2019
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Redacción

Pontificado 31 de enero de 314 a 31 de diciembre de 335. Papa número 33.

Silvestre nació hacia el año 270, en Roma, y su padre se llamó Rufino. Sucedió como obispo de Roma a San Melquíades el 31 de enero de 314, un año después de que se promulgase el Edicto de Milán, por el que los cristianos podían reunirse libremente y predicar su religión.

Su largo pontificado coincide con el mandato del emperador Constantino, época muy importante para la Iglesia que acababa de salir de la clandestinidad y de las persecuciones. Fue en ese período cuando se formó una organización eclesiástica que duraría varios siglos.

En esta obra tuvo Constantino un lugar de consideración. Este, efectivamente, era el heredero de la gran tradición romana imperial y por eso se consideraba el legítimo representante de la divinidad (nunca renunció a ostentar el titulo pagano de “pontifex maximus´), y por tanto del Dios de los cristianos.

Fue él, por tanto, y no el Papa Silvestre, quien convocó en el 314 un sínodo para acabar con el cisma que había estallado en África; y fue también él quien convocó en el 325 el primer concilio ecuménico de la historia, en Nicea (Bitinia), residencia veraniega del emperador.

Al obrar así, Constantino introdujo un método de intromisión del poder civil en los asuntos eclesiásticos que tendría desastrosas consecuencias. Pero por ahora las consecuencias fueron positivas, entre otras cosas por la buena armonía que reinaba entre el Papa Silvestre y Constantino. Este, en efecto, no ahorró sus aprobaciones y sus apoyos aún económicos para la vasta obra de construcción de edificios eclesiásticos.

Precisamente Constantino, en su calidad de “pontifex maximus”, fue quien pudo autorizar y consentir el “sacrilegium” de construir una gran basílica en honor de San Pedro sobre la colina Vaticana, después de haber parcialmente destruido o tapado el cementerio pagano, descubierto por las excavaciones ordenadas por Pio XII en 1939.

Fue también la colaboración entre el Papa Silvestre y Constantino la que permitió la construcción de otras dos importantes basílicas romanas, una en honor de San Pablo sobre la vía Ostiense, y sobre todo la otra en honor de San Juan. Inclusive, Constantino quiso manifestar su simpatía por el papa Silvestre dándole su mismo palacio lateranense, que desde entonces y por varios siglos fue la residencia de los Papas. Es también la catedral de Roma.

El evento más importante de su reinado fue el Concilio de Nicea I en el 325. Este concilio condenó las enseñanzas de Arrio y redactó el Credo Niceno, que recogía en lo fundamental las creencias del cristianismo de la época. Silvestre, aunque invitado, no asistió personalmente al concilio pero fue representado por dos delegados que fueron tratados con gran honor y respeto.

El papa Silvestre I fue el primero en ceñir la tiara, o triple corona pontificia. Algunos historiadores le atribuyen la institución oficial del domingo como Día del Señor, para recordar la Resurrección.

También se le considera el inspirador de la Corona de Hierro, cuyo aro interior fue realizado con un clavo de la Vera Cruz.

Con la ayuda del emperador, además de la de Letrán, San Silvestre hizo edificar en Roma varias basílicas, entre ellas la de San Pablo en la vía Ostiense, y la de la Santa Cruz de Jerusalén. Dictó además reglamentos para la ordenación de los clérigos y para la administración de los santos sacramentos, y organizó la ayuda que debía darse a los sacerdotes y a los fieles necesitados.

De vida ascética, pudo atender a las obras de beneficencia y en todo momento supo mantener en alto la ortodoxia de la doctrina frente a las incipientes herejías.

Su obispado fue muy tranquilo. Es conocido por ser el primer papa que no murió mártir, el 31 de diciembre de 335. Su cuerpo fue enterrado en la vía Salaria, en el cementerio de Priscila, a unos cuatro kilómetros de Roma, donde más tarde se levantó una iglesia a él consagrada.

Su fiesta se celebra el último día del año.



Redacción

Judit es una palabra israelita que significa:”alabado sea Dios”.

Esta es una heroína famosa que expuso valientemente su vida con tal de obtener la libertad para su patria, Israel, y libertad para su santa religión.

Uno de los libros más emocionantes de la S. Biblia es el de Judit. Allí se narra lo siguiente:

El general Holofernes, enviado por el rey Nabucodonosor rodeó la ciudad israelita de Betulia con un ejército de 120,000 hombres. Toda la gente de Israel se dedicó a orar a Dios con gran fervor.  Los sacerdotes ofrecían sacrificios en el templo de Jerusalem. El pueblo sabía muy bien que sólo un favor especial de Dios podía librarlos de aquel gran peligro.

Holofernes preguntó a sus consejeros qué debía hacer para poder apoderarse de la nación de Israel. Y Ajior, jefe de los amonitas le dijo: “Este pueblo de Israel es muy favorecido por Dios. Cuando se dedican a comportarse mal los abandona y los deja en poder del enemigo; pero cuando cumplen bien sus santos mandamientos, Dios hace prodigios para defenderlos. Así que yo aconsejo: averígüese bien: pues si se están portando mal o han olvidado a Dios los podemos atacar y los derrotaremos. Pero si están observando buena conducta y obedecen a Dios, no los ataquemos, porque Dios luchará con ellos y nos derrotará a nosotros”.

A Holofernes y a sus seguidores no les agradó nada esto que dijo Ajior y lo desterraron de allí.

Holofernes se propuso sitiar a Betulia y vencer a sus gentes por hambre y sed. Tapó a todos los caminos y cortó las fuentes de agua que la abastecían. Después de 33 días de asedio en Betulia se acabó totalmente el agua, y las gentes caían desmayadas de hambre y de sed. El pueblo se reunió junto a su sacerdote y a sus jefes y les pidieron que se rindieran ante los ejércitos de Holofernes para no perecer de hambre y de sed. El sacerdote Osías les dijo: “Esperen cinco días y en ese plazo decidiremos qué debemos hacer”.

Entonces se presentó ante Osías y los jefes una mujer llamada Judit. Se había quedado viuda hacía tres años y medio y estaba dedicada a orar, y a ayudar a los necesitados y hacía muchos sacrificios. Era muy hermosa y simpática y nadie podía criticar contra ella, porque su vida era la de una persona que tiene mucho temor de ofender a Dios.

Judit le dijo:
Dios nos está probando, pero no nos ha abandonado. Yo voy a hacer en estos días algo cuyo recuerdo se prolongará por muchos siglos. Esta noche saldré de la ciudad y luego Dios hará por mi mano algo que ahora no les puedo contar”.
Luego se postró ante Dios y le rogó que bendijera su plan y la ayudara. El sacerdote y los demás jefes le dijeron: “Vete en paz y que el Señor te proteja y te guíe”.

Judit se adornó con sus mejores joyas y se puso sus más hermosos vestidos y acompañada de su criada salió de Betulia y se dirigió hacia el campo de los enemigos. Estaba hermosísima.

Un grupo de centinelas la vio y le preguntó a dónde iba. Ella les dijo que estaba huyendo de Betulia y quería entrevistarse con el general Holofernes. Ellos la llevaron hacia el cuartel del jefe. Cuando Holofernes y sus generales la vieron se quedaron admirados de su gran hermosura.

Judit le pidió a Holofernes que le permitiera quedarse unos día allí en el campamento y que diera órdenes a sus guardias para que la dejaran salir cada madrugada a un campo vecino a orar a Dios. El general aceptó su petición y ordenó que le ofrecieran los mejores alimentos, pero ella dijo que su criada había llevado provisiones para varios días y que esto les bastaba. Le fue señalada una habitación.

