, allá donde el índice nos dice que  está el Libro de Tobías y nos dedicamos a leerlo, pasaremos ratos verdaderamente agradables en esta lectura.

Allí se cuenta lo siguiente:

Tobías fue siempre un exacto cumplidor de sus deberes religiosos. Siendo todavía muy joven, cuando sus familiares se apartaron de la verdadera religión y empezaron a adorar al becerro de oro, él en cambio nunca quiso adorar ese ídolo y era el único que en su familia iba en las grandes fiestas a Jerusalén a adorar al verdadero Dios. Y siempre daba la décima parte de lo que ganaba para el templo y para los pobres.

Se casó con una mujer de su propia religión, llamada Ana, y tuvo un hijo al cual le puso también el nombre de Tobías.

Cuando el pueblo de Israel fue llevado cautivo a Nínive, Tobías tuvo que ir también allá en destierro, pero allá le concedió Dios la simpatía de los gobernantes y llegó a ocupar un alto puesto en la administración del gobierno.

Aprovechó el buen sueldo que tenía para hacer sus buenos ahorros y prestó a un amigo suyo, que vivía en una ciudad lejana, los dineros que había logrado conseguir.

Después hubo cambio de gobierno y el nuevo rey, llamado Senaquerib, atacó a Jerusalén, pero por milagro de Dios no pudo tomarla, y volvió lleno de rabia a Nínive y empezó a perseguir a los israelitas que allí había. Quitó el cargo a Tobías y éste quedó en pobreza.

El rey hizo morir a muchos israelitas y prohibió que los sepultaran, pues quería que los dejaran en los campos para que los devoraran los cuervos. Pero Tobías, que era muy piadoso y muy caritativo, se dedicó de noche a sepultar los cadáveres de sus paisanos. Y un día volvió a casa muy cansado de estos trabajos y se sentó junto a una pared y se quedó dormido. Y arriba había un nido de golondrinas y de allá le cayó estiércol caliente en los ojos y quedó ciego. Y así estuvo por 4 años.

Como Tobías estaba ciego, su esposa tuvo que emplearse en una fábrica de tejidos, para ganar el sustento. Y un día a ella le regalaron un cabrito. Tobías al oír balar al animalito le dijo a la mujer: "Cuidado, no sea que te hayas robado ese cabrito. Si es ajeno hay que devolverlo, porque preferimos ser totalmente pobres a tener que quitar a alguien nada". La esposa al oírle esto lo insultó y le dijo: "¿De qué le han servido tantas limosnas que regalaba y tantas oraciones que rezaba? Mire a qué estado tan desdichado ha llegado".

Tobías, lleno de tristeza ante estas palabras, se retiró a llorar y rezaba diciendo: "Dios mío, todos estos sufrimientos nos llegan por los pecados que hemos cometido. Señor, apiádate de mí, y si he de seguir sufriendo tantas humillaciones, más bien acuérdate de mí, y llévame hacia Ti".

Mientras tanto, allá, en una ciudad lejana, una joven estaba también siendo humillada terriblemente. Se llamaba Sara. Se había casado siete veces, pero cada vez que se casaba, antes de que su esposo se le acercara llegaba el demonio Asmodeo y mataba al hombre.

Y un día Sara regañó justamente a una sirvienta, y ésta, para desquitarse, le dijo: "Que nadie vea hijos tuyos, porque eres una asesina de siete maridos". Al oír semejante infamia, la joven Sara se fue a la azotea a llorar y hasta le llegó el deseo de suicidarse, pero rechazó este mal pensamiento porque aquello traería muchos sufrimientos a sus padres.

Entonces oró a Dios diciendo: "Señor, tú sabes que yo he hecho siempre lo mejor posible por tener un buen comportamiento. Oh Señor, si he de seguir escuchando semejantes insultos de la gente, prefiero más bien que me lleves a Ti y me saques de esta vida. Pero si crees que lo mejor es que yo siga viviendo en esta tierra, te suplico que me libres de esta pena tan grande".

Y las dos oraciones llegaron al mismo tiempo al cielo. La de Tobías, que había sido humillado, y la de Sara, que había sido insultada. Y Dios dispuso responder a estas dos plegarias enviándoles un ángel a ayudarlos.

En aquel tiempo se acordó Tobías de que el amigo Gabael que vivía en una ciudad lejana le debía dinero que él le había prestado. Y llamó a su hijo Tobías y le dijo: "Vaya a la plaza y busque un buen hombre que lo quiera acompañar durante el largo y peligroso viaje, y dígale que le pagaremos el sueldo debido durante todo el tiempo que dure el viaje".

