enero 2020
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Redacción

Desde niño, Juan Bosco rompió moldes en la santidad. Una verdadera personalidad que demuestra que la gracia de Dios no disminuye ni obstruye la naturaleza, sino al contrario, la levanta y perfecciona.

Juanito, siendo un niño de muy escasos recursos, aceptaba cualquier trabajo humilde para pagar sus estudios; pero nunca pensó sólo en su carrera, sino que siempre estaba dispuesto a ayudar a los demás, sobre todo a los muchachos que andaban abandonados en la calle. Por ellos y para ellos cantaba, jugaba, aprendía trucos de prestidigitación y con frecuencia los invitaba al templo parroquial, para rezar todos juntos.

A los 20 años de edad entró en el Seminario de Chieri, y fue ordenado sacerdote en 1841. Desde el principio de su trabajo sacerdotal buscó a los marginados, presos, enfermos, soldados y en particular a los muchachos abandonados de Turín. Su principio espiritual era: “El demonio nunca descansa para hacer daño a las almas; por eso tampoco yo puedo descansar en mi obra de salvación.”

Su método era: a través de la confianza, establecer un orden libremente aceptado por los muchachos, evitarles las ocasiones y las compañías malas, creando alrededor de ellos un ambiente de sana alegría.
Los muchachos aceptaron al padre y su regla de vida y lo amaron con verdadera gratitud. Sin medios económicos, Juan Bosco consiguió levantar oratorios festivos, hospicios, talleres y la construcción de un templo en honor de la Santísima Virgen.

Al principio no se le comprendió en su apostolado, al grado de que algunos prelados de Turín trataron de llevarlo en una carroza hasta el manicomio, pero el ingenio de nuestro santo logró dar una buena lección a aquellos eclesiásticos, puesto que escapó de la carroza, que llegó al manicomio sin él. Jamás dudaron, en adelante, de la integridad de sus cualidades mentales.

Finalmente, la idea de fundar una Congregación para el cuidado espiritual y material de los muchachos fue aceptada por el Papa Pío IX, en 1858.

Por la prudente dirección de San Juan Bosco las escuelas y seminarios obtuvieron tanto éxito que, durante la vida del santo, surgieron unas 2,500 vocaciones sacerdotales y la fundación de la Congregación “Hijas de María Auxiliadora”. También promovió las vocaciones tardías para el sacerdocio en el mundo obrero.

En el conflicto entre Estado e Iglesia, nuestro santo atacó con valor la intención de la masonería de suprimir toda obra educativa católica y excluir a la Iglesia de la vida pública de la nación.  El santo enseñó que esa actitud discriminatoria era una clara violación de los derechos divinos y humanos. Hasta los ateos lo respetaron por su sinceridad, por su entrega noble a la causa de los más pobres y por su pobreza personal. Así pudo, por algunos años, actuar como intermediario confidencial entre Gobierno e Iglesia.

Murió el 31 de enero de 1888 y con él se cumplió lo que él mismo había previsto: “Quien muere en el campo de trabajo, atrae cien más que lo reemplacen.”

En el año de la muerte del fundador, los salesianos contaban ya con doscientas casas religiosas, en las cuales atendían a un total de 2,000 alumnos.

“¿Qué significa ser una gran educador? Significa, ante todo, ser un hombre que “comprende” a los jóvenes. Y, en efecto, sabemos que Don Bosco tenía una especial intuición del alma juvenil; siempre se hallaba  dispuesto y atento para escuchar y comprender a los numerosos jóvenes que acudían a él en el centro juvenil de Valdocco y en el santuario de María Auxiliadora. Pero hay que añadir enseguida, que el motivo de esta peculiar profundidad en “comprender” a los jóvenes fue que los “amaba” no menos profundamente. Comprender y amar: he aquí la insuperable fórmula pedagógica de Don Bosco.”
Juan Pablo II, Discurso a los jóvenes de Turín, 13 de abril de 1980.



Redacción

Nace en Cartago, África, hacia el año 468.

Fulgencio significa: resplandeciente, brillante.

Aprendió a hablar perfectamente el griego y el latín y resultó ser un excelente administrador. Por eso fue nombrado tesorero general de la provincia donde vivía. Pero alarmado ante los peligros de pecar que hay en el mundo y desilusionado de lo que lo material promete y no cumple, dispuso dedicarse a la vida espiritual.

Le conmovió profundamente el leer un sermón que San Agustín hizo acerca del bellísimo Salmo 36 que dice:
No envidies a los que se dedican a obrar mal, porque ellos se secarán pronto como la hierba. Dedícate a hacer el bien y a confiar en el Señor, y Él te dará lo que pide tu corazón”. 
Desde entonces se dedicó a leer libros espirituales, a orar, a visitar templos y a mortificarse en el comer y en el beber.

A los 22 años llegó a un monasterio y pidió ser admitido como religioso. El Superior, viendo que era un hombre de mundo y de negocios, le dijo: “Primero aprenda a vivir en el mundo sin dedicarse a placeres prohibidos. ¿Se imagina que va a ser capaz de pasar de una vida llena de dinero y de comodidades a una vida de pobreza y de ayunos como es la de los monjes? Pero Fulgencio le respondió humildemente: “¿Padre: el buen Dios me ha iluminado que me conviene hacerme religioso, no me concederá la fuerza y el valor para soportar las penitencias de los religiosos? Esta amable respuesta impresionó al superior, el cual lo admitió a hacer la prueba de ser monje.

Esta noticia conmovió a toda la ciudad. Pero la mamá se fue a la puerta del convento a gritar que Fulgencio debía dedicarse a administrar los bienes materiales, porque para ello tenía muy buenas cualidades. Tanto insistió aquella mujer que Fulgencio tuvo que huir de noche e irse a un convento a otra ciudad.

El año 499 una tribu de feroces guerreros de Numidia obligó a los religiosos a salir huyendo. Fulgencio llegó a la ciudad de Siracusa en Sicilia, Italia. Luego viajó a Roma y allí al ver las impresionantes ceremonias llenas de tanta solemnidad exclamó: “Dios mío: si aquí hay tanto esplendor, ¿Cómo será en el cielo?

Volvió a su patria y fue nombrado obispo de la ciudad de Ruspe en Túnez. Como obispo siguió vistiendo pobremente y sacrificándose como un humilde monje. Siempre llevaba su traje pobre y desteñido de religioso mortificado. Jamás comía carne. Si alguna vez tomaba vino lo mezclaba con agua. Rezaba cada día más de 12 Salmos. Muchas veces viajaba descalzo.

Pero las gentes admiraban su atractiva amabilidad, y su gran humildad. Era querido y estimado por todos. E invitaba a muchos jóvenes a irse de monjes, y para ellos construyó un monasterio cerca de la casa episcopal.

Un rey hereje expulsó a todos los jefes de la Iglesia Católica del norte de África y los envió a la isla de Cerdeña. Allí desterrado, Fulgencio se dedicó a escribir contra los herejes arrianos (que niegan que Jesucristo sea Dios) y al rey le impresionaron tanto los escritos de este santo que le pidió que no los propagara. Le permitieron volver al África pero allá los herejes al oír lo bien que hablaba Fulgencio en defensa de la religión católica, pidieron que fuera desterrado otra vez.

Al salir hacia el destierro les dijo a los católicos que lloraban: “No se afanen. Pronto volveré y ya no me volverán a desterrar”. Y así sucedió. Poco después murió el rey  hereje (Trasimundo) y su sucesor (Hilderico) permitió que todos los católicos desterrados volvieran a su país.

La gente de Cartago (África) salió en grandes multitudes a recibir a Fulgencio. Como durante el desfile se desató un fuerte aguacero, los cristianos hicieron un toldo con sus mantos y allí llevaron a su queridísimo obispo.

San Fulgencio predicaba tan sumamente bien, que el obispo de Cartago, Bonifacio, decía: “No puedo oírle predicar sin que las lágrimas se me vengan a los ojos y sin que la emoción me llene totalmente. Bendito sea Dios que le dio tan grande sabiduría al obispo Fulgencio. En verdad se merece el nombre que tiene, nombre que significa el resplandeciente, el brillante.

Los últimos años sufría mucho por varias enfermedades y exclamaba frecuentemente:
Señor: ya que me mandaste sufrimientos, envíame también la paciencia necesaria para soportarlos. Acepto en esta vida los sufrimientos que permites que me lleguen, y en cambio te pido tu perdón y tu misericordia y la vida eterna”.
Murió a los 66 años, en enero del año 533. Se había propuesto imitar en todo lo posible a San Agustín y lo consiguió admirablemente. Tanta era la estimación que la gente sentía por él, que no permitieron que fuera enterrado en otro sitio sino debajo del altar mayor en la Catedral. Aún hoy día, en los libros de oraciones de los sacerdotes hay varios sermones de San Fulgencio de Ruspe, gran sabio y gran santo.



Redacción

Fundador de los padres mercedarios

Nació cerca de Barcelona, España, hacia el año 1189.

A los 15 años quedó huérfano de padre, y dueño de grandes posesiones. La madre le colaboró en todos sus deseos de hacer el bien y de obtener santidad.

Estando en edad de casarse hizo una peregrinación a la Virgen de Montserrat y allí se puso a pensar que las vanidades del mundo pasan muy pronto y no dejan sino insatisfacción y que en cambio lo que se hace para la vida eterna dura para siempre. Entonces prometió a la Virgen mantenerse puro y se le ocurrió una idea que iba a ser de gran provecho para muchas gentes.

En aquel tiempo la cuestión social más dolorosa era la esclavitud que muchísimos cristianos sufrían de parte de los mahometanos. Estos piratas llegaban a tierras donde había cristianos y se llevaban todos los hombres que encontraban. Las penalidades de los prisioneros cristianos en las tenebrosas cárceles de los mahometanos sobrepasaban lo imaginable. Y lo más peligroso era que muchos perdían la fe, y su moralidad se dañaba completamente.

Esto fue lo que movió a Pedro Nolasco a gastar su gran fortuna en libertar al mayor número posible de esclavos cristianos. Cuando se le presentaba la ocasión de gastar una buena cantidad de dinero en obtener la libertad de algún cautivo recordaba aquella frase de Jesús en el evangelio:
No almacenen su fortuna en esta tierra donde los ladrones la roban y la polilla las devora y el moho las corroe. Almacenen su fortuna en el cielo, donde no hay ladrones que roben, ni polilla que devore ni óxido que las dañe." (Mt 6, 20). 

Y este pensamiento lo movía a ser muy generoso en gastar sus dineros en ayudar a los necesitados.