Holofernes se enamoró de la belleza extraordinaria de Judit y organizó un gran banquete en su honor, e invitó a sus mejores generales. Judit llegó al banquete adornada con sus mejores joyas y supremamente hermosa. El general encantado ante su presencia bebió esa noche más que nunca, y cuando los generales lo vieron totalmente borracho lo dejaron allí solo, frente a Judit que estaba en la mesa cenando también.

Cuando Judit vio que todos se habían ido y que ella había quedado completamente sola frente a Holofernes que estaba totalmente borracho y dormido a causa de su borrachera, pidió fortaleza a Dios, y tomando la espada del general le cortó la cabeza y la echó entre un costal, y la pasó a su criada.

Y como los guardias tenían orden de dejarla salir al campo durante la noche a rezar, la dejaron parar sin decirle algo. Nadie sospechaba lo que había sucedido. Ella había preferido entre dos males el menor. Un mal era que moriría todo el pueblo de Israel a manos de los soldados de Holofernes. El otro era que muriera Holofernes, pero que el pueblo se salvara. Y Judit escogió este segundo medio.
Judit llegó a Betulia y anunció a Ozías y a los demás jefes lo que había hecho y les mostró la cabeza de Holofernes. La gente se llenó de entusiasmo y empezó a gritar de alegría.

Al amanecer los ayudantes de Holofernes fueron a su habitación y lo encontraron muerto. Y esta noticia causó alarma tan espantosa que sus soldados se lanzaron a la depresión, huyendo cada uno por su lado y dejaron libre la ciudad de Betulia y no la destruyeron, y en cambio le dejaron en sus alrededores grandes riquezas que no tuvieron tiempo de llevarse al salir huyendo.

El Sumo Sacerdote de Jerusalem y el senado de la nación fueron hacia Betulia a felicitar a Judit y le dijeron: “Tú eres la gloria de Jerusalem, el orgullo de Israel. Bendita seas por el Señor Omnipotente por todos los siglos”. Y el pueblo respondió: “Amén”.

Y Judit entonó un canto de acción de gracias a Dios diciendo “Alabad a mi Dios con instrumentos musicales. Elevad al Señor cantos de acción de gracias. Porque el Señor es el único que es capaz de evitar las guerras. Bendito sea por siempre. Amén”.

Judit vivió en Betulia hasta la edad de cien años. Nuca quiso volverse a casar, y era estimadísima por toda la población. Las riquezas que su marido le había dejado las repartió entre los que lo necesitaban, y después de haber libertado tan valientemente a su pueblo, adquirió un nombre famoso para siempre aquí en la tierra y un puesto en el cielo por sus buenas obras y su gran virtud.




Redacción

En la Edad Media se tenía por costumbre muy solemne y significativa que, cuando el rey tomaba parte en la Misa mayor, el sacerdote se colocaba delante de él, encendía una pequeña estopa y pronunciaba estas significativas palabras: “Alteza serenísima, así pasa el brillo del mundo”.

Tanto el rey como el pueblo no veían en esto una ceremonia vacía, sino que lo tomaban como una seria advertencia, que significaba que las cosas eternas no debían ser olvidadas por las cosas pasajeras.

Desde que los normandos, apoyados en su espada, gobernaban Inglaterra, la buena relación entre Estado e Iglesia se enturbió sensiblemente. En forma altanera y cruel, proclamaron sus reyes el derecho de autoridad también sobre la Iglesia, se apoderaron de las instituciones eclesiásticas y dominaron a los obispos, abades y sacerdotes.

Enrique II buscó la misma meta por medios más astutos que la fuerza bruta, porque estaba de acuerdo con la idea de sus antecesores de que la Iglesia debía doblegarse bajo el yugo del Estado.

Tomás Becket provenía de la clase media y, por su talento e inteligencia, subió paso a paso, de estudiante de derecho, a tesorero de la ciudad de Londres; de secretario del arzobispo Teobaldo de Canterbury, a archidiácono de la Iglesia en Inglaterra, hasta llegar a canciller del reino.

A pesar de la suntuosidad de su tiempo, vivió en forma sencilla y sin pompa; cualquier campesino era bien recibido por él. Enrique II depositó  toda su confianza en el canciller. Como el rey se encontraba a menudo ausente de Londres, Tomás Becket era el que en realidad gobernaba.

Muchas construcciones magníficas evidenciaban su gusto y su espíritu emprendedor. El rey le confió incluso la educación del sucesor al trono. En aquel entonces la casa de Tomás Becket era el centro de reunión de la juventud intelectual inglesa.

Sin tomar en cuenta los serios cargos de conciencia de Tomás Becket, el rey lo nombró, en 1162, arzobispo de Canterbury y primado de Inglaterra, ya que lo veía como una dócil herramienta. Tomás Becket no quería ni podía servir a dos amos. Así como fielmente había representado las cosas del rey, ahora luchaba constantemente por los derechos de la Iglesia. Desde su ordenación como sacerdote y su consagración como obispo, había cambiado totalmente.

Enrique II pronto se dio cuenta de que sus cálculos habían fallado. En la reunión de Clarendon, el año 1164, las controversias entre Estado e Iglesia se hicieron invencibles. El arzobispo no aceptó los privilegios del rey en relación a la Iglesia, y el rey lanzó públicas amenazas en contra del arzobispo.

Pocos días después le llegaron al prelado multas arbitrarias y noticias de que se había preparado un atentado en su contra. Pudo huir a Flandes, en donde vivió en el convento de Pontigny como fraile sencillo, buscando los trabajos más humildes.




La venganza del rey fue tremenda: confiscó todos los bienes del arzobispo, desterró a sus parientes, amigos y empleados, y a los católicos sin pastor les hizo daño como un lobo furioso. Después de seis años, aparentemente el rey aceptó una reconciliación con el arzobispo y lo invitó a regresar a su sede en Canterbury. Tomás Becket regresó a su catedral, pero fue asesinado por gente pagada por el rey, dentro del sagrado recinto, el 29 de diciembre de 1170. Tres años después el arzobispo mártir fue declarado santo.

Más tarde el rey apóstata y adúltero, Enrique VIII, asesino de Tomás Moro, del cardenal Fisher y de muchos otros valientes católicos, hizo destrozar la tumba de Tomás Becket, pero aún así en toda la Inglaterra católica la veneración del mártir se propagó, y se extendió con razón en la Iglesia universal.
Apresurémonos, pues, todos juntos, en actuar de modo que la ira de Dios no caiga sobre nosotros como sobre pastores ociosos y negligentes; que no seamos considerados como perros mudos, demasiado débiles para ladrar; que no se haga mofa de nosotros… En verdad, si ustedes me escuchan, estén seguros de que Dios estará con ustedes y con todos nosotros, de todas maneras, para mantener la paz y defender la libertad de la Iglesia. Si no me escuchan, que Dios juzgue entre ustedes y yo y que les pida cuentas a ustedes de la confusión de la Iglesia… Pero he guardad en mi pecho esta esperanza: que aquel que lleva en sí a Dios no ha de estar solo. Si cae no será destruido, pues el propio Señor lo sostendrá con su mano”. Tomás Becket, Carta a todo el clero de Inglaterra.



Redacción

La fiesta de hoy tiene su fundamento bíblico en Sn Mt 2, 16-17, en donde leemos cómo Herodes, el primer dictador que pretendió destruir a Cristo, mandó matar a todos los niños de Belén y de toda la comarca, de dos años para abajo.

Al ser presentado Jesús en el templo, el anciano Simeón, iluminado por el Espíritu Santo, predijo a María:
Este Niño está puesto para caída y elevación de muchos en Israel y para ser señal de contradicción”.
El sagrado texto de la Biblia no nos quiere presentar los detalles históricos de esta cruel carnicería, sino más bien subraya el mensaje cristológico del acontecimiento, haciendo hincapié en que este Niño que nació en Belén y fue presentado en el templo es el verdadero Dios, gloria del pueblo de Israel, luz de todas las naciones, príncipe de la paz.

Ahora bien, el poder de las tinieblas no lo admitía y quería destruirlo a toda costa, lanzando sus seguidores contra él.

En el Antiguo Testamento vemos en la persona del faraón egipcio, quien se ensaña contra los niños israelitas, una figura de este poder del mal, al que molesta la cercanía de un Dios visible. Con toda razón el anciano Simeón afirmó que, desde el momento en que el Verbo de Dios se hizo hombre, todo ser humano tiene que tomar una bandera, decidirse. Nadie puede permanecer neutral. Herodes tomó su bandera y se lanzó contra Cristo, sin importarle las vidas de unos niños indefensos.

Este furor continúa a lo largo de la Historia de la salvación, como nos enseña el libro del Apocalipsis. Aún en nuestros días este furor se manifiesta facilitando y promoviendo el aborto legalizado.
Claramente dijo Cristo que todo el bien y todo el mal que se haga a un niño, se considera hecho a la misma persona del Hijo de Dios.

La fiesta litúrgica de los Santos Inocentes se conoce desde el siglo V. Por la reforma del Concilio Vaticano II se cambió el anterior color morado de la fiesta por el rojo, el color de los mártires y del triunfo de Cristo Rey.

Herodes no pudo asesinar al Hijo de Dios. Con la matanza de los niños inocentes empezó a crecer el gigantesco árbol del Reino de Dios, alimentado con la sangre de aquellos pequeñitos: claro indicio de que las puertas del infierno no iban a prevalecer contra el Reino ni a transformar los planes de salvación de Dios.

La figura de la gloriosa mujer con su hijo, descrita en el Apocalipsis como vencedora del dragón, es un anuncio de la definitiva victoria de Cristo sobre el poder de las tinieblas.
 
“La Iglesia cree firmemente que la vida humana, aunque débil y enferma, es siempre un don espléndido del Dios de la bondad. Contra el pesimismo y el egoísmo, que ofuscan el mundo, la Iglesia está a favor de la vida; y en cada vida humana sabe descubrir el esplendor de aquel “Sí”, de aquel “Amén” que es Cristo mismo. Al “no” que invade y aflige al mundo, contrapone este “sí” viviente, defendiendo de este modo al hombre y al mundo de cuantos asechan y rebajan la vida.

La Iglesia está llamada a manifestar nuevamente a todos, con un convencimiento más claro y firme, su voluntad contra toda insidia la vida humana, en cualquier condición o fase de desarrollo en que se encuentre.

Por esto la Iglesia condena, como ofensa grave a la dignidad humana y a la justicia, todas aquellas actividades de los gobiernos y de otras autoridades públicas que tratan de limitar de cualquier modo la libertad de los esposos en la decisión sobre los hijos. Por consiguiente, hay que condenar totalmente y rechazar con energía cualquier violencia ejercida por tales autoridades, a favor del anticoncepcionismo e incluso de la esterilización y del aborto procurado”.
 F. C., n. 30.



Redacción

Juan nunca olvidó ni el día ni la hora en que Cristo los llamó a Andrés y a él: “Vengan a ver”… Eran como las 4:00 de la tarde”. En aquel tiempo Juan era aún discípulo del Bautista y su religión consistía en una ansiosa espera del Mesías; pero no es una espera pasiva, sino marcada con hechos varoniles y serios, ayunos y penitencias rigurosas.
Juan se sintió impulsado a seguir al Rabí de Nazaret porque veía en él al Mesías libertador. Durante mucho tiempo conservó los sueños terrenales del Reino mesiánico, a pesar de que diariamente veía y escuchaba que Jesús iba a levantar un reino del espíritu, no de la espada. Poco tiempo antes del día sangriento del Gólgota, Juan todavía buscaba, con ansiedad, acaparar el mejor lugar en el reino esperado.
Sería erróneo pensar que el autor del evangelio más rico en ideas hubiera comprendido mejor al Señor que el resto de los Apóstoles, durante los tres años de su peregrinación. Sin embargo Juan, en su Evangelio, se autodenomina: “el discípulo predilecto del Señor”. No es una vana alabanza de sí mismo.

Los tres Apóstoles, Pedro, Santiago y Juan, fueron en verdad confidentes de Cristo y tuvieron el privilegio de estar muy cerca en varios de sus innumerables prodigios, además de contemplar su transfiguración en el monte Tabor y su profunda humillación en los jardines de Getsemaní.

Recordemos que Juan fue el único apóstol que tuvo el privilegio de reclinar su cabeza en el pecho del Divino Maestro, y tuvo la sinceridad suficiente para reconocer que no merecía ese amor. Debido a ello, trató de reparar sus errores con abnegada fidelidad. El honor del Maestro llegó a abrumarlo de tal manera, que cuando el Hijo del hombre era despreciado u ofendido, lo invadía un celo ardiente rayano en la ira destructiva.

Cristo caminaba hacia Jerusalén; los samaritanos se enteraron y le negaron la hospitalidad, que era un deber sagrado en todo el Oriente; los Apóstoles no acababan de comprender el rechazo; Juan, más airado que todos los demás, suplicó al Maestro que permitiera destruir a aquellos canallas con fuego del cielo.

Veamos otro hecho: un extraño, ajeno a los discípulos de Cristo, usando el nombre del Señor pretendía realizar curaciones, incluso de endemoniados. Al saberlo Juan, pidió permiso para enfrentarse con ese desconocido.

Este era Juan, el pescador de Cafarnaúm, antes de su conversión, antes de comprender el misterio de la redención humana a través de la Cruz.

Cuando Jesús preguntó a Santiago y a Juan: “¿Pueden beber el cáliz que yo he de beber?”, con valentía, ambición y desinterés, respondieron: “¡Sí podemos!” Pero a la hora de la prueba, al igual que los otros discípulos, al desencadenarse el furor de la plebe abandonaron al Señor.
Más tarde, Juan se decidió y apareció junto a la cruz de Cristo. A pesar de los insultos y amenazas de los judíos, a pesar del horror natural de ver a su Maestro lacerado y crucificado, a pesar de ver que sus esperanzas terrenas morían con él, no quiso abandonarlo en la hora postrera.
La última obra de amor de Jesús fue un maravilloso testimonio de confianza. Con las palabras de despedida: “He aquí a tu madre”, colocaba el Señor crucificado a su Santísima Madre bajo la protección del Apóstol Juan.

En compañía de San Pedro permaneció Juan en Jerusalén para dirigir la joven Iglesia. Aun cuando las antiguas crónicas no revelan nada acerca de los diálogos entre la Madre de Cristo y San Juan, quizá éste recibió, durante esos años, la profunda y espiritualizada concepción acerca de la vida de Cristo que nos manifiesta en su Evangelio.

La vejez de San Juan se consumía en los trabajos pastorales de Éfeso y su continuo llamado hacia la caridad. Sus cartas sobre la encarnación de Cristo, en contra de los gnósticos, son verdaderos tesoros de la Iglesia.

Durante la persecución romana desterraron al anciano Juan a la isla de Patmos. En aquel marco maravilloso de soledad y naturaleza virgen, recibió la extraordinaria revelación llamada Apocalipsis, en la que los jinetes de la eternidad avanzan desde los confines del mundo para ejecutar el juicio de Dios. Es el fin del mundo, el juicio del Anticristo y de sus profetas, el nuevo cielo y la nueva tierra, la Jerusalén celestial: imágines simbólicas con las que describió el apóstol la consumación de los tiempos, el triunfo de la Iglesia y del Cordero.

Siendo muy anciano, San Juan pudo regresar a Éfeso. Allí terminó su Evangelio y las tres cartas dirigidas a los hermanos en la fe, y durante los primeros años del gobierno de Trajano, el discípulo predilecto del Señor falleció pacíficamente.

En la Iglesia de San Juan, en Éfeso, todavía se muestra su antiguo sepulcro, encima del cual, ya en los tiempos del cristianismo primitivo, se construyó una basílica que Justiniano cambió en una iglesia gigantesca, adornada con una cúpula en forma de cruz. Esta iglesia fue una de las metas favoritas de peregrinaciones en la edad antigua, hasta que los otomanos la convirtieron en ruinas. Actualmente está siendo reconstruida con la ayuda privada de los Estados Unidos de América.





Redacción

Esteban significa: “coronado” (Esteb: corona).

Este santo se llama “protomártir”, porque tuvo el honor de ser el primer mártir que derramó su sangre por proclamar su fe en Jesucristo.

Esteban era uno de los hombres de confianza de los apóstoles. La S. Biblia, en los hechos de los Apóstoles narra que cuando en Jerusalén hubo una protesta de las viudas y pobres que no eran israelitas porque en la distribución de la ayudas se les daba más preferencia a los que eran de Israel que a los pobres que eran del extranjero, los 12 apóstoles dijeron: “A nosotros no nos queda bien dejar nuestra labor de predicar por dedicarnos a repartir ayudas materiales”.

Y pidieron a los creyentes que eligieran por voto popular a siete hombres de muy buena conducta y llenos del Espíritu Santo y de sabiduría, para que se encargaran de la repartición de las ayudas a los pobres.

Y entre los siete elegidos, resultó aclamado Esteban (junto con Nicanor, Felipe y otros). Fueron presentados a los apóstoles los cuales oraron por ellos y les impusieron las manos, quedando así ordenados de diáconos (palabra que significa: “ayudante”, “servidor”).

Diácono es el grado inmediatamente inferior al sacerdote.

Los judíos provenientes de otros países, al llegar a Jerusalén empezaron a discutir con Esteban que les hablaba muy bien de Jesucristo, y no podían resistir a su sabiduría y al Espíritu Santo que hablaba por medio de él. Siempre les ganaba las discusiones.

Lo llevaron ante el Tribunal Supremo de la nación llamado Sanedrín, para acusarlo con falsos testigos, diciendo que él afirmaba que Jesús iba a destruir el templo y a acabar con las leyes de Moisés. Y los del tribunal al observarlo vieron que su rostro brillaba como el de un ángel.

Esteban pronunció ente el Sanedrín un impresionante discurso en el cual fue recordando toda la historia del pueblo de Israel y les fue echando en cara a los judíos que ellos siempre se habían opuesto a los profetas y enviados de Dios, terminando por matar al más santo de todos, Jesucristo el Salvador.

Al oír esto, ellos empezaron a rechinar de rabia. Pero Esteban lleno del Espíritu Santo, miró fijamente al cielo y vio la gloria de Dios y a Jesús que estaba en pie a la derecha de Dios y exclamó:
Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre en pie a la derecha de Dios”. 
Entonces ellos llenos de rabia se taparon los oídos y se lanzaron contra él.

Lo arrastraron fuera de la ciudad y lo apedrearon. Los que lo apedrearon dejaron sus vestidos junto a un joven llamado Saulo y que aprobaba aquel delito. Mientras lo apedreaban. Esteban decía: “Señor Jesús, recibe mi espíritu”. Y de rodillas dijo con fuerte voz: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”. Y diciendo esto, murió. Unos hombres piadosos sepultaron a Esteban y la comunidad hizo gran duelo por él.


Dichoso tú Esteban: que por proclamar tu amor a Cristo en la tierra te fuiste a acompañarlo a Él en el cielo. Haz que seamos muchos, muchísimos lo que con nuestras palabras y buenas obras nos declaremos amigos y seguidores de Jesús en esta vida y seamos sus compañeros en el gozo eterno del Paraíso. Amén.



Redacción

Hoy la Iglesia celebra el nacimiento de nuestro Señor Jesucristo. En esta fiesta con carácter de solemnidad con cual el Verbo de Dios se manifiesta a los hombres. Es el sentido espiritual más importante y sugerido por la misma liturgia, que en las tres celebraciones (Vigilia, Media noche, Aurora) todo sacerdote ofrece a nuestra meditación “el nacimiento eterno del Verbo en el seno de los esplendores del Padre (Media noche); la aparición temporal en la humildad de la carne (Aurora); el regreso final en el último juicio (Del día) (Liber Sacramentorum).

Un antiguo documento del año 354 llamado el Cronógrafo confirma la existencia en Roma de esta fiesta el 25 de diciembre, que corresponde a la celebración pagana del solsticio de invierno "Natalis solis invicti", esto es, el nacimiento del nuevo sol que, después de la noche más larga del año, readquiría nuevo vigor.

Al celebrar en este día el nacimiento de quien es el verdadero Sol, la Luz del mundo, que surge de la noche del paganismo, se quiso dar un significado totalmente nuevo a una tradición pagana muy sentida por el pueblo, porque coincidía con las ferias de Saturno, durante las cuales los esclavos recibían dones de sus patrones y se los invitaba a sentarse a su mesa, como libres ciudadanos. Sin embargo, con la tradición cristiana, los regalos de Navidad hacen referencia a los dones de los pastores y de los Magos de oriente al Niño Jesús.

En oriente se celebraba la fiesta del nacimiento de Cristo el 6 de enero, con el nombre de Epifanía, que quiere decir "manifestación", después la Iglesia oriental acogió la fecha del 25 de diciembre, práctica ya en uso en Antioquía hacia el 376, en tiempo de San Juan Crisóstomo, y en el 380 en Constantinopla. En occidente se introdujo la fiesta de la Epifanía, última del ciclo navideño, para conmemorar la revelación de la divinidad de Cristo al mundo pagano.

Los textos de la liturgia navideña, formulados en una época de reacción contra la herejía trinitaria de Arrio, subrayan con profundidad espiritual y al mismo tiempo con rigor teológico la divinidad y realeza del Niño nacido en el pesebre de Belén, para invitarnos a la adoración del insondable misterio de Dios revestido de carne humana, hijo de la purísima Virgen María.

La dignidad del Niño

En la familia, comunidad de personas, debe reservarse una atención especialísima al niño, desarrollando una profunda estima por su dignidad personal, así como un gran respeto y un generoso servicio a sus derechos. Esto vale respecto a todo niño, pero adquiere una urgencia singular cuando el niño es pequeño y necesita de todo, ésta enfermo, delicado o es minusválido…

Cristo, ha querido poner al niño en el centro del Reino de Dios: “Dejad que los niños vengan a mí… que de ellos es el reino de los cielos”. (Sn Lc 18,169)
La acogida, el amor, la estima, el servicio múltiple y unitario -material, afectivo, educativo, espiritual- a cada niño que viene a este mundo, deberá constituir siempre una nota distintiva e irrenunciable de los cristianos, especialmente de las familias cristianas; así los niños, a la vez que crecen “en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres”, serán una preciosa ayuda para la misma santificación de los padres. San Juan Pablo II. FC 26.

…Cristo, al nacer, asumió la condición de los niños: nació pobre y sometido a sus padres. Todo niño, -imagen de Jesús que nace- debe ser acogido con cariño y bondad. Al trasmitir a vida a un hijo, el amor conyugal produce una persona nueva, singular única e irrepetible. Allí empieza para los padres el ministerio de la evangelización. En él deben fundar su paternidad responsable…

Así el instinto y el capricho deberán lugar a la disciplina consciente y libre de la sexualidad, por amor a Cristo cuyo rostro aparece en el rostro del niño que se desea y se trae libremente a la vida DP 584.



Redacción

Existe una comunidad de religiosos educadores que tienen como santo protector a San Viator, y les dan el nombre de este santo a sus colegios.

Cuando era niño su madre lo presentó al obispo San Justo y le pidió que los instruyera en la religión. El anciano obispo se dio cuenta de que este jovencito poseía grandes cualidades para la vida espiritual y se dedicó con todo esmero a prepararlo para el sacerdocio. Le dio las técnicas para dar bien las clases de catecismo, y pronto ya Viator era un excelente catequista. Su mayor placer lo encontraba en dedicar horas y horas a enseñar el catecismo a los niños.

Aprendió muy bien el arte de escribir en bellas letras y así llegó a hacer copias de la Santa Biblia y de otros libros religiosos, para uso del templo.

A San Viator lo pintan junto con San Justo deteniendo a una multitud que quiere linchar a un pobre hombre que sufrió un ataque de locura. El fugitivo se refugió en el templo y Viator y su obispo lo defendieron de los furiosos que deseaban acabar con su vida.

El obispo San Justo deseaba dedicarse por completo a la vida de oración y penitencia y dejando la bella ciudad de Lyon se fue para el terrible desierto de Egipto a vivir con los demás monjes, ayunando, meditando y haciendo penitencia. Y aunque el obispo se fue a escondidas sin avisar a nadie, sin embargo Viator, su secretario, se dio cuenta y lo alcanzó por el camino y obtuvo que los dejara irse con él a dedicarse a orar, meditar y hacer penitencia.

Se propusieron no decir quiénes eran, y así en el monasterio del desierto los trataron como dos extraños ordinarios. Los monjes los hicieron esperar siete días en las afueras del convento aguantando hambre y sed a intemperie, para ver si eran capaces de resistir la vida tan dura de los religiosos del desierto.

Luego, viendo que sí tenían la suficiente santidad y el debido aguante, los admitieron allí. A cada uno lo mandaron a una celda separada y allí se dedicaron a pasar largas horas dedicados a leer, meditar, rezar y trabajar. El obispo Justo tejía canastos y el joven Viator se dedicaba a copiar con su hermosa letra los Libros Sagrados para que leyeran los monjes.

Después de que llevaban muchos años allí como dos desconocidos, un día llegaron unos cristianos de Lyon a pedir ser admitidos como monjes y al ver allí a San Justo y a San Viator exclamaron: “Pero si estos son nuestro obispo y su secretario”. Los monjes se admiraron de que estos dos hombres tan importantes hubieran pasado allí tanto tiempo, desconocidos, haciendo penitencia como unos pobres pecadores.

Llegó una comisión de Lyon a llevarse a la ciudad a los santos monjes, pero San Justo y San Viator les hablaron tan hermosamente de lo provechosa que es la vida de oración y meditación de un monasterio, que los que habían llegado a llevárselos para la ciudad se quedaron allí de religiosos en el monasterio.

En diciembre del año 390 el anciano San Justo se sintió morir y al ver que su fiel discípulo lloraba tan amargamente le dijo:
Los dos hemos luchado juntos en esta vida por agradar al Señor Dios, los dos iremos también en compañía a su reino celestial”. 
Y murió en santa paz. A los siete días murió también el joven Viator, y se fue a acompañar para siempre a su santo obispo en el cielo.

Viator y Justo: compañeros inseparables en vida y en muerte, no dejen ni un solo día de rogar por nosotros para que vayamos también con todos nuestros familiares y amigos a acompañarlos en la gloria eterna para siempre.




Redacción

Se llama así porque nació en la ciudad de Kant, en Polonia.

Cuando era estudiante los compañeros le decían que el ayunar y dejar de comer carne era dañoso para la salud, y les respondía que los antiguos monjes nunca comían carne y ayunaban muchas veces y llegaban hasta los ochenta llenos de salud física y mental.

Un día estando almorzando vio pasar por frente a la puerta a un mendigo muy hambriento. Salió y le regaló su almuerzo. Sintió entonces una alegría tan grande al recordar que quien atiende al pobre, atiende a Cristo, que después cuando sea profesor de la universidad, todos los días le dará un almuerzo a un pobre.

Cuando alguien le decía: “Ya viene el pobre”, él añadía: “Ya viene Jesucristo”, porque recordaba lo que dijo Jesús: “Yo les diré: tuve hambre y me dieron de comer. Porque todo favor que han hecho a cualquiera de estos mis humildes hermanos, yo lo recibo como si me lo hubieran hecho a Mí en persona”: (Sn Mt 25, 40).

Siendo joven sacerdote lo nombraron profesor de la universidad. Pero otros sintieron envidia contra él por este cargo, e hicieron que lo nombraran como párroco de un pueblo lejano. Allá se hizo querer tanto, que el día que lo trasladaron otra vez hacia la capital, centenares de feligreses lo acompañaron por varios kilómetros, dando grandes demostraciones de tristeza. Él se despidió de ellos con estas palabras:
La tristeza no es provechosa. Si algún bien les he hecho en estos años canten un himno de acción de gracias a Dios, pero vivan siempre alegres y contentos, que así lo quiere Dios”.
Nuevamente lo nombraron profesor de la Universidad de Cracovia y durante muchos años dio allí la clase de Sagrada Escritura o explicación de la Santa Biblia. Su fama llegó a ser sumamente grande.
Los ratos libres los dedicaba a visitar pobres y enfermos. Lo que ganaba estaba a disposición de los pobres de la ciudad, que muchas veces lo dejaron en la física ruina.

En las discusiones repetía lo que decía San Agustín: “Combatimos el pecado pero amamos al pecador. Atacamos el error, pero no queremos violencia contra nadie. La violencia siempre hace daño, en cambio la paciencia y la bondad abren las puestas de los corazones”.

Cuando predicaba acerca del pecado lloraba de emoción al recordar la ingratitud de los pecadores hacia Dios, y la gente al verlo llorar se conmovía y cambiaba de conducta.

A sus alumnos les repetía estos consejos:
Cuídense de ofender, que después es difícil hacer olvidar la ofensa. Eviten murmurar, porque después resulta muy difícil devolver la fama que se ha quitado”.
Sus alumnos y sus beneficiados recordaron con gratitud su nombre por muchos años. Fueron centenares los sacerdotes formados espiritualmente por él. La gente lo llamaba: “el padre de los pobres”.

Sintiendo que llegaba la muerte y siendo ya muy anciano, dejó todas las demás actividades y se dedicó únicamente a prepararse bien antes de morir. Y el 24 de diciembre de 1473, rodeado por sus muy amados profesores de la universidad, después de recibir los santos sacramentos, murió santamente.

En su sepulcro se obraron tantos milagros y por su intercesión se consiguieron tan admirables favores, que el Sumo Pontífice lo declaró santo.

También en las universidades se producen santos. Como ejemplo San Cancio, el cual ruegue siempre a Dios por todos los alumnos y profesores de todas las universidades del mundo.





Redacción

Clotilde quiere decir: “la que lucha victoriosamente” (tild: luchar. Clot: victoria)

Esta santa reina tuvo el inmenso honor de conseguir la conversión al catolicismo del fundador de la nación francesa, el rey Clodoveo.

La vida de nuestra santa la escribió San Gregorio de Tours, hacia el año 550.

Era la hija del rey de Borgoña, Chilberico, que fue asesinado por un usurpador el cual encerró a Clotilde en un castillo. Allí se dedicó a largas horas de oración y a repartir entre los pobres todas las ayudas que lograba conseguir. La gente estimaba por su bondad y su generosidad.

Clodoveo el rey de los francos supo que Clotilde estaba prisionera en el castillo y envió a uno de sus secretarios para que disfrazado de mendigo hiciera fila con los que iban a pedir limosnas, y le propusiera a Clotilde que aceptara el matrimonio secreto entre ella y Clodoveo. Aunque este rey no era católico, ella aceptó, con el fin de poderlo convertir al catolicismo, y recibió la argolla de matrimonio que le enviaba Clodoveo, y ella por su parte le envió su propia argolla.

Entonces el rey Clodoveo anunció al usurpador que él había contraído matrimonio con Clotilde y que debía dejarla llevar a Francia. El otro tuvo que aceptar.

Las fiestas de la celebración solemne del matrimonio entre Clodoveo y Clotilde fueron muy brillantes. Un año después nació su primer hijo y Clotilde obtuvo de su esposo que le permitiera bautizarlo en la religión católica. Pero poco después el niñito  murió y el rey creyó que ello se debía a que él no lo había dejado en su religión pagana, y se resistía a convertirse. Ella, sin embargo, seguía ganando la buena voluntad de su esposo con su amabilidad y su exquisita bondad, y rezando sin cesar por su conversión.

Los alemanes atacaron a Clodoveo y este en la terrible batalla de Tolbiac, exclamó:
Dios de mi esposa Clotilde, si me concedes la victoria, te ofrezco que me convertiré a tu religión”.
Y de manera inesperada su ejército derrotó a los enemigos.

Entonces Clodoveo se hizo instruir por el obispo San Remigio y en la Navidad del año 406 se hizo bautizar solemnemente con todos los jefes de su gobierno. Fue un día grande y glorioso para la Iglesia Católica y de enorme alegría para Clotilde que veía realizados sus suelos de tantos años. Desde entonces la nación francesa ha profesado la religión católica.

En el año 511 murió Clodoveo y durante 36 años estará viuda Clotilde luchando por tratar de que sus hijos se comporten de la mejor manera posible. Sin embargo la ambición del poder los llevó a hacerse la guerra unos contra otros y dos de ellos y varios nietos de la santa murieron a espada en aquellas guerras civiles por la sucesión.

San Gregorio de Tours dice que la reina Clotilde era admiraba por todos a causa de su gran generosidad en repartir limosnas, y por la pureza de su vida y sus largas y fervorosas oraciones, y que la gente decía que más parecía una religiosa que una reina.

Y después de la muerte de su esposo sí que en verdad ya vivió como una verdadera religiosa, pues desilusionada por tantas guerras entre los sucesores de su esposo, se retiró a Tours y allí pasó el resto de su vida dedicada a la oración y a las buenas obras, especialmente a socorrer a pobres y a consolar a enfermos y afligidos.

Sus dos hijos Clotario y Chidelberto se declararon la guerra, y ya estaban los dos ejércitos listos para la batalla, cuando Clotilde se dedicó a rezar fervorosamente por la paz entre ellos. Y pasó toda una noche en oración pidiendo por la reconciliación de los dos hermanos. Y sucedió que estalló entonces una tormenta tan espantosa que los dos ejércitos tuvieron que alejarse antes de recibir la orden de ataque. Los dos combatientes hicieron las paces y fueron a donde su santa madre a prometerle que se tratarían como buenos hermanos y no como enemigos.

A los 30 días de este suceso, murió plácidamente la santa reina y sus dos hijos Clotario y Chidelberto llevaron su féretro hasta la tumba del rey Clodoveo. Así terminaba su estadía en la tierra la que consiguió de Dios que el jefe fundador de una gran nación se pasara a la religión católica, con todos sus colaboradores.

Dios sea bendito por las mujeres santas que la ha dado y le dará siempre a nuestra santa Iglesia Católica.




Redacción

Este santo ha sido llamado “El segundo evangelizador de Alemania”.

Se le venera como uno de los creadores de la prensa católica y fue el primero del numeroso ejército de escritores jesuitas.

Nació en Holanda (en Nimega) en 1521. Su padre fue por nueve veces alcalde de su ciudad. Quedó huérfano de madre siendo él aún muy pequeño, pero su madrastra fue para él una segunda madre y fue educado en un gran temor de ofender a Dios.

Él se quejaba de que en sus primeros años había perdido mucho tiempo dedicándose más a los juegos que a los estudios, pero luego se consagró de tal manera a estudiar que a los 19 años ya consiguió la licenciatura en teología.

Para complacer a su padre se dedicó a especializarse en abogacía, pero luego de hacer unos Ejercicios Espirituales con el Padre Fabro se entusiasmó por la vida religiosa, hizo voto o juramento de permanecer siempre casto, y prometió a Dios hacerse jesuita.

Fue admitido en la comunidad y los primeros años de religioso pasó en Colonia, Alemania, dedicado a la oración, el estudio, la meditación y la ayuda a los pobres. La cuantiosa herencia que recibió de sus padres la repartió la mitad entre los pobres y la otra mitad para ayudar a obras sociales de su comunidad.

Desde sus primeros años de su sacerdocio empezó a brillar como un gran predicador. Cuando joven era impresionante su carácter batallador y amigo de polémicas y discusiones, y estas aptitudes le van a ser muy útiles, porque durante toda su vida tendrá que batallar muy fuertemente en todas partes contra los protestantes. Siempre fue muy caritativo y amable con las personas que le discutían, pero tremendo e incisivo contra los errores de los protestantes. Decía a sus sacerdotes: “no hieran, no humillen, pero definan la religión con toda su alma”.

San Pedro Canisio tenía una especial cualidad para resumir las enseñanzas de todos los grandes teólogos y presentarlas de manera sencilla para que las entendiera el pueblo. Y así logró redactar dos catecismos, uno resumido y otro explicado. Estos dos libros fueron traducidos a 24 idiomas en vida del autor, y en Alemania se propagaron por centenares de miles (junto con los de otros dos jesuitas, el Padre Astete y San Roberto Belarmino, San Pedro Canisio es de los que más éxitos han logrado obtener con su Catecismo).

San Ignacio y el Sumo Pontífice, aprovechando sus enormes cualidades como predicador y defensor de la Iglesia contra los protestantes, le encargaron muchísimas labores en apostolado. Como superior provincial de los jesuitas en Alemania recorrió a pie y a caballo diez mil kilómetros predicando, enseñando catecismo, propagando buenos libros y defendiendo la religión. En los treinta años de su incansable labor de misionero recorrió treinta mil kilómetros por Alemania, Austria, Holanda e Italia. Parecía incansable. A quien le recomendaba descansar un poco le respondía: “Descansaremos en el cielo”.

Por muchas ciudades de Alemania fue fundando colegios católicos para formar religiosamente a los alumnos. A la universidad Católica la transformó y le dio una gran celebridad. Y ayudó a fundar numerosos seminarios para la formación de los futuros sacerdotes. Alemania, después de San Pedro Canisio, era ya otro país distinto y mucho más católico que cuando él empezó a trabajar allí.

San Pedro Canisio se dio cuenta del inmenso bien que hacen las buenas lecturas. Por eso recorría el país propagando los buenos libros y se propuso formar una asociación de escritores católicos. El sabía muy bien que un buen libro puede hacer mayor bien que un sermón y que las buenas lecturas logran llegar a donde ni sacerdotes ni religiosos logran ir a llevar mensajes religiosos.

Aún ya anciano y muy débil y casi paralizado, seguía escribiendo con la ayuda de un secretario, libros religiosos para el pueblo. Al morir tenía la satisfacción de haber ayudado a formar varias editoriales católicas muy bien organizadas.

Estando en Friburgo el 21 de diciembre de 1597, junto con varios padres jesuitas, después de haber rezado con ellos el santo rosario, su devoción favorita, de pronto exclamó lleno de alegría y emoción: “Mírenla, ahí está. Ahí está”: Y murió. Era la Virgen Santísima que había llegado a llevárselo para el cielo.

El Sumo Pontífice Pío XI, después de canonizarlo, lo declaró Doctor de la Iglesia, en 1925.



Redacción

Domingo significa: “el que está consagrado a Dios”. (Dominus: Dios)
Domingo de Silos es el primer santo que lleva este nombre. Después de él muchos santos más llevarán tan hermoso nombre.
Nació en La Rioja, España, cerca del año 1000.

Era hijo de agricultores, y sus primero años los pasó como pastor de ovejas. El resto de su vida lo pasará como pastor de almas. El oficio del pastor despertó en su espíritu el gusto por la soledad y por la oración contemplativa. Pensaba retirarse al desierto a vivir vida de soledad absoluta, pero en sueños recibió un aviso de que era mejor entrar de religioso.

Entró de religioso con los Padres Benedictinos en el famoso monasterio de San Millán de la Cogolla y allí hizo grandes progresos espirituales, y recibió de Dios el don de saber interpretar muy bien las enseñanzas de la Sagrada Biblia. Y tenía tan buenas cualidades que llegó a ser superior del convento. En sólo dos años restauró totalmente aquella edificación que ya estaba deteriorada.

Un día llegó un rey de Navarra a exigirle que le entregara los cálices sagrados y lo más valioso que hubiera en el convento, para dedicar todo esto a los gastos de guerra. Santo Domingo se le enfrentó valientemente y le dijo:
Puedes matar el cuerpo y a la carne hacer sufrir. Pero sobre el alma no tienes ningún poder. El evangelio me lo ha dicho, y a él le debo creer, que sólo al que al infierno no puede echar el alma, a ese debo temer”. 
Y no le entregó al rey ninguna de las posesiones sagradas del monasterio.

El rey de Navarra, lleno de indignación desterró al abad Domingo, y lo hizo salir de allí. Pero fue un destierro inmensamente provechoso, porque al saberlo el rey Fernando I de Castilla, lo mandó llamar y le confió el Monasterio de Silos, que estaba en un sitio estéril y alejado y se hallaba en estado de total abandono y descuido, tanto en lo material como en lo espiritual.

Domingo demostró ser un genio organizador, un talento para la restauración. Levantó un monasterio ideal. Una hermosa capilla, con una sacristía que es una obra de arte. Hizo un gran salón para que los monjes se dedicaran a copiar las Sagradas Escrituras y las obras de los santos (en ese tiempo no había imprentas). Formó una biblioteca llena de los mejores libros de ese tiempo. Organizó una droguería en la cual las gentes de los alrededores encontraban remedios baratísimos (y muchas veces regalados, para los más pobres).

Aquella casa se volvió un hervidero de trabajadores. Unos cultivaban plantas de uvas, o árboles de olivos; otros trabajaban en las canteras; los más artistas se dedicaban a escribir o pintar. Era una casa donde todos se dedicaban a trabajar, rezar, cantar, hacer progresar el monasterio y ganarse así un buen premio para el cielo. Aquel inmenso edificio estaba siempre abierto para solucionar las miserias de los vecinos. El Monasterio de Silos llegó a ser uno de los más famosos de España.



Santo Domingo de Silos se propuso reunir ayudas para libertar a los cristianos que estaban prisioneros y esclavos de los musulmanes, y logró libertar a más de 300. Por eso lo pintan casi siempre acompañado de hombres con cadenas, a los cuales les consiguió la libertad. Así estaba él preparando lo que más tarde harían los Padres Mercedarios con San Pedro Nolasco, libertando cautivos.

El santo no era capaz de negar un favor cuando podía hacerlo. De todas partes llegaban gentes a pedir ayudas. Pero también sabía no dejarse engañar. Una vez llegaron unos mentirosos a pedirle vestidos y para conmoverlo dejaron sus mejores ropas escondidas en una cueva cercana y se presentaron vestidos de harapos. El santo se dio cuenta de esto y envió a un monje a que trajera esos vestidos y con ellos hizo un gran paquete y le dijo a los pedigüeños: --“Con mucho gusto les damos la ropa que necesitan. Tomen este paquete lleno de ropa y vayan a la cueva cercana y allá se la reparten”. Ellos se fueron muy contentos y al llegar allá se dieron cuenta de que eran los mismos vestidos que habían dejado allí escondidos.

Una noche llegaron unos ladrones a robarse toda la cosecha del monasterio. El santo los dejó trabajar toda la noche y a la madrugada, cuando ya estaba todo recogido, encostalado y empacado, mandó a sus monjes con garrotes a decirles que muchas gracias por haberlos reemplazado en recoger la cosecha y que podían irse. Pero para que no se fueran demasiado tristes les envió un desayuno como pago por el trabajo de toda esa noche.

Este santo obtuvo de Dios muchísimos milagros para quienes se encomendaban a sus oraciones.El biógrafo, que escribió su vida poco tiempo después de la muerte del santo, dice que no había enfermedad que las oraciones de este santo no lograra curar.Otro testigo de aquel tiempo afirma:
Nunca vi aun enfermo, ni a un sano, a quien no alegrara él con su boca o con su mano”.
Llegó hasta anunciar la fecha de su propia muerte.  96 años después de su muerte, nuestro santo se apareció en sueños a la mamá de Santo Domingo de Guzmán para anunciarle que tendría un hijo que sería un gran apóstol.

Por eso cuando el niño nació le pusieron el nombre de Domingo en honor del santo de Silos. Es por ello también que muchas mamás en España recomiendan al santo Domingo de Silos para obtener que su hijito nazca bien y que sea una buena persona después.

El 20 de diciembre del año 1073 voló al cielo este santo en cuyo honor sigue existiendo todavía el famoso monasterio de Santo Domingo de Silos.





Redacción

Una de las épocas más difíciles de la Iglesia Católica fue lo que ha llamado “El destierro de Avignon, o destierro de Babilonia”, cuando los Papas se fueron a vivir a una ciudad francesa, llamada Avignon, poco después del año 1300, porque en Roma se les había hecho la vida poco menos que imposible a causa de las continuas revoluciones.

Entre todos los Papas que vivieron en Avignon el más santo fue San Urbano V.

Nació en Languedoc, Francia, en 1310. Hizo sus estudios universitarios y entró de monje benedictino. Fue superior de los principales conventos de su comunidad y como tenía especiales cualidades para la diplomacia los Sumos Pontífices que vivieron en Avignon lo emplearon como Nuncio o embajador en varias partes.

Estaba de Nuncio en Nápoles cuando llegó la noticia de que había muerto el Papa Inocencio VI y que él había sido nombrado nuevo Sumo Pontífice. Y no era ni obispo ni cardenal. En sólo un día fue consagrado obispo y coronado como Papa. Escogió el nombre de Urbano, explicando que le agradaba ese nombre porque todos los Papas que lo habían llevado habían sido santos.

Como Sumo Pontífice se propuso acabar con muchos abusos que existían en ese entonces. Quitó los lujos de su palacio y de sus colaboradores. Se preocupó por obtener que el grupo de sus empleados en la Corte Pontífice fueran un verdadero modelo de vida cristiana. Entregó los principales cargos eclesiásticos a personas de reconocida virtud y luchó fuertemente para acabar con las malas costumbres de la gente. Al mismo tiempo trabajó seriamente para elevar el nivel cultural del pueblo y fundó una academia para enseñar medicina.

Con ayuda de los franciscanos y de los dominicos emprendió la evangelización de Bulgaria, Ucrania, Bosnia, Albania, Lituania, y hasta logró enviar misioneros a la lejanísima Mongolia.

Lo más notorio de este santo Pontífice es que volvió a Roma, después de que ningún Papa había vivido en aquella ciudad desde hacía más de 50 años. En 1366 se resolvió a irse a vivir a la Ciudad Eterna. El rey de Francia y los cardenales se le oponían, pero él se fue resueltamente. Las multitudes salieron a recibirlo gozosamente por todos los pueblos por donde pasaba y Roma se estremeció de emoción y alegría al ver llegar al nuevo sucesor de San Pedro.

Al llegar a Roma no pudo contener las lágrimas. Las grandes basílicas, incluso la de San Pedro, estaban casi en ruinas. La ciudad se hallaba en el más lamentable estado de abandono y deterioro. Le había faltado por medio siglo la presencia del Pontífice.

Urbano V con sus grandes cualidades de organizador, emprendió la empresa de reconstruir los monumentos y edificios religiosos de Roma. Estableció su residencia en el Vaticano y pronto una gran cantidad de obreros y artistas estaban trabajando en la reconstrucción de la capital.

También se dedicó a restablecer el orden en el clero y el pueblo, y  en breve tiempo se dio trabajo a todo mundo y se repartieron alimentos en gran abundancia. La ciudad estaba feliz.

Pronto empezaron a llegar visitantes ilustres, como el emperador Carlos IV de Alemania, y el emperador Juan Paleólogo de Constantinopla. Todo parecía progresar.

Empezaron otra vez las revoluciones, y sus empleados franceses insistían en que el Papa volviera a Avignon. Urbano se encontraba bastante enfermo y dispuso irse otra vez a Francia en 1370. Santa Brígida le anunció que si abandonaba a Roma moriría. El 5 de diciembre salió de Roma y el 19 de diciembre murió. Dejó gran fama de santo.

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Modesto significa: “el que observa la justa medida, el que se mantiene en los límites de lo justo” (Medus: medida).

Este santo se hizo especialmente benemérito de la Iglesia Católica por haber restaurado los templos de los Santos Lugares de Jerusalén, después del terrible destrozo que hicieron allí los persas.

En el año 600 el rey persa Cosroes, pagano y enemigo de la religión católica invadió la Tierra Santa de Palestina, y ayudado por los judíos y samaritanos fue destruyendo y quemando sistemáticamente todo lo que encontró de católico por allí; templos, casas religiosas, altares, etc. Mandó matar a los militares cristianos en Jerusalén, a muchos otros los vendió como esclavos y al resto los fue desterrando sin piedad. Al Arzobispo de Jerusalén, San Zacarías lo envió al destierro también.

Y fue entonces cuando Dios suscitó a un hombre dotado de especialísimas cualidades para reconstruir los sitios sagrados que habían sido destruidos. Fue Modesto, superior de uno de los conventos de Tierra Santa.

Después de varios años en que los habitantes de Palestina tuvieron que soportar el régimen del terror de los persas o iraníes, los excesos del ejército del rey Cosroes y los desmanes de los judíos, que aprovecharon la situación para destruir cuanto templo católico pudieron, de pronto se apareció el emperador Heráclito con su ejército y fue derrotando a los persas y alejándose de esas tierras.

Y aprovechando esta situación ventajosa, Modesto se dedicó con todas sus fuerzas y ayudando por sus monjes a recoger ayudas de todas partes y a reconstruir los templos destruidos o quemados por los paganos. Lo primero que reconstruyó fue el templo del Santo Sepulcro, y luego del Getsemaní o el Huerto de los Olivos y la Casa de la última Cena, o Cenáculo, y muchos más. Pedía ayudas por todas partes y poco a poco iba reconstruyendo cada templo, pero teniendo cuidado de que se conservara la antigua forma que tenía antes de la destrucción de los persas.

Las gentes contribuían con mucha generosidad, y así el Arzobispo de Alejandría en Egipto le envío mil cargas de harina para los obreros, mil trabajadores, mil láminas de hierro y mil bestias de carga. Y algo parecido hicieron los otros.

Cuando el emperador Heráclito de Constantinopla logró derrotar a Cosroes y quitarle la santa cruz que el otro se había robado de Jerusalén, el mismo emperador quiso presidir la procesión que devolvía la cruz de Cristo a la ciudad santa pero al llegar a aquellas tierras se encontró con una destrucción tan total y terrible de todo lo que fuera sagrado, que Heráclito no pudo menos que echarse a llorar.

Y como el Arzobispo San Zacarías había muerto en el destierro, al emperador le pareció que el que mejor podía ejercer ese cargo era Modesto y lo nombró patriarca Arzobispo de Jerusalén. Fue una elección muy oportuna, porque entonces sí tuvo facilidad nuestro santo para dedicarse a reconstruir los centenares de templos y capillas y demás lugares santos destruidos por los bárbaros.

Modesto continuó incansable su labor de reconstruir templos, recoger ayudas e inspeccionar los trabajos en los diversos sitios. Pero un 18 de diciembre, mientras llevaba un valioso cargamento de ayudas para la restauración de los santos lugares fue envenenado por unos perversos para poder robarle los tesoros que llevaba, y así murió víctima de su gran trabajo de reconstrucción.

Gracias buen Modesto por tu gran interés por reconstruir y hermosear los templos de nuestra santa religión.

MI CASA ES CASA DE ORACIÓN --dice el Señor— NO LA CONVIRTÁIS EN CUEVA DE LADRONES.


Redacción

Lázaro es un nombre significativo en el idioma de Israel. Quiere decir: “Dios es mi auxilio”. El santo de hoy se ha hecho universalmente famoso porque tuvo la dicha de recibir uno de los milagros más impresionantes de Jesucristo: su resurrección, después de llevar cuatro días enterrado.

Lázaro era el jefe de un hogar donde Jesús se sentía verdaderamente amado. A casa de Lázaro llegaba el Redentor como a la propia casa, y esto era muy importante para Cristo, porque él no tenía casa propia. El no tenía ni siquiera una piedra para recostar la cabeza (Lc. 9, 58).

En casa de Lázaro había tres personas que amaban a Nuestro Salvador como un padre amabