Santa Inés, mártir - 21 de enero
Redacción
Al lado de la imagen de San Luis Gonzaga, el novicio de los jesuitas, en muchos miles de altares del mundo se encuentran la imagen de una jovencita que apenas había atravesado los linderos de la niñez.
Sus ojos, muy abiertos, miran de frente, como si penetraran misteriosas lejanías. Su brazo izquierdo lleva un cordero sin mancha y en su mano derecha sostiene la palma del martirio. Así conocemos a Santa Inés. Generaciones de jovencitas vieron en su pureza el ideal y el modelo de la integridad moral.
El gran Ambrosio nos transmitió las primeras noticias de la vida y la muerte de Inés, jovencita romana. Sólo son unas cuantas líneas, pues él mismo tampoco tuvo datos de este martirio, sino que lo compuso de los informes de hermanos cristianos anteriores a su tiempo.
Según este informe, Inés fue hija de una familia noble romana. Fue decapitada a los doce o trece años, después de muchos tormentos por su confesión inquebrantable a favor de Cristo, posiblemente hacia el año 304, al finalizar el largo período de la persecución.
La lealtad de la tierna niña y su sacrificio deben haber impresionado profundamente a sus hermanos cristianos, pues apenas habían enterrado a Inés en las catacumbas, en las afueras de la ciudad, cuando se comenzó a hilvanar una devota leyenda alrededor de la memoria de tan ilustre mártir.
Dicha leyenda narra que el hijo del gobernador de la ciudad pidió la mano de Inés y, rechazado por ella, se tornó de amante en un enemigo cegado por el odio; arrastró a la muchacha ante el juzgado romano, y sin respetar juventud, belleza ni alcurnia, condenó a la cristiana al estupro, a la hoguera y finalmente, ya que su ángel la guardó de ambos peligros, a que la decapitaran. Libremente dio su vida por Cristo, fuente de toda juventud.
La grandeza de esta decisión no sufre mengua por la juventud de la mártir. Es cierto que Inés era joven todavía, pero madura. A pesar de sus pocos años, Inés sabía lo que ofrecía al expresar la confesión decisiva. Eso es lo que hace de su muerte voluntaria un heroísmo sin precedente.
Los restos de Santa Inés descansan todavía en el lugar donde por entonces se sepultaron. A sólo unos cuantos pasos de la vía Nomentana el tiempo parece haberse detenido: tan solemne es la casa de Dios, erigida sobre la tumba de la santa.
Todos los años se realiza allí una sencilla ceremonia: la bendición de los corderos blancos, de cuya lana se hilan los palios de los arzobispos. Con ese acto simbólico Roma renueva el recuerdo de una doncella que, llena del espíritu ardoroso de la Roma antigua, venció a la muerte. Aunque las catacumbas estuvieron cegadas por mucho tiempo y los rebaños de cabras de la campiña pastaban sobre las capillas desplomadas, jamás se borraron estas palabras en la losa de su tumba: “Inés santísima”.
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