Y sucedió que, según dicen las antiguas narraciones que una noche (agosto de 1218) se le apareció la Sma. Virgen a San Pedro Nolasco y al rey Jaime de Aragón (que era amigo de nuestro santo) y les recomendó que fundaran una Comunidad de religiosos dedicados a libertar cristianos que estuvieran esclavos de los mahometanos.

Consultaron al director espiritual juntos, que era San Raimundo de Peñafort, y éste los llevó ante el Sr. Obispo de Barcelona, al cual le pareció muy buena la idea y la aprobó. Entonces el militar Pedro Nolasco hizo ante el obispo sus tres votos o juramentos, de castidad, pobreza y obediencia, y añadió un cuarto juramento o voto: el de dedicar toda su vida a tratar de libertar cristianos que estuvieran siendo esclavos de los mahometanos. Este cuarto voto o juramento lo hacían después todos sus religiosos.

Los antiguos dicen que la Virgen les recomendó: fundad una asociación con hábito blanco y puro que sea defensa y muro de la cristiana nación.



San Raimundo predicó con gran entusiasmo a favor de esta nueva Comunidad y fueron muchos los hombres de buena voluntad que llegaron a hacerse religiosos. El vestido que usaban era una túnica blanca y una cruz grande en el pecho. San Pedro Nolasco fue nombrado Superior General de la Congregación y el Papa Gregorio Nono aprobó esta nueva comunidad.

San Pedro Nolasco ayudó al rey Don Jaime a conquistar para los cristianos la ciudad de Valencia que estaba en poder de los mahometanos, y el rey, en agradecimiento, fundó en esa ciudad varias casas de la Comunidad de los Mercedarios.

El rey Jaime decía que si había logrado conquistar la ciudad de Valencia, esto se debía a las oraciones de Pedro Nolasco. Y cada vez que obtenía algún resonante triunfo lo atribuía a las oraciones de este santo.

San Pedro hizo viajes por muchos sitios donde los mahometanos tenían prisioneros cristianos, para conseguir su libertad. Y viajó hasta Argelia, que era un reino dominado por los enemigos de nuestra santa religión. Allá lo hicieron prisionero pero logró conseguir su libertad.

Como había sido un buen comerciante, organizó técnicamente por muchas ciudades las colectas a favor de los esclavos y con esto obtuvo abundantes dineros con los cuales logró la libertad de muchísimos creyentes.

Poco antes de morir repitió las palabras del Salmo 76:
Tú, oh Dios, haciendo maravillas, mostraste tu poder a los pueblos y con tu brazo has rescatado a los que estaban cautivos y esclavizados”. 
Tenía 77 años de edad.

Por su intercesión se obraron muchos milagros y el Sumo Pontífice lo declaró santo en 1628.  La comunidad fundada por él se dedica ahora a ayudar a los que están encarcelados. En un apostolado maravilloso.

Jesús nos recuerda lo que prometió a quienes ayuden y consuelen a los encarcelados: “Estuve preso y me fuisteis a visitar. Todo el bien que le habéis hecho a cada uno de estos necesitados, lo recibo como si lo hubierais hecho a Mí mismo, (Sn Mt 25, 40).




Redacción

Un año después de que Ignacio de Loyola fundara en la capilla de San Dionisio en Montmartre, en París, su “Compañía de Jesús”, en Brescia surgió la “Compañía de Santa Úrsula”, la comunidad de las ursulinas que, según la voluntad de su fundadora, Santa Ángela Merici, debían detener el avance del protestantismo mediante la instrucción sólida del pueblo en las verdades religiosas.

En aquella época, Angela Merici era ya casi una anciana. Su larga vida, llena de peripecias, le había llevado a madurar y a poner en ejecución tan difícil tarea.

Había nacido en Desenzano, en la ribera sur del lago de Garda, el 1º. De marzo de 1474. Pasó una infancia alegre y feliz. Desconocía la pobreza, y sus padres le transmitieron una sana devoción, pero Dios quiso acrisolarla en la llama de los sufrimientos, por eso llamó a la eternidad a sus padres siendo ella muy joven todavía. Con el fin de liberarse de los cuidados terrenos, renunció a su herencia y aceptó el hábito de la Tercera Orden de San Francisco.

Encontró hospedaje en la casa de sus pariente, donde, por 20 años, como una servidora cumplió con los trabajos más humildes, hasta que sintió la vocación de dedicarse especialmente a los niños. Desde entonces consagró todos sus momentos libres a favor de los jóvenes.

Aunque tenía un carácter más bien serio y oraba casi constantemente al trabajar con sus protegidos, podía platicar alegremente y jugar con ellos. También los niños sintieron la maternidad oculta en su alma generosa y acudieron a ella en toda circunstancia alegre o triste.

Con su carácter vivaz y activo les impartió clases sobre las verdades importantes de la fe y les enseñó canciones religiosas. Sus pequeños protegidos llevaron el espíritu nuevo a sus familias. Muy pronto, junto con los niños, acudieron las madres para recibir instrucción de la maestra.

Angela se fue transformando en el ángel bueno de toda la región del lago de Garda. Su fama se extendió y acudieron a ella personas de toda clase y condición, incluyendo príncipes y sacerdotes, en busca de consejo espiritual.

Angela Merici pudo conocer, a fondo, el bajo nivel moral y la profunda ignorancia religiosa que se abatía sobre amplios sectores de la población.

Como fruto de estas experiencias formó una Congregación religiosa sin convento y sin votos, algo completamente insólito para la tradición de entonces. Aunque Angela ya tenía más de 60 años, fue elegida como primera superiora.

Su obra se consolidó y se extendió rápidamente gracias a su oración, a su inteligencia práctica y a su personalidad auténticamente femenina. Nunca se elevó sobre sus discípulas. Siguió siendo la última y la más humilde, aun cuando tuviera que dar órdenes y castigar.

No le importaba tanto la organización, sino más bien la actitud correcta y el amor. Su bondad no excluía a ninguno de los que venían a solicitar su ayuda. Pero no se conformó con el cuidado de la miseria corporal; siempre buscaba el alma del forastero para unirla de nuevo con el manantial de toda vida.

Por eso su actitud rebasó ampliamente el ámbito social-caritativo, Abrió su comunidad a una dimensión importante en nuestros días, es decir, educar a los jóvenes en las verdades del Evangelio y de la Iglesia.

Angela Merici no vivió mucho tiempo después de la fundación. En el invierno de 1539 la fiebre la postró en el lecho, y falleció súbitamente el 27 de enero de 1540, en Brescia.

En 1807 fue canonizada y su carisma educativo en las escuelas católicas influyó también en América Latina.

“Entre estos adultos que tienen necesidad de la catequesis, nuestra preocupación pastoral y misionera se dirige a los que, en su infancia, recibieron una catequesis proporcionada a esa edad, pero que luego se alejaron de toda práctica religiosa y se encuentran en el edad madura con conocimientos religiosos más bien infantiles; a los que se resienten de una catequesis, sin duda precoz, pero mal orientada o mal asimilada; a los que, aun habiendo nacido en países cristianos, incluso dentro de un cuadro sociológicamente cristiano, nunca fueron educados en su fe, y, en cuanto adultos, son verdaderos catecúmenos.” C. T., n.44.



Redacción

San Timoteo, obispo

Timoteo, hijo de padre griego y madre judía, se encontró por primera vez con San Pablo en Listra, que era su patria, cuando el apóstol regresaba del Concilio de Jerusalén y ardía en el deseo de evangelizar otros países y otros pueblos.

Pablo invita a Timoteo a acompañarlo, ya que los ancianos de la comunidad lo recomendaban. Timoteo, creyente y confiado, siguió a su maestro, dispuesto a soportar los sufrimientos de las peregrinaciones apostólicas. Pocos años antes, Pablo había sido apedreado en Listra. Por mucho tiempo estuvo cerca del Apóstol de los Gentiles, con él atravesó el Asia Menor, Macedonia y Grecia, fue testigo ocular y auricular de sus éxitos inconmesurables.

Cuidó y consoló al enfermo cuando éste sufrió amargas horas de decepción. Fungió como diácono, acompañante y secretario. Ya que Timoteo, mejor que cualquier otro,  conocía los baluartes  recién conquistados del cristianismo, Pablo lo mandaba con frecuencia a alguna comunidad amenazada o desunida, como por ejemplo a Tesalónica o a Corinto, para influir en ellas. Sin embargo, Pablo estaba intranquilo y preocupado hasta el regreso de Timoteo.

Cuando Pablo tuvo la certeza interna de que sus días estaban contados, se despidió de Timoteo, habiéndolo designado antes obispo de Efeso, la ciudad más amenazada del Asia Menor.

Ahora, aunque el mar y los muros de la prisión separaban a los inseparables misioneros, lo que ya no se pueden decir personalmente se lo comunican por carta.  Las dos cartas escritas por Pablo a Timoteo en vista de la cercanía de su muerte, contienen sabiduría sublime: amonestaciones a la fidelidad, consejos para la Misa y los cargos eclesiales, prevenciones contra la heterodoxia. Nos conmueve y nos enternece profundamente ver cómo de repente, el viejo cariño atraviesa la trama sobria de las órdenes pastorales.

Pablo ordenó paternalmente a Timoteo cuidar más de su estómago sensible y tomar algo de vino en lugar de agua. En la segunda carta, ya próximo a su muerte, pidió e insistió al antiguo discípulo para que regresara cuanto antes a Roma, puesto que todos sus compañeros, fuera de Lucas, lo habían abandonado.

Seguramente Timoteo cumplió con el último deseo del gran apóstol, pero es dudoso que lo haya encontrado entre los vivos.

Con el martirio de Pablo acaban las noticias seguras sobre Timoteo. Sólo la leyenda informa que, por muchos años, al lado del Apóstol San Juan, presidió la Iglesia de Efeso y, al finalizar el siglo, fue asesinado por los partidarios del templo de Diana en una de sus manifestaciones.

Principio de la segunda carta del Apóstol San Pablo a Timoteo

“Pablo, apóstol de Jesucristo por voluntad de Dios, conforme a la promesa de vida que hay en Cristo Jesús, a Timoteo, hijo querido. Te deseo la gracia, la misericordia y la paz de Dios Padre y de Cristo Jesús, Señor nuestro.
Cuando de noche y de día te recuerdo en mis oraciones, le doy gracias a Dios, a quien sirvo con una conciencia pura, como lo aprendí de mis antepasados. Por eso te recomiendo que reavives el don  de Dios que recibiste cuando te impuse las manos. Porque el Señor no nos ha dado un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de moderación. No te avergüences de mí, que estoy preso por su causa. Al contrario, comparte conmigo los sufrimientos por el Evangelio, sostenido por la fuerza de Dios…”

San Tito, obispo

Cuando en el año 49 San Pablo y Bernabé bajaron de Antioquía  a Jerusalén, iba en su compañía un joven griego, al que Pablo llamaba “Querido hijo”. Con toda intención había llevado a ese joven en el viaje, ya que el mismo Pablo había arrebatado a Tito del paganismo y ahora quería presentarlo a los ancianos de Jerusalén, como ejemplo de un antiguo pagano, ya cristiano y fervoroso y de carácter firme.