Y entonces envió Dios al ángel San Rafael disfrazado de hombre, el cual se le ofreció a Tobías para acompañarlo en el largo recorrido. Tobías padre lo aceptó porque parecía ser muy buena persona.
Antes de que su hijo se despidiera para partir, Tobías le dio estos consejos:

"Tu mejor tesoro será siempre tener temor de ofender a Dios, y alejarte de todo pecado. Te conviene pedir siempre consejo a los que son prudentes y bien instruidos. Debes bendecir a Dios en toda circunstancia. Pídele que sean buenos todos tus comportamientos y que lleguen a buen fin tus proyectos. Te aconsejo que compartas tus alimentos con los hambrientos y tus comodidades con los que no las tienen. Todo cuanto no necesites debes darlo a los pobres. No hagas nunca a nadie lo que no quieres que te hagan a ti. Jamás se te vaya a ocurrir casarte con una mujer que no sea de nuestra santa religión. No pierdas el tiempo, porque la ociosidad es la madre de la miseria. Haz limosnas con generosidad, pero con alegría y sin echar en cara lo que regalas. Recuerda que el dar limosna libra de muchos males. Trata siempre con mucho cariño a tu madre. Recuerda lo mucho que ella ha sufrido por ti. Recuerda que si te esfuerzas por pórtate bien, el Señor Dios te concederá muchos éxitos".

Bendecido por su padre emprendió Tobías a la lejana ciudad de Ragués, acompañado por el ángel Rafael. La mamá lloraba mucho y estaba desconsolada, pero Tobías le decía: "No te afanes tanto, que Dios, que nos ama y nos protege, hará que nuestro hijo logre ir y volver sin que le suceda nada malo".

Y al llegar al río Tigris, Tobías entró al agua, pero un enorme pez se le lanzó a morderlo. El ángel le gritó: "Agarre fuerte al pez y láncelo fuera". Así lo hizo. Y en seguida Rafael le dijo: "Ábralo y sáquele la hiel, y el corazón, que nos van a ser muy útiles". Tobías sacó la hiel y el corazón del pez y los envolvió y los guardó.



Al llegar a la ciudad de Ecbatana, se hospedaron en casa del israelita Raguel, padre de Sara, la joven que había orado con tanta tristeza. Tobías se enamoró de Sara, pero Raguel le contó que el demonio había matado a los otros siete que habían tratado de casarse con ella. Rafael le dijo a Tobías que podía casarse tranquilamente, pues él alejaría al demonio Asmodeo.

Se celebraron las bodas muy festivamente y Tobías y Sara rezaron con mucha fe pidiendo a Dios que bendijera su matrimonio. Tobías dijo: "Señor: tú sabes que no me caso por satisfacer mis pasiones, sino por formar un hogar donde se honre al verdadero Dios y se practique la verdadera religión". Y Sara también rezó encomendando a Dios su nuevo hogar. Y el ángel Rafael ató al demonio Asmodeo y lo llevó a un desierto y no permitió que les hiciera daño a los esposos.

Mientras en la familia se celebraban fiestas en honor de los desposados, el ángel Rafael fue hasta donde vivía Gabael y presentándole el recibo de Tobías, cobró el dinero que le debía y lo trajo. Y con este dinero y con toda la herencia que los papás de Sara le dieron a su hija se dispusieron a regresar a Nínive.

Tobías y su esposa Sara volvieron a Nínive, donde los ancianos padres estaban ya muy angustiados por su ausencia. El ángel le dijo: "Tan pronto te encuentres con tu padre, refriégale en los ojos la hiel del pescado". Así lo hizo el joven, y apenas su padre lo abrazó, el le refregó por los ojos la hiel, y se le cayeron unas escamas y recobró la vista y empezó a bendecir a Dios delante de todos.

Tobías le dijo a su hijo: ¿qué le daremos a este compañero tan bueno que tantos favores nos ha hecho? Démosle la mitad de todo lo que hemos conseguido. Pero el ángel les dijo:
Yo soy Rafael, uno de los siete ángeles que están siempre delante de Dios. El Señor me envió a ayudarlos, porque Él ha escuchado todas las oraciones que ustedes le han dirigido. Porque eras aceptable a Dios por eso te permitió sufrimientos para que consiguieras mayores premios. Pero cuando ustedes rezaban angustiados, yo llevaba sus oraciones ante el Trono de Dios".
Y continuó diciendo:
No sientan nunca vergüenza de contar a todos los favores que Dios les ha hecho. Recuerden que la limosna borra muchos pecados. La oración y el hacer sacrificios hacen inmenso bien. Los que se dedican a pecar son enemigos de la propia felicidad. Pero los que se dedican a repartir limosnas consiguen muchos favores de Dios".
Ellos se arrodillaron para venerar al ángel, y éste desapareció.

Y así la familia de Tobías gozó en adelante de mucha paz y felicidad porque Dios los bendecía mucho y los ayudaba siempre, y ellos siguieron todos siendo fieles a la santa y verdadera religión.
Familias como ésta, sí en verdad merecen ser imitadas por todas nuestras familias.



Redacción

Pocos son los cristianos que comprenden a fondo la exigencia radical que encierra la total conversión de vida para despojarse del hombre viejo y renovarse en el hombre nuevo, que es Jesucristo (Col 3,9). Felipe de las Casas, que quiso llamarse “de Jesús” cuando por fin llegó a convertirse plenamente, es un espléndido ejemplo de esa comprensión cordial y práctica de lo que significa e implica la auténtica conversión.

Felipe nació en la ciudad de México el año de 1572, hijo de honrados inmigrantes españoles. En su niñez se caracterizó por su índole inquieta y traviesa. Se cuenta que su aya, una buena cristiana, al comprobar las diarias travesuras de Felipillo, solía exclamar, con la mirada fija en una higuera seca que, en el fondo del jardín, levantaba a las nubes sus áridas ramas: “Antes la higuera seca reverdecerá, que Felipillo llegue a ser santo…” El chico no tenía madera de santo…

Pero un buen día entró en el noviciado de los franciscanos dieguinos; mas no pudiendo resistir la austeridad, otro buen día se escapó del convento.

Regresó a la casa paterna y ejerció durante años el oficio de platero, si bien con escasas ganancias; por lo que su padre, Alonso de las Casas, lo envió a las islas Filipinas a probar fortuna. Felipillo contaba ya para entonces 18 años. Se estableció en el emporio de artes, riquezas y placeres que era en esos tiempos la ciudad de Manila.

Nuestro joven gozó por un tiempo de los deslumbrantes atractivos de aquella ciudad, pero pronto se sintió angustiado: el vacío de Dios se dejó sentir muy hondo, hasta las últimas fibras de su ser; en medio de aquel doloroso vacío, volvió a oír la tenue llamada de Cristo: “Si quieres venir en pos de Mí, renuncia a ti mismo, toma tu cruz y sígueme” (Mt 16,24).

Y Felipe volvió a tomar la cruz: entró con los franciscanos de Manila y ahora sí tomó muy en serio su conversión… Oró mucho, estudió, cuidó amorosamente a los enfermos y necesitados, y un buen día le anunciaron que ya podía ordenarse sacerdote, y que, por gracia especial, esa ordenación tendría lugar precisamente en su ciudad natal, en México, a la vista de sus padres y amigos de la infancia…

Se embarcó juntamente con Fray Juan Pobre y otros franciscanos rumbo a la Nueva España; pero una gran tempestad arrojó el navío a las costas de Japón, entonces evangelizando, entre otros, por Fray Pedro Bautista y algunos Hermanos de la provincia franciscana de Filipinas. Felipe se sintió dichoso: ahora podría ahondar más en su conversión esforzándose por convertir a muchos japoneses.

Las conversiones en Japón aumentaban día a día; pero entonces estalló la persecución de Taicosama contra los franciscanos y sus catequistas.

Nuestro Felipe, por su calidad de náufrago, hubiera podido evitar honrosamente la prisión y los tormentos, como habían hecho Fray Juan Pobre y otros compañeros de naufragio. Pero Felipe rechazó esa manera fácil de regir su actividad. Quería convertirse siempre más a fondo, hasta abrazarse del todo con la cruz de Cristo. Siguió, pues, hasta el último suplicio a San Pedro Bautista y demás misioneros franciscanos que desde hacía años evangelizaban el Japón.

Felipe, juntamente con ellos, fue llevado en procesión por algunas de las principales ciudades para que se burlaran de él. Sufrió pacientemente que le cortaran, como a todos los demás, una oreja, y, finalmente en Nagasaki, en compañía de otros 21 franciscanos, cinco de la Primera Orden y quince de la Tercera Orden, además de tres jóvenes jesuitas, se abrazó a la cruz de la cual fue colgado, suspendido mediante una argolla y atravesado por dos lanzas. Felipe fue el primero en morir en medio de todos aquellos gloriosos mártires. Sus últimas palabras fueron: “¡Jesús, Jesús, Jesús!”

Felipe se había convertido plena y totalmente a Cristo. Era el 5 de febrero de 1597. Cuenta la leyenda que ese mismo día la higuera seca de la casa paterna reverdeció de pronto y dio fruto. Pero volvamos a la historia: Felipe fue beatificado, juntamente con sus compañeros de cruento martirio, el 14 de septiembre de 1627, y canonizado el 8 de junio de 1862.

Felipe, el joven que supo convertirse hasta dar la vida por Cristo, ha sido declarado patrono de la ciudad de México y de su arzobispado.

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