A pesar de su juventud, la personalidad madura y noble de aquel griego convenció a los Apóstoles, puesto que también se podía llegar a ser cristiano perfecto sin cumplir con las prescripciones rituales de la circuncisión.

De esa manera, Tito entró a la historia de la Iglesia primitiva en uno de los momentos más peligrosos. Desde que estuvieron juntos en Jerusalén, quedó más cercano al corazón del gran maestro de los pueblos y lo acompañó como colaborador en sus viajes. Así, desde muy cerca, fue testigo de los inmensos éxitos de predicación y también de los sufrimientos de su    maestro. Comprobó cuánto había aprendido en la escuela de Pablo, quien lo envió a Corinto; no podía haberle encomendado una tarea más ardua.

Corinto, la gran ciudad de medio millón de habitantes, siempre había sido un campo difícil para la evangelización por sus divisiones y partidos. Tito debía restablecer la paz y afirmar la fe verdadera.

Con intranquilidad, San Pablo esperó el regreso de su discípulo y fue a su encuentro hasta Macedonia. Qué alivio par él cuando Tito, esperado por largo tiempo, le dio la buena nueva de que los corintios habían vuelto a la unidad de la fe y de “la fracción del pan”. La pacificación fue un triunfo personal de Tito por su modo tranquilo y firme.

Pablo mandó a Tito otra vez a Corinto para entregar una carta, y, a la vez, con el fin de dirigir la colecta de la limosna para la empobrecida comunidad de Jerusalén.

Como buen estratega, que coloca a sus mejores capitanes en los puntos más amenazados, después de su primera prisión en Roma dejó a Tito en Creta y lo consagró como primer obispo de la isla. En aquel entonces se decía de los cretenses que eran “mentirosos y malas bestias, glotones y perezosos”.

Era un duro trabajo establecer el Reino de Dios entre tal gente. Pero San Pablo confiaba enteramente en Tito; si alguien pudiera cumplir con esa dura tarea sería él. Del tesoro de sus experiencias le escribió una carta, recomendándole detalladamente el cumplimiento de su misión. El anhelo de volver a verlo no lo dejaba en paz, e invitó a Tito a pasar con él el invierno en Nicópolis.

Sin duda Tito no escatimó esfuerzos para visitarlo en Roma, donde el apóstol, preso, veía acercarse su inmolación. Allí también recibió el último legado del consagrado a la muerte: Pablo lo envió a Dalmacia para fundar las primeras células del cristianismo. La historia calla la fecha de regreso de Tito a Creta y de su muerte en esa isla.

Carta de San Pablo a Tito, 2, 11-15.

“Porque se ha manifestado la gracia salutífera de Dios a todos los hombres, enseñándonos a negar la impiedad y los deseos del mundo, para que vivamos sobria, justa y piadosamente en este siglo, con la bienaventurada esperanza en la venida gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro, Cristo Jesús, que se entregó por nosotros para rescatarnos de toda iniquidad y adquirirse un pueblo propio, celador de obras buenas. He aquí lo que has de decir, exhortando y reprimiendo con todo imperio; que nadie te desprecie…”



Redacción

Esta fiesta tiene su origen en el siglo X, cuando existía la costumbre de distribuir, desde la tumba de San Pablo, supuestas reliquias, como parte de sus vestidos o eslabones de las cadenas con las cuales, se creía, había sido atado el apóstol. La fiesta se llamó, por esta razón, traslación de recuerdos de la tumba de San Pablo.

Naturalmente, la Iglesia reprobó esta costumbre y subrayó la importancia de la imitación espiritual de San Pablo. Por eso se le llamó después la fiesta de la “Conversión de San Pablo”, para recordar aquel acontecimiento, el más importante en la Iglesia primitiva, que el mismo Pablo narra dos veces en los Hechos de los Apóstoles: cuando lo detuvieron en Jerusalén y dos años más tarde, cuando fue presentado, como prisionero, ante el procurador Festo, el rey Agripa y su esposa Berenice (Hc 22, 3-21; 26, 4-23).

El evangelista San Lucas dedica casi la mitad del libro de los Hechos de los Apóstoles al apostolado de San Pablo. También en las cartas de los Apóstoles, se hace mención expresa de la aparición de Cristo resucitado al fariseo Saulo y su conversión total, por la gracia del Señor.

Para Saulo este encuentro con Cristo tuvo dos consecuencias decisivas: primeramente, abandonarlo todo por amor a Cristo. Saulo abandonó a su familia, renunció a su orgullo de raza, a su carrera profesional, a sus aspiraciones, a su fanatismo farisaico, a sus amigos y parientes judíos. Todo esto, comparado con Cristo, lo consideró como basura.

En cambio con su conversión lo ganó todo: ganó una verdadera vida por su incorporación en Cristo, creyendo en Él y pidiendo el Bautismo; ganó una nueva visión del Cristo místico que vive en cada uno de los hermanos bautizados. Esta conversión fue, en verdad, un triunfo del Señor resucitado, ya que, por su gracia, en un momento cambió la vida de Saulo para que fuera, en adelante, magnífico instrumento en la evangelización de la Iglesia primitiva.

San Pablo confiesa en todas sus predicaciones, mensajes y escritos, que esta conversión radical fue un fruto de la gracia, fruto que acaso otros hombres consiguen sólo después de un largo proceso de años o de toda una vida. En Pablo irrumpió el poder del Resucitado en un solo momento y los hizo confesar: “En un solo espíritu hemos sido bautizados para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres” (1Cor 12,13).

El “Apóstol de los Gentiles” reconoce que no hay salvación ni justificación por la ley mosaica ni por ninguna otra tradición o institución humana, sino sólo por la nueva vida de Cristo; pero este Señor crucificado y resucitado no sólo debe vivir y reinar dentro de nosotros, sino en la Iglesia, la cual, por lo tanto, debe ser misionera y; con celo infatigable, trabajar en la evangelización de todos los hombres y pueblos.

Del 18 al 25 de enero, los bautizados de todo el mundo celebran una Octava de unidad en recuerdo de San Pablo y piden a Dios el don de la unificación de todos los cristianos.

Si reflexionamos cómo Cristo pudo edificar su Iglesia en el Mediterráneo por los esfuerzos, los sufrimientos y el martirio de un solo hombre profundamente convertido, no debemos ser pesimistas; también en el mundo de hoy, el Señor de todos los bautizados y no bautizados sabrá intervenir en la historia para la edificación de su Cuerpo místico; con tal que cada uno de nosotros busque encontrar su misión específica, y convertirse, como Pablo, en instrumento de elección para llevar a Cristo al mundo de hoy y, consecuentemente, para padecer por Cristo lo que sea necesario.





Redacción 

Tres Años antes del nacimiento del santo, había muerto, en Ginebra, uno de los enemigos más grandes de la Iglesia Católica: Calvino, cuya doctrina falsificó no sólo la tradición bíblica y apostólica, sino la misma esencia de Dios, que es el amor.

Calvino enseñó que Dios ha predestinado una parte de la humanidad a la condenación eterna y negó que cada uno, por su libre decisión, pudiera elegir también su suerte eterna.

Francisco, siendo joven estudiante de derecho, sufrió mucho por la tentación diabólica, creyendo que también él estaba destinado al infierno a pesar de todos sus esfuerzos. Por fin venció los asaltos del enemigo con una doble consagración, en primer lugar pronunció la siguiente consagración a Dios:
Si a ti, Señor Dios, no voy a poderte amar por toda la eternidad, ahora en la tierra quiero amarte de todo corazón”.
La segunda consagración la lleva a cabo ante una imagen de María Santísima, rezando el “Acordaos, oh piadosísima Virgen María”. A partir de este momento, su alma se llena de una infinita confianza en la misericordia divina y su mayor anhelo es conocer la verdad teológica de los misterios divinos.

No importándole a nuestro santo el haber sido nombrado oficial mayor de la Suprema Corte de Saboya, aspiró entonces al sacerdocio católico y, después de los estudios indispensables, recibió el sacramento del orden  a fines de 1593.

Los primeros 4 años trabajó en Chablais, la región más contaminada por el calvinismo, ahí sufrió amenazas de muerte, tentativas de asesinato e increíbles penas físicas en sus intrincados caminos apostólicos, pero todo eso lo superó predicando y viviendo el amor de Cristo. En 1602 fue nombrado obispo de Ginebra.

Enseguida buscó un continuo contacto con el clero de las 600 parroquias y la movilización de una catequesis profunda del pueblo, pues reconoció claramente que el éxito de los sectarios se basaba en la ignorancia de los católicos.

Igualmente dedicó mucho tiempo a la orientación de los seglares, entre  los cuales se encontraba la viuda de Chantal (cuya conmemoración en el calendario litúrgico es el 12 de diciembre). Santa Juana Francisca Fremiot de Chantal fundó, por consejo del santo obispo, la Congregación de la Visitación de la Virgen María.

A pesar de su intenso trabajo pastoral, nuestro santo nos dejó el libro Filotea (Amor a Dios) y unas 20,000 cartas de conversaciones pastorales.

Durante un viaje pastoral murió el buen pastor, el 28 de diciembre de 1622, a la edad de 55 años.

En el siglo XIX el apóstol de la juventud, San Juan Bosco, se inspiró en el testamento de San Francisco de Sales y fundó a los “salesianos”.

La Iglesia propone a Francisco de Sales como “patrono de la prensa católica”, en reconocimiento de la inmensa importancia de la palabra escrita e impresa para la formación personal y comunitaria. Más de 300 años antes del inicio de la comunicación masiva por los medios de la técnica actual, quiso destinar al servicio de la evangelización todos los recursos que Dios ha puesto en nuestras manos.

“Cuando los cristianos hacemos de Jesucristo el centro de los sentimientos y pensamientos, no nos alejamos de la gente y de sus necesidades. Por el contrario, nos encontramos envueltos en el movimiento del Hijo que vino a nosotros y se hizo uno de nosotros, nos encontramos envueltos en el movimiento del Espíritu Santo, que visita a los pobres, sosiega los corazones turbados, cauteriza los corazones heridos, calienta los corazones fríos y nos da la plenitud de sus dones”.
Juan Pablo II, Homilía en el Yankee Stadium de Nva. York 2 de Octubre de 1979.



Redacción

San Ildefonso nació en el 607, durante el reinado de Witerico en Toledo, de estirpe germánica, era miembro de una de las distintas familias regias visigodas. Según una tradición que recoge Nicolás Antonio, fue sobrino del obispo de Toledo San Eugenio III, quien comenzó su educación, recibiendo una brillante formación literaria.

Fue ordenado de diácono por Eladio, obispo de Toledo. Se dice que siendo aún muy niño, se inclinó al estado religioso ingresando en el monasterio Agaliense, en los arrabales de Toledo, contra la voluntad de sus padres.

Estando ya en el monasterio, funda un convento de religiosas y es elegido abad.

Cuando murió el obispo Eugenio III es elegido obispo de Toledo en el año 657.

Milagro del encuentro con la Virgen

La noche del 18 de diciembre del 665 San Ildefonso junto con sus clérigos y algunos otros, fueron a la iglesia, para cantar himnos en honor a la Virgen María. Encontraron la capilla brillando con una luz tan deslumbrante, que sintieron temor. Todos huyeron excepto Ildefonso y sus dos diáconos.

Estos entraron y se acercaron al altar. Ante ellos se encontraba la Virgen María, sentada en la silla del obispo, rodeada por una compañía de vírgenes entonando cantos celestiales. María al ir hizo una seña con la cabeza para que se acercara. Habiendo obedecido, ella fijó sus ojos sobre él y dijo: «Tu eres mi capellán y fiel notario. Recibe esta casulla la cual mi Hijo te envía de su tesorería.» Habiendo dicho esto, la Virgen misma lo invistió, dándole las instrucciones de usarla solamente en los días festivos designados en su honor.

Esta aparición y la casulla fueron pruebas tan claras, que el concilio de Toledo ordenó un día de fiesta especial para perpetuar su memoria. El evento aparece documentado en el Acta Sanctorum como El Descendimiento de la Santísima Virgen y de su Aparición.

La importancia que adquiere este hecho milagroso sucedido en plena Hispania Ghotorum y transmitido ininterrumpidamente a lo largo de los siglos ha sido muy grande para Toledo y su catedral.

Los árabes, durante la dominación musulmana, al convertirse la Basílica cristiana en Mezquita respetaron escrupulosamente este lugar y la piedra allí situada por tratarse de un espacio sagrado relacionado con la Virgen Maria a quien se venera en el Corán. Esta circunstancia permite afirmar que el milagro era conocido antes de la invasión musulmana y que no se trata de una de las muchas historias piadosas medievales que brotaron de la fantasía popular. En la catedral los peregrinos pueden aun venerar la piedra en que la Virgen Santísima puso sus pies cuando se le apareció a San Ildefonso.

Muere el 667, siendo sepultado en la iglesia de Santa Leocadia de Toledo, y posteriormente trasladado a Zamora. Su fiesta se celebra el 23 de enero.





Redacción

Este santo diácono figura entre los mártires más famosos de la Iglesia romana. Con los diáconos mártires Esteban y Lorenzo, tiene un puesto honorífico en la liturgia, en la tradición y el arte cristiano. 

La Iglesia ortodoxa celebra también esta fiesta el mismo día, de manera que se le puede considerar por ello un “Santo ecuménico”. El nombre de San Vicente es invocado en las letanías de todos los santos.

A pesar de los escasos datos históricos que poseemos, su fama se debe a la antiquísima tradición sobre las espantosas crueldades que soportó con extraordinaria fortaleza durante su martirio, sin aceptar en ningún momento la oferta de liberación a cambio del abandono de su fe.

Sabemos que nació en Zaragoza y fue ordenado diácono por el obispo Valerio. Con el mismo obispo fue encarcelado durante la persecución de Diocleciano, en el año 304.

Parece que el obispo salvó la vida y fue desterrado por amnistía general de Diocleciano, por el vigésimo aniversario de su gobierno.

Todo el furor anticristiano del gobernador Daciano se lanzó en contra del joven diácono, quien, a la par de San Esteban, no sólo defendió la fe, sino que atacó la caducidad del paganismo.

El poeta desconocido de “Las Coronas” pone en labios de Vicente, en forma artística, las siguientes palabras:
Te engañas, hombre cruel, si crees afligirme al destrozar mi cuerpo. Hay alguien dentro de mí que nadie puede violar, un ser libre, sereno, exento de dolor. Lo que tú intentas destruir es… un vaso de arcilla, destinado a romperse. En vano te esforzarás por tocar lo que está adentro.”

En el poder del Espíritu Santo, que se manifiesta especialmente en todos los mártires que soportaron torturas prolongadas, debemos encontrar la raíz de la propagación del culto a San Vicente y el envío de sus reliquias por casi todos los países de Europa.

Muchas Iglesias llevan su nombre, entre ellas tres de la ciudad de Roma. En la misma España su fama fue sólo superada, en el siglo IX, por la del Apóstol Santiago, ya que por el año 812 se divulgó la noticia del hallazgo de su tumba en la ciudad de Compostela.

“El diácono, colaborador del obispo y del presbítero, recibe una gracia sacramental propia. El carisma del diácono, signo sacramental de “Cristo Siervo”, tiene gran eficacia para la realización de una Iglesia servidora y pobre, que ejerce su función misionera en orden a la liberación integral del hombre”. D. P., n. 697.



Redacción

Al lado de la imagen de San Luis Gonzaga, el novicio de los jesuitas, en muchos miles de altares del mundo se encuentran la imagen de una jovencita que apenas había atravesado los linderos de la niñez.

Sus ojos, muy abiertos, miran de frente, como si penetraran misteriosas lejanías. Su brazo izquierdo lleva un cordero sin mancha y en su mano derecha sostiene la palma del martirio. Así conocemos a Santa Inés. Generaciones de jovencitas vieron en su pureza el ideal y el modelo de la integridad moral.

El gran Ambrosio nos transmitió las primeras noticias de la vida y la muerte de Inés, jovencita romana. Sólo son unas cuantas líneas, pues él mismo tampoco tuvo datos de este martirio, sino que lo compuso de los informes de hermanos cristianos anteriores a su tiempo.

Según este informe, Inés fue hija de una familia noble romana. Fue decapitada a los doce o trece años, después de muchos tormentos por su confesión inquebrantable a favor de Cristo, posiblemente hacia el año 304, al finalizar el largo período de la persecución.

La lealtad de la tierna niña y su sacrificio deben haber impresionado profundamente a sus hermanos cristianos, pues apenas habían enterrado a Inés en las catacumbas, en las afueras de la ciudad, cuando se comenzó a hilvanar una devota leyenda alrededor de la memoria de tan ilustre mártir.

Dicha leyenda narra que el hijo del gobernador de la ciudad pidió la mano de Inés y, rechazado por ella, se tornó de amante en un enemigo cegado por el odio; arrastró a la muchacha ante el juzgado romano, y sin respetar juventud, belleza ni alcurnia, condenó a la cristiana al estupro, a la hoguera y finalmente, ya que su ángel la guardó de ambos peligros, a que la decapitaran. Libremente dio su vida por Cristo, fuente de toda juventud.

La grandeza de esta decisión no sufre mengua por la juventud de la mártir. Es cierto que Inés era joven todavía, pero madura. A pesar de sus pocos años, Inés sabía lo que ofrecía al expresar la confesión decisiva. Eso es lo que hace de su muerte voluntaria un heroísmo sin precedente.

Los restos de Santa Inés descansan todavía en el lugar donde por entonces se sepultaron. A sólo unos cuantos pasos de la vía Nomentana el tiempo parece haberse detenido: tan solemne es la casa de Dios, erigida sobre la tumba de la santa.



Todos los años se realiza allí una sencilla ceremonia: la bendición de los corderos blancos, de cuya lana se hilan los palios de los arzobispos. Con ese acto simbólico Roma renueva el recuerdo de una doncella que, llena del espíritu ardoroso de la Roma antigua, venció a la muerte. Aunque las catacumbas estuvieron cegadas por mucho tiempo y los rebaños de cabras de la campiña pastaban sobre las capillas desplomadas, jamás se borraron estas palabras en la losa de su tumba: “Inés santísima”.





Redacción

En la vida de San Sebastián es difícil distinguir los datos históricos de los legendarios. Como verdad histórica se acepta que San Sebastián fue mártir de su convicción y sucumbió como soldado integérrimo.

El emperador Diocleciano lo había designado como jefe de los guardias imperiales. Habiendo cumplido con su guardia, Sebastián solía ir a ver a sus hermanos de la comunidad para ayudarlos con su influencia, y para avisarles a tiempo si corrían peligro. Si el obispo era el líder espiritual del pequeño grupo, el joven oficial era su abogado en todos los asuntos públicos.

Gracias a su vigilancia se enteró del grave peligro que los amenazaba desde el Oriente. Hacía años que Galerio instigaba, desde allá, a que se eliminaran, según planes preconcebidos, a los odiados “topos”, pues así solían llamar a los cristianos.

Diocleciano titubeaba todavía, pero Sebastián estaba convencido de que, en su fuero interno, el emperador estaba decidido a depurar el Estado y el ejército eliminando a los cristianos. Por eso no le sorprendió el estallido repentino de la persecución. Sólo fue menester cambiar su táctica para poder seguir ayudando a sus hermanos. Si hasta entonces se había preocupado especialmente de los pobres, ahora, de día y de noche, se le veía en las cárceles repletas. Allí les llevaba el último saludo de la comunidad y la Santísima Eucaristía.

La iglesia, escarmentada por experiencias amargas, había dado la consigna de no provocar el martirio. A pesar de todo, en cierta ocasión Sebastián se aventuró demasiado, pues ante el tribunal aconsejó vehementemente a algunos acusados, cuando éstos querían renegar de su fe. EL juez lo mandó detener inmediatamente.

La actitud de Sebastián sólo se había podido interpretar como desacato a las órdenes imperiales.
Con valor, aceptó Sebastián las consecuencias. Se le condenó a morir como soldado, es decir pasado por las armas. A los arqueros de la tropa se les destacó para la ejecución, pero sus flechas no tocaron órganos vitales. Desmayado, bañado en sangre, pero vivo aún, lo recogieron sus hermanos y rápidamente lo llevaron al lugar seguro más cercano, la casa de Irene, viuda de un funcionario de palacio. Allí recobró la conciencia  lo cuidaron, por meses, hasta que logró recuperarse de las gravísimas heridas.

Mientras tanto, las persecuciones siguieron su curso. Cada día informaban a Sebastián de nuevas víctimas, hasta que una gran idea surgió en su corazón: ¿Qué importancia tenía su vida? ¡Si él, muerto oficialmente, se enfrentara al emperador para que revocara sus órdenes sangrientas!

Una vez tomada su decisión, Sebastián no esperó mucho para llevarla a cabo. Tomó por sorpresa al emperador Diocleciano, se enfrentó a él y defendió elocuentemente al cristianismo.

En las frases de Sebastián el dictador sólo vio una afrenta a su majestad imperial. Indignado, mandó que arrestaran al temerario y lo mataran a palos en la pequeña arena del Palatino. En la noche enterraron el cuerpo del mártir en las afueras de la ciudad, en un camposanto cristiano subterráneo.

Dicha catacumba, que lleva el nombre de Sebastián, y la iglesia consagrada a él, construida encima, mantiene vivo su recuerdo. Posiblemente ningún peregrino cristiano que llegue a Roma, al ver su tumba, dejará de estremecerse y de sentir toda la miseria y a la vez  la grandeza del cristianismo primitivo.



Con gran predilección los artistas de todos los tiempos han representado el martirio de San Sebastián; en la Edad Media, durante las grandes tribulaciones causadas por la peste, las personas se arrodillaban ante dichos cuadros, implorando auxilio, porque se sentían indefensas contra los ataques de la epidemia, así como San Sebastián había estado expuesto a los flechazos.




Redacción

Leobardo (vulgarmente Liberto), nació en Auvernia. Se entregó al estudio y consagraba su tiempo libre a estudiar algunos salmos de David. Se preparaba así para el servicio de Dios, con la práctica de la oración.

Sus padres le convencieron para que adoptara el estado matrimonial, pero la muerte repentina de su padre y de su madre, suspendió la realización efectiva del contrato. Pasado el período de duelo, Leobardo traspasó a su hermano los compromisos contraídos y, contando con la intervención de la Providencia para la realización de sus designios, marchó a la tumba de san Martín.

Después de haber orado allí prolongadamente, se fue a encerrar cerca de la abadía de Marmoutier, y se instaló en una celda que dejó vacante un recluso llamado Alarico. Se dedicó a fabricar membranas o pergaminos para escribir los pasajes de la Sagrada Escritura y de los salmos que comenzaban a escapársele de la memoria.

Como encontraba la celda un poco estrecha, la agrandó cavando en la roca con sus manos. Tuvo algunas dificultades con otro solitario de las cercanías, y ya meditaba en trasladarse más lejos, cuando Gregorio de Tours, quien vino a visitarle, le dijo que todos aquellos trastornos eran artimañas del demonio. Al mismo tiempo, le dejó las vidas de los padres del desierto y algunos libros más que trataban de la vida religiosa: «Encontraréis -le dijo- los modelos a seguir para la dirección de vuestra conducta».

Leobardo sacó de aquellas lecturas tanto provecho, que pasó veintidós años en su celda, llevando una vida útil para su salvación y para la santificación de los demás, pues Dios le concedió el don de los milagros, en favor de quienes venían a visitarlo. Sintiendo que se avecinaba su fin, hizo venir a Gregorio de Tours y le pidió los Eulogios (bendiciones), es decir, el santo viático.

Ha llegado el tiempo -dijo- en que, por orden del Señor, voy a ser separado de los lazos de este cuerpo mortal; sin embargo, todavía viviré algunos días y el Señor me llamará antes de Pascua." 
"Hombre dichoso -comentó Gregorio de Tours-, su fidelidad a Dios le permitió conocer, por divina revelación, el momento de su muerte. Estábamos entonces en el décimo mes y, dos meses más tarde, Leobardo tuvo una recaída." Habiendo llegado el domingo, despidió al hermano que le servía, porque deseaba morir sin testigos. Sin duda que los ángeles, a falta de los hombres, recogieron su último suspiro.

Los detalles que da Gregorio de Tours bastan para indicar que el 18 de enero no fue el día en que Leobardo murió, pero algunos lo creyeron así y situaron su muerte en el año 593, que fue cuando el 18 de enero cayó en domingo. Con mayor probabilidad esa fecha, que fue la tradicional de su celebración, fue el aniversario de la traslación de su cuerpo.

En la actualidad el nombre de Leobardo está inscrito en el Martirologio Romano en el más probable mes de muerte, marzo, el día tradicional del 18. La ciudad de Tours tiene una iglesia construida en su honor, donde iban a curarse los atacados por la fiebre. La capilla de San Leobardo dependía del rey de Francia por hallarse comprendida en el castillo de Tours. Cada año, el Viernes de Pasión, el capítulo de la catedral hacía una estación en la mencionada capilla. Estas peregrinaciones se interrumpieron en el año 1793 y, desde entonces, el santuario perdió el afecto de las gentes.



Redacción

Monje del desierto, nace hacia el año 250.

Ilustre padre del monaquismo. Testigo radical del Evangelio

San Antonio es un modelo de espiritualidad ascética. (No lo confunda con San Antonio de Padua)

Nace en Egipto hacia el año 250, hijo de acaudalados campesinos.

Durante una celebración Eucarística escuchó las Palabras de Jesús: "Si quieres ser perfecto, ve y vende todo lo que tienes y dalo a los pobres".

Al morir sus padres, San Antonio entregó su hermana al cuidado de las vírgenes consagradas , distribuyó sus bienes entre los pobres y se retiró al desierto, donde comenzó a llevar una vida de penitencia. Hizo vida eremítica en el desierto, junto a un cierto experto llamado Pablo. Después vivió junto a un cementerio, siendo testigo de la vida de Jesús que vence el temor a la muerte.

Organizó comunidades de oración y trabajo. Pero prefirió retirarse de nuevo al desierto. Allí logró conciliar la vida solitaria con la dirección de un monasterio.  Viajó a Alejandría para apoyar la fe católica ante la herejía arriana.

Tuvo muchos discípulos; trabajó en favor de la Iglesia, confortando a los confesores de la fe durante la persecución de Diocleciano, y apoyando a san Atanasio en sus luchas contra los arrianos.

Una colección de anécdotas, conocida como "apotegmas" demuestra su espiritualidad evangélica clara e incisiva.

Murió hacia el año 356, en el monte Colzim, próximo al mar Rojo. Se dice que de avanzada edad pero no se conoce su fecha de nacimiento.

Patrón de tejedores de cestos, fabricantes de pinceles, cementerios, carniceros, animales domésticos.



Redacción

En la serie de los Pontífices, el Papa Marcelo ocupa el puesto número 30. Fue Pontífice por un año: del 308 al 309. El nombre “Marcelo” significa “Guerrero”.

Era uno de los más valientes sacerdotes de Roma en la terrible persecución de Diocleciano en los años 303 al 305. Animaba a todos a permanecer fieles al cristianismo aunque los martirizaran.

Elegido Sumo Pontífice se dedicó a reorganizar la Iglesia que estaba muy desorganizada porque ya hacía 4 años que había muerto el último Pontífice, San Marcelino. Era un hombre de carácter enérgico, aunque moderado, y se dedicó a volver a edificar los templos destruidos en la anterior persecución. Dividió a Roma en 25 sectores y al frente de cada uno nombró a un Presbítero (o párroco). Construyó un nuevo cementerio que llegó a ser muy famoso y se llamó “Cementerio del Papa Marcelo”.

Muchos cristianos habían renegado de la fe, por miedo en la última persecución, pero deseaban volver otra vez a pertenecer a la Iglesia. Unos (los rigoristas) decían que nunca más se les debía volver a aceptar. Otros (los manguianchos) decían que había que admitirlos sin más ni más otra vez en la religión.

Pero el Papa Marcelo, apoyado por los mejores sabios de la Iglesia, decretó que había que seguir un término medio: sí aceptarlos otra vez en la religión si pedían ser aceptados, pero no admitirlos sin más ni más, sino exigirles antes que hicieran algunas penitencias por haber renegado de la fe, por miedo, en la persecución.

Muchos aceptaron la decisión del Pontífice, pero algunos, los más perezosos para hacer penitencias, promovieron tumultos contra él. Y uno de ellos, apóstata y renegado, lo acusó ante el emperador Majencio, el cual, abusando de su poder que no le permitía inmiscuirse en los asuntos internos de la religión, decretó que Marcelo quedaba expulsado de Roma. Era una expulsión injusta porque él no estaba siendo demasiado riguroso sino que estaba manteniendo en la Iglesia la necesaria disciplina, porque si al que a la primera persecución ya reniega de la fe se le admite sin más ni más, se llega a convertir la religión en un juego de niños.

El Papa San Dámaso escribió medio siglo después el epitafio del Papa Marcelo y dice allí que fue expulsado por haber sido acusado injustamente por un renegado.

El “Libro Pontifical”, un libro sumamente antiguo, afirma que en vez de irse al destierro, Marcelo se escondió en la casa de una señora  muy noble, llamada Lucina, y que desde allí siguió dirigiendo a los cristianos y que así aquella casa se convirtió en un verdadero templo, porque allí celebraba el Pontífice cada día.

Un Martirologio (o libro que narra historias de mártires) redactado en el siglo quinto, dice que el emperador descubrió dónde estaba escondido Marcelo e hizo trasladar allá sus mulas y caballos y lo obligó a dedicarse a asear esa enorme pesebrera, y que agotado de tan duros trabajos falleció el Pontífice en el año 309.

La casa de Lucina fue convertida después en “Templo de San Marcelo” y es uno de los templos de Roma que tiene por titular a un Cardenal.

Señor Dios: concédenos la gracia de no renegar jamás de nuestras creencias cristianas, y haz que te ofrezcamos las debidas penitencias por nuestros pecados. Amén. 


Redacción

La vida de este santo fue escrita por el gran sabio San Jerónimo, en el año 400.

Nació hacia el año 228, en Tebaida, una región que queda junto al río Nilo en Egipto y que tenía por capital a la ciudad de Tebas.

Fue bien educado por sus padres, aprendió griego y bastante cultura egipcia. Pero a los 14 años quedó huérfano. Era bondadoso y muy piadoso. Y amaba enormemente a su religión.

En el año 250 estalló la persecución de Decio,  que trataba no tanto de que los cristianos llegaran a ser mártires, sino de hacerlos renegar de su religión. Pablo se vio ante estos dos peligros: o renegar de su fe y conservar sus fincas y casas, o ser atormentado con tan diabólica  astucia que lo lograran acobardar y lo hicieran pasarse al paganismo con tal de no perder sus bienes y no tener que sufrir más torturas.

Como veía que muchos cristianos renegaban por miedo, y él no se sentía con la suficiente fuerza de voluntad para ser capaz de sufrir toda clase de tormentos sin renunciar a sus creencias, dispuso más bien esconderse. Era prudente.

Pero un cuñado suyo que deseaba quedarse con sus bienes, fue y lo denunció ante las autoridades. Entonces Pablo huyó al desierto. Allá encontró unas cavernas donde varios siglos atrás los esclavos de la reina Cleopatra fabricaban monedas. Escogió por vivienda una de esas cuevas, cerca de la cual había una fuente de agua y una palmera. Las hojas de la palmera le proporcionaban vestido. Sus dátiles le servían de alimento. Y la fuente de agua le calmaba la sed.

Al principio el pensamiento de Pablo era quedarse por allí únicamente el tiempo que durara la persecución, pero luego se dio cuenta de que en la soledad del desierto podía hablar tranquilamente a Dios y escucharle tan claramente los mensajes que Él le enviaba desde el cielo, que decidió quedarse allí para siempre y no volver jamás a la ciudad donde tantos peligros había de ofender a Nuestro Señor. Se propuso ayudar al mundo no con negocios y palabras, sino con penitencias y oración por la conversión de los pecadores.

Dice San Jerónimo que cuando la palmera  no tenía dátiles, cada día venía un cuervo y le traía medio pan, y con eso vivía nuestro santo ermitaño. (La Iglesia llama ermitaño al que pasa su vida en una “ermita”, o sea en una habitación solitaria y retirada del mundo y de otras habitaciones).

Después de pasar allí en el desierto orando, ayunando, meditando, por más de setenta años seguidos, ya creía que moriría sin volver a ver rostro humano alguno, y sin ser conocido por nadie, cuando Dios dispuso cumplir aquella palabra que dijo Cristo: “Todo el que se humilla será engrandecido”.

Y sucedió que en aquel desierto había otro ermitaño haciendo penitencia. Era San Antonio Abad. Y una vez a este santo le vino la tentación de creer que él era el ermitaño más antiguo que había en el mundo, y una noche oyó en sueños que le decían: “Hay otro penitente más antiguo que tú. Emprende un viaje y lo lograrás encontrar”. Antonio madrugó a partir de viaje y después de caminar horas y horas llegó a la puerta de la cueva donde vivía Pablo. Este al oír ruido afuera creyó que era una fiera que se acercaba, y tapó la entrada con una pierda. Antonio llamó por muy largo rato suplicándole que moviera la piedra para saludarlo.

Al fin Pablo salió y los dos santos, sin haberse visto antes nunca, se saludaron cada uno por su respectivo nombre. Luego se arrodillaron y dieron gracias a Dios. Y en ese momento llegó el cuervo trayendo un pan entero. Entonces Pablo exclamó “Mira cómo Dios de bueno. Cada  día me mandaba medio pan, pero como hoy has venido tú, el Señor me envía un pan entero”.



Se pusieron a discutir quién debía partir el pan, porque este honor le correspondía al más digno. Y cada uno se creía más indigno que el otro. Al fin decidieron que lo partiría tirando cada uno de un extremo del pan. Después bajaron a la fuente y bebieron agua cristalina. Era todo el alimento que tomaban en 24 horas. Medio pan y un poco de agua. Y después de charlar de cosas espirituales, pasaron toda la noche en oración.

 A la mañana siguiente Pablo anunció a Antonio que sentía que se iba a morir y le dijo: “Vete a tu monasterio y me traes el manto que San Atanasio, el gran obispo, te regaló. Quiero que me amortajen con ese manto”. San Antonio se admiró de que Pablo supiera que San Atanasio le había regalado ese manto, y se fue a traerlo. Pero temía que al volver lo pudiera encontrar  ya muerto.

Cuando ya venía de vuelta, contempló en una visión que el alma de Pablo subía al cielo rodeado de apóstoles y de ángeles. Y exclamó “Pablo, Pablo, ¿porqué te fuiste sin decirme adiós? Lástima que tan tarde te conocí y tan pronto te perdí”. (Después Antonio diría a sus monjes “Yo soy un pobre pecador, pero en el desierto conocí a uno que era tan santo como un Juan Bautista: era Pablo el ermitaño”).

Cuando llegó a la cueva encontró el cadáver del santo arrodillado, con los ojos mirando al cielo y los brazos en cruz. Parecía que estuviera rezando, pero al no oírle ni siquiera respirar, se acercó y vio que estaba muerto. Murió en la ocupación a la cual había dedicado la mayor parte de las horas de su vida: orar al Señor.

Antonio se preguntaba cómo haría para cavar una sepultura allí, si no tenía herramientas. Pero de pronto oyó que se acercaban dos leones, como con muestras de tristeza y respeto, y ellos, con sus garras cavaron una tumba entre la arena y se fueron. Y allí depositó San Antonio el cadáver de su amigo Pablo.

San Pablo murió el año 342 cuando tenía 113 años de edad y cuando llevaba 90 años orando y haciendo penitencia en el desierto por la salvación del mundo. Se le llama el primer ermitaño, por haber sido el primero que se fue a un desierto a vivir totalmente retirado del mundo, dedicado a  la oración y a la meditación.

San Antonio conservó siempre con enorme respeto la vestidura de San Pablo hecha de hojas de palmeras, y él mismo se revestía con ella en las granes festividades.

San Jerónimo decía: “Si el Señor me pusiera a escoger, yo preferiría la pobre túnica de hojas de palmera con la cual se cubría Pablo el ermitaño, porque él era un santo, y no el lujoso manto con el cual se visten los reyes tan llenos de orgullo”.

San Pablo el ermitaño con su vida de silencio, oración y meditación en medio del desierto, ha movido a muchos más a apartarse del mundo y dedicarse con más seriedad en la soledad a buscar la satisfacción y la eterna salvación.

Oh Señor: Tú que moviste a San Pablo el primer ermitaño a dejar las vanidades del mundo e irse a la soledad del desierto a orar y meditar, concédenos también a nosotros, dedicar muchas horas en nuestra vida, apartados del bullicio mundanal, a orar, meditar y a hacer penitencia por nuestra salvación y por la conversación del mundo. Amén.



Redacción

Nola es una pequeña y antiquísima ciudad, situada a unos 20 kilómetros de Nápoles. Allí vio la luz san Félix, cuyo nombre significa "feliz", en el siglo III. Su padre Hermias era sirio, de profesión militar. Nuestro santo, en cambio, prefirió ser soldado de Cristo.

Poco sabemos de su infancia y juventud. Padeció las terribles persecuciones desatadas por Decio y por Valeriano. Por estas circunstancias carecemos de actas que hubieran podido proporcionar noticias precisas.

Los rasgos más exactos que conocemos a través de san Paulino, poeta y obispo de Nola, quien escribió su biografía a fines del siglo IV y lo tuvo como santo protector. También escribieron sobre él Beda, san Agustín y Gregorio Turonense. El papa san Dámaso le dedicó un poema.

Para destruir la Iglesia, el emperador Decio ordenó prender y procesar principalmente a los obispos, presbíteros y diáconos. Gobernaba entonces la grey de Nola el obispo Máximo, cargado de años, quien se refugió en las montañas de los Apeninos. Félix, que era presbítero, se quedó en la ciudad para vigilar y proteger a los fieles.

No duró mucho tiempo la seguridad de Félix, pues Nola era una pequeña ciudad donde todos se conocían y él no disimuló su condición de cristiano. Arrestado y conducido a la cárcel, lo ataron con cadenas, y así permaneció durante meses. Por su parte, en las montañas, el obispo Máximo padecía hambre, frío, tristeza y dolor.

Félix fue un ejemplo de devoción al obispo. Socorrió a Máximo corriendo gravísimos riesgos y compartió con él la dura experiencia de la persecución.

Habiendo escapado de la furia desatada por Decio, Félix se vio nuevamente amenazado, junto con toda su comunidad, por las disposiciones que contra los cristianos dictó el emperador Valeriano, entre los años 256 y 257.

Al morir Máximo quisieron forzar a Félix a ocupar la silla episcopal, pero él rehusó tal dignidad, prefiriendo continuar como presbítero su misión evangelizadora. Murió el 14 de enero, se cree que del año 260. Fue enterrado en Nola y su sepulcro se convirtió en lugar de peregrinación. En Roma le fue consagrada una basílica.

Los campesinos de su tierra invocan a san Félix de Nola como protector de los ganados. San Gregorio de Tours ha escrito sobre los numerosos milagros operados junto a su tumba.



Redacción

Nació en Poitiers, Francia, a principios del siglo IV; Sus padres eran nobles gentiles. Fue bautizado el año 345 y desde entonces vivió santamente. Fue elegido obispo de Poitiers el año 350.

Gran defensor de la fe en la divinidad de Cristo frente a los arrianos. En su tratado sobre la Trinidad «De Trinitate» defiende la doctrina del Concilio de Nicea y demuestra que las Sagradas Escrituras dan testimonio claro de la divinidad del Hijo. En otros libros interpreta también los sucesos del Antiguo Testamento como prefiguraciones de la venida de Cristo al mundo.

El punto de partida de la reflexión de Hilario es la fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, recibida en el bautismo. Dios Padre, que es amor, comunica plenamente su divinidad al Hijo. Éste compartió nuestra condición humana, de tal manera que sólo en Cristo, Verbo encarnado, la humanidad encuentra la salvación. Asumiendo la naturaleza humana, Él ha unido a sí a todo hombre. Por eso, el camino hacia Cristo está abierto para todos, aunque por nuestra parte se requiere siempre la conversión personal.

San Hilario combatió herejías del arriano Auxencio de Milán. Los arrianos lograron que el emperador Constancio, también arriano, desterrase a Hilario a Frigia, provincia romana de Asia, a fines del año 356. Su comentario fue: "Permanezcamos siempre en el destierro con tal que se predique la verdad".  Desde el destierro envió a Occidente su tratado de los Sínodos y en 359 los doce libros Sobre la Trinidad, que se considera su mejor obra.

Asistió al concilio de Seleucia de Isauria, ciudad del Asia Menor, en la región de Tauro. Allí trató Hilario sobre misterios de la fe. Después pasó a Constantinopla, donde en un escrito presenta al emperador como un anticristo.

Sus enemigos, convencidos de que Hilario les era más problema en el Oriente, le permitieron regresar a Poitiers. San Jerónimo comenta sobre el gran júbilo con que fue recibido por los católicos. Allí realizó una importante labor de exégesis, escribiendo tratados sobre los grandes misterios de la fe, sobre los salmos y sobre san Mateo. Compuso también himnos y algunos le atribuyeron el "Gloria in excelsis".

Según san Isidoro de Sevilla, Hilario fue el primero que introdujo los cánticos en las iglesias de Occidente. Años más tarde San Ambrosio introducirá esa costumbre en su catedral de Milán y los herejes lo acusarán ante el gobierno diciendo que por los cantos tan hermosos que entona en su iglesia le quita a ellos sus clientes que se van a donde los católicos porque allá cantan más y mejor.

San Hilario murió el 13 de enero del año 367.

Sus reliquias estuvieron en Poitiers hasta el año 1652, en que fueron sacrílegamente quemadas por los hugonotes.

Se le ha dado el título de Atanasio de Occidente.

Entre sus ilustres discípulos está San Martín de Tours.

San Jerónimo y san Agustín lo llaman gloriosísimo defensor de la fe.

El Papa Pío IX, a petición de los obispos reunidos en el sínodo de Burdeos, declaró a san Hilario Doctor de la Iglesia por sus enseñanzas sobre la divinidad de Cristo.



Redacción

Fue martirizado en la persecución de Diocleciano en el año 304, en Mauritania (hoy Argelia), al norte de África. Pertenecía a una familia muy distinguida.

Diocleciano había decretado que todo el que se declarara amigo de Cristo debía ser asesinado. Los soldados y policías penetraban a las casas de los cristianos y sacaban arrastrando a hombres y mujeres y si no querían quemar incienso a los ídolos y asistir a las procesiones de los falsos dioses, los llevaban ante los jueces para que los condenaran a muerte.

Arcadio al darse cuenta de todo esto, huyó a las montañas para que no le llevaran a adorar ídolos. Pero la policía llegó a su casa y se llevó a uno de sus familiares como rehén, amenazando que si Arcadio no aparecía, moriría su familiar.

Entonces del joven regresó de su escondite de la montaña  se presentó ante el tribunal pidiendo que lo apresaran a él pero que dejaran libre a su familiar.

El juez le prometió la libertad para él y para su pariente si adoraba ídolos y les quemaba inciensos. Arcadio respondió: “Yo sólo adoro al Dios Único del cielo y a su Hijo Jesucristo”. Su pariente fue puesto en libertad, pero él fue a la prisión.

Los jueces dispusieron convencerlo a base de amenazas y le dijeron que si no dejaba de ser cristiano lo despedazarían cortándole manos y pies, pedazo por pedazo. Arcadio respondió:
Pueden inventar todos los tormentos que quieran contra mí. Pero están seguros de que nadie ni nada me apartará del amor de Jesucristo. Espero no traicionar nunca mi fe. Es tan alto el premio que espero en el cielo, que los tormentos de la tierra me parecen pocos con tal de conseguirlo”.
Le presentaron entonces ante sus ojos todos los instrumentos con los cuales acostumbraban torturar a los cristianos para que renunciaran a su religión: garfios de hierro afilados, azotes con punta de plomo, carbones encendidos, etc. Pero nuestro mártir no se dejó asustar y continuó diciendo que prefería morir antes que ser infiel a la religión de Cristo.

Entonces el tribunal decreta que sea despedazado a cuchilladas, primero los brazos, pedazo por pedazo, y luego los pies. Así lo hacen. Arcadio siente que su cuerpo se estremece de dolor, pero al mismo tiempo recibe en su alma una fuerza tal del Espíritu Santo que lo mueve a entonar himnos de adoración y acción de gracias a Dios. Los que están allí presentes se sienten emocionados ante tan enorme valentía.

Cuando le presentan ante sus ojos todos los pedazos de manos y de pies que le habían quitado a cuchilladas, exclama: “Dichoso cuerpo mío que le ha podido ofrecer este sacrificio a mi Señor Jesucristo”. Y dirigiéndose a los presentes les dice:
“Los sufrimientos de esta vida no son comparables con la gloria que nos espera en el cielo. Jamás les ofrezcan oraciones o sacrificios a los ídolos. Sólo hay un Dios verdadero: nuestro Dios que está en el cielo. Y un solo Señor: Jesucristo, Nuestro Redentor”.
Y quedó suavemente dormido. Había muerto mártir de Cristo.

Los paganos se quedaron maravillados de tanto valor, y los cristianos recogieron su cadáver y empezaron a honrarlo como a un gran santo.

SEÑOR DIOS OMNIPOTENTE: te pedimos el favor de poder exclamar como tu mártir San Arcadio: “primero lograrán sacar de mi cuerpo el corazón, que sacar de mi alma el amor hacia Jesucristo”. Haz que la esperanza del premio que nos espera en el cielo nos lleve a resistir con valentía contra los enemigos del alma nuestra. Amén.



Redacción

Su nombre significa: “Regalo de Dios”.

Nació en Turquía en el año 423.

Sus padres lo acostumbran desde jovencito a leer cada día con atención una página de la Sagrada Escritura, lo cual le sirvió muchísimo para llegar a la santidad.

Al leer en el Génesis que Abraham agradó a Dios al dejar su patria y su familia para irse a la Tierra Santa a servir al verdadero Dios, dispuso hacer de él otro tanto, y dejando sus grandes riquezas y su familia, se fue a Jerusalén.

Antes que todo se fue a visitar al famoso San Simeón el Estilita, el cual le anunció muchas de las cosas que le iban a suceder durante su vida y le dio consejos muy prácticos para saber comportarse bien.

Después de visitar en peregrinación a Jerusalén, Belén y Nazaret, se propuso dedicarse a vivir como un religioso solitario. Pero luego, el temor de tener que vivir sin un director espiritual y por lo tanto quedar expuesto a graves equivocaciones, lo hizo quedarse cerca de Belén, donde vivía el más sabio director de religiosos de esas regiones, el abad Longinos.

Después de ser ordenado sacerdote, recibió de Longinos la orden de encargarse del culto de una iglesia que estaba en el camino entre Jerusalén y Belén. Después de los actos de culto en la iglesia se iba a una cueva solitaria a meditar y rezar.

Pronto vinieron muchos jóvenes a pedirle ser admitidos como religiosos. El recibía a todos aquellos que demostraban estar dispuestos sinceramente a hacer penitencias y convertirse. A uno de sus discípulos, el que después fue obispo de Petra, le debemos los datos que vamos a narrar en seguida.

A sus jóvenes religiosos les hacía cavar ellos mismos su propia sepultura (una palada cada noche cada uno, antes de acostarse diciendo: “Yo he de morir, yo no sé cuando; yo he de morir, yo no sé cómo; pero lo que sí sé de cierto es que si muero en pecado mortal me condenaré para siempre”).

Esto para que recordaran que somos polvo y en polvo nos hemos de convertir y que “a la hora menos pensada vendrá el Hijo de Dios a tomarnos cuentas y que hay que estar preparados, porque no sabemos ni el día ni la hora”.

Cuando terminaron de cavar la primera sepultura, el abad Teodosio les dijo: “La sepultura ya está lista; ¿quién desea ocuparla?”. Un sacerdote llamado Basilio se adelantó y dijo: “Padre, si al buen Dios le parece bien así, yo acepto ser el primero en morir. Pero rezad por mí y dadme la bendición”. Teodosio mandó que rezaran por Basilio las oraciones por los moribundos. A los cuatro días el sacerdote cayó muerto de repente, sin haber estado enfermo antes. Pero estaba bien preparado para la muerte.

Un día de pascua no había nada con qué almorzar. Loa monjes empezaron a murmurar pero Teodosio les recomendó que tuvieran fe en la Divina Providencia. A medio día llegó una recua de mulas cargadas con alimentos. Nadie supo de dónde llegaron ni quién las envió.

Como la fama de santidad de Teodosio atraía muchos jóvenes que venían a vivir como religiosos, tuvo que hacer tres conventos: uno para los que hablaban griego, otro para los que hablaban idiomas eslavos y el tercero para los de idiomas orientales como hebreo, árabe y persa. Todos cerca de Belén. Los salmos los rezaba cada convento en su propio idioma, pero la Eucaristía la celebraban todos juntos en el templo.

También construyó Teodosio cerca de Belén tres hospitales: uno como ancianato, otro para los que sufrían toda clase de enfermedades, y el tercero para los que padecían enfermedades mentales. Esta idea era muy nueva en esos tiempos y poco frecuente en el mundo.

Eran tantos los enfermos que venían a ser atendidos, que los historiadores de ese tiempo cuentan que hubo días en que llegaron cien enfermos a ser curados. Cuando no había alimentos o medicinas, Teodosio ponía a sus monjes a rezar con toda fe y las ayudas llegaban de las maneras más inesperadas.

Los monasterios dirigidos por San Teodosio eran como una ciudad de santos en el desierto. Todo se hacía a su tiempo y con exactitud, oración, trabajo, descanso, etc. Cada uno se esmeraba por tratar a los demás como deseaba ser tratado por ellos. El silencio era perfecto. Todos estaban obligados a dedicar varias horas del día a trabajos manuales para conseguir lo necesario para alimentar a tanta gente. El Arzobispo de Jerusalén quedó tan admirado de aquel orden y seriedad, que nombró a Teodosio “Superior de todos los religiosos que vivían en Tierra Santa”.

El emperador de Constantinopla apoyaba una herejía que le negaba algunas cualidades a Jesucristo, y para que Teodosio lo apoyara le envió una gran cantidad de dinero. Teodosio recibió el dinero y lo repartió entre los pobres pero recorrió toda Palestina diciéndole a la gente cristiana: “El que enseñe algo acerca de Jesucristo, contrario a lo que enseña la Santa Iglesia Católica, sea maldito”. Y los sermones de este santo producían efectos maravillosos en los oyentes.

También obtenía milagros de Dios. Una vez una mujer que tenía un tumor maligno incurable, tocó con fe el manto de Teodosio y quedó curada instantáneamente.

El emperador se disgustó porque el abad no apoyaba sus herejías y lo desterró. Pero enseguida murió el emperador, y el que lo remplazó mandó a nuestro santo que volviera inmediatamente a sus conventos de Belén.

Teodosio enfermó de una afección dolorosísima. Como él había curado a tantos enfermos con su oración, un discípulo le aconsejó que le pidiera a Dios que le quitara la enfermedad. El santo le respondió: “Eso sería falta de paciencia; eso sería no aceptar la santa voluntad del Señor”. ¿No sabes que “Todo redunda en bien de los que aman a Dios?”.

Cuando sintió que se iba a morir mandó reunir junto a su lecho a sus religiosos y les recomendó vivir de tal manera bien que cada día estuvieran prontos para presentarse ante el Juicio de Dios. Y anunció varios hechos que sucedieron después.

Murió a los 105 años, en el año 529. Era admirable su vigor en la ancianidad, a pesar de que ayunaba y empleaba muchas noches en la oración. De él se puedo decir lo que la S. Biblia afirma de Moisés: “Conservó su robustez y vigor hasta la más avanzada ancianidad”.

El arzobispo de Jerusalén y muchísimos cristianos de esa Ciudad Santa asistieron a su entierro y durante sus funerales se obraron varios milagros.

Lo sepultaron en la cueva en la cual escamparon los Reyes Magos cuando viajaban de Jerusalén a Belén.

SEÑOR DIOS: gracias por darnos ejemplos tan maravillosos en tus santos. Te suplicamos que a imitación de San Teodosio vivamos de manera tan santa cada día, que a cualquier hora que vengas a llamarnos a la eternidad nos puedas decir aquellas palabras del evangelio: “Bien siervo bueno y prudente: has sido fiel en lo poco, ahora te constituiré sobre lo mucho”. Amén.



Redacción

Mártir en Antince (Egipto); a menudo se le confunde con San Julián de Anazarba, situándole por este motivo en Antioquía, de Siria. Martirizado durante la persecución de Diocleciano y Maximiano a finales del siglo III.

Julián es el paradigma de la castidad cristiana. En nuestro tiempo de materialismo, cuando el concepto de la castidad va decayendo visiblemente, la imagen de San Julián y de su esposa Santa Basilisa resaltan con maravillosos fulgores. San Julián es uno de los esclarecidos héroes del cristianismo.

Hijo único de una noble y rica familia, profundamente educado en la religión cristiana, tenía hecho voto de castidad cuando al cumplir los dieciocho años de edad sus padres se empeñaron en que contrajese matrimonio con una joven de igual nobleza, llamada Basilisa.

Temeroso el virtuoso muchacho de faltar a su voto, pero sintiendo también desobedecer a sus padres, acude al Señor con la oración y el ayuno. Y dice la tradición que por celestial revelación le fue dado a conocer que con su esposa podría guardar la anhelada virginidad.

Julián y Basilisa son milagrosamente arrastrados hacia el amor virginal; apareciéndoseles Nuestro Señor Jesucristo, que aprueba su determinación de conservarse castos. Desde aquel día consagran plenamente sus vidas a los demás. Reparten sus bienes entre los pobres y se retiran a vivir en dos casas situadas en las afueras de la ciudad que convierten en monasterios.

A la de Julián acuden hombres de todas las clases sociales, para que les guíe con sus prudentes y santos consejos. A la de Basilisa una multitud de muchachas que, edificadas con el ejemplo de su virtud, muchas de ellas abrazan la vida religiosa viviendo en santa paz bajo su dirección. Muy pronto la fama de ambos esposos se extenderá por todo el Imperio.

Suscitada en aquel tiempo la persecución de Diocleciano y Maximiano contra el Cristianismo, se ordena apresar y encarcelar a Julián y a cuantos con él residen en su apacible monasterio.

San Julián profesa con gran valentía ante el tirano su fe en Cristo Jesús. Hay expectación en la gente cuando Marciano, el juez, increpa con solemnidad a Julián:
"Adora a los dioses".
      "No hay más omnipotente que Dios, Nuestro Padre".
"Obedece los decretos del emperador".
      "Jesucristo es mi único César".
"¿Crees en un Crucificado?"
      "Él tiene escuadrones inmortales".
"Marcharás a la muerte".
      "El emperador de Roma también es polvo y en polvo se convertirá".
"¿Te ríes de nuestros dioses y de nuestro emperador? Ante los tormentos no habrá réplicas". Marciano, viéndose fracasado intenta cambiar de táctica para vencerle:
"Tus padres, Julián, fueron nobles. Te daremos honores".
      "Desde el cielo me alientan a permanecer fiel a mi santa religión".

Lleno de confusión, el magistrado condena a Julián a morir degollado. Su gloriosa muerte arrastra hacia la fe en Cristo a muchos paganos, que admiran su firmeza. Y la proyección de su ejemplaridad se dilata a través de los siglos en la devoción de los fieles.


Redacción


Murió el 8 de enero del año 482, pronunciando la última frase del último salmo de la S. Biblia (el 150):
Todo ser que tiene vida, alabe al Señor”.

Había nacido probablemente en Roma el año 410. Es patrono de Viena (Austria) y de Baviera (Alemania).

Su biografía la escribió su discípulo Eugipio.

A nadie decía que era de Roma (la capital del mundo en ese entonces) ni que provenía de una familia noble y rica, pero su perfecto modo de hablar el latín y sus exquisitos modales y su trato finísimo lo decían.

San Severino tenía el don de profecía (anunciar el futuro) y el don de consejo, dos preciosos dones que el Espíritu regala a quienes le rezan con mucha fe.

Se fue a misionar en las orillas del río Danubio en Austria y anunció a las gentes de la ciudad de Astura que si no dejaban sus vicios y no se dedicaban a rezar más y a hacer sacrificio, iban a sufrir un gran castigo. Nadie le hizo caso, y entonces él, declarando que no se hacía responsable de la mala voluntad de esas cabezas tan duras, se fue a la ciudad de Cumana. Pocos días después llegaron los terribles “Hunos”, bárbaros de Hungría, y destruyeron totalmente la ciudad de Astura, y mataron a casi todos sus habitantes.

En Cumana, el santo anunció que esa ciudad también iba a recibir castigos si la gente no se convertía. Al principio nadie le hacía caso, pero luego llegó un prófugo que había logrado huir de Astura y les dijo: “Nada de lo terrible que nos sucedió en mi ciudad habría sucedido si le hubiéramos hecho caso a los consejos de este santo. El quiso librarnos, pero nosotros no quisimos dejarnos ayudar”.

Entonces las gentes se fueron a los templos a orar y se cerraron las cantinas, y empezaron a portarse mejor y a hacer pequeños sacrificios, y cuando ya los bárbaros estaban llegando, un tremendo terremoto los hizo salir huyendo. Y no entraron a destruir la ciudad.

En Faviana, una ciudad que quedaba junto al Danubio, había mucha carestía porque la nieve no dejaba llegar barcos con comestibles. San Severino  amenazó con castigos del cielo a los que habían guardado alimentos en gran cantidad, si no los repartían. Ellos le hicieron caso y los repartieron.

Entonces el santo, acompañado de mucho pueblo, se puso a orar y el hielo del río Danubio se derritió y llegaron barcos con provisiones.

Su discípulo preferido, Bonoso, sufría mucho de un mal de ojos. San Severino curaba milagrosamente a muchos enfermos, pero a su discípulo no lo quiso curar, porque le decía:
Enfermo puedes llegar a ser santo. Pero si estás muy sano te vas a perder”. 
Y por 40 años sufrió Bonoso su enfermedad, pero llegó a buen grado de santidad.

El santo iba repitiendo por todas partes aquella frase de la S. Biblia: “Para los que hacen el bien, habrá gloria, honor y paz. Pero para los que hacen el mal, tristeza y castigos vendrán” (Romanos 2). Y anunciaba que no es cierto lo que se imaginan muchos pecadores: “He pecado y nada malo me ha pasado”. Pues todo pecado trae castigos del cielo. Y esto detenía a muchos y les impedía seguir por el camino del vicio y del mal.

San Severino era muy inclinado por temperamento a vivir retirado rezando y por eso durante 30 años fue fundando monasterios, pero las inspiraciones del cielo le mandaban irse a las multitudes a predicar penitencia y conversión.

Buscando pecadores para convertir recorría aquellas inmensas llanuras de Austria y Alemania, siempre descalzo, aunque estuviera andando sobre las heladas nieves, sin comer nada jamás antes de que se ocultara el sol cada día; reuniendo multitudes para predicarles la penitencia y la necesidad de ayudar al pobre y sanando enfermos, despertando en sus oyentes una gran confianza en Dios y un serio temor a ofenderle; vistiendo siempre una túnica desgastada y vieja, pero venerado y respetado por cristianos y bárbaros, y por pobres y ricos, pues todos lo consideraban un verdadero santo.

Se encontró con Odoacro, un pequeño reyezuelo, y le dijo proféticamente: “Hoy te vistes simplemente con una piel sobre el hombro. Pronto repartirás entre los tuyos los lujos de la capital del mundo”. Y así sucedió. Odoacro con sus Hérulos conquistó a Roma, y por cariño a San Severino respetó el cristianismo y lo apoyó.

Cuando Odoacro desde Roma le mandó ofrecer toda clase de regalos y de honores, el santo lo único que le pidió fue que respetara la religión y que a un pobre hombre que habían desterrado injustamente, le concediera la gracia de poder volver a su patria y a su familia. Así se hizo.

Giboldo, rey de los bárbaros alamanos, pensaba destruir la ciudad de Batavia, San Severino le rogó por la ciudad y el rey bárbaro le perdonó por el extraordinario aprecio que le tenía a la santidad de este hombre.

En otra ciudad predicó la necesidad de hacer penitencia. La gente le dijo que en vez de enseñarles a hacer penitencia les ayudara a comerciar con otras ciudades. El les respondió: “¿Para qué comerciar, si esta ciudad se va a convertir en un desierto a causa de la maldad de sus habitantes? Y se alejó de la ciudad. Poco después llegaron los bárbaros y destruyeron la ciudad y mataron mucha gente.

En Tulnman llegó una terrible plaga que destruía todos los cultivos. La gente acudió a San Severino, el cual les dijo: “El remedio es rezar, dar limosnas a los pobres y hacer penitencia”. Toda la gente se fue al templo a rezar con él. Menos un hacendado que se quedó en su campo por pereza de ir a rezar. A los tres días la plaga se había ido de todas las demás fincas, menos de la finca del hacendado perezoso, el cual vio devorada por las plagas su cosecha de ese año.

En Kuntzing, ciudad a las orillas del Danubio, este río hacía grandes destrozos en sus inundaciones, y le hacía muchos daños al templo católico que estaba construido a la orilla de las aguas. San Severino llego, colocó una gran cruz en la puerta de la Iglesia y dijo al Danubio: “No te dejará mi Señor Jesucristo que pases del sitio donde está su santa cruz”. El río obedeció siempre y ya nunca pasaron sus crecientes del lugar donde esta la cruz puesta por el santo.

El 6 de enero del año 482, fiesta de la Epifanía, sintió que se iba a morir, llamó entonces a las autoridades civiles de la ciudad y les dijo:
Si quieren tener la bendición de Dios respeten muchos los derechos de los demás. Ayuden a los necesitados y esmérense por ayudar todo lo más posible a los monasterios y a los templos”.

Y entonando el salmo 150 se murió, el 8 de enero. A los seis años fueron a sacar sus restos y lo encontraron incorrupto, como si estuviera recién enterrado. Al levantarle los párpados vieron que sus bellos ojos azules brillaban como si apenas estuviera dormido.

Sus restos han sido venerados por muchos siglos, en Nápoles.

En Austria todavía se conserva en uno de los conventos fundados por él, la celda donde el santo pasaba horas y horas rezando por la conversión de los pecadores y la paz del mundo.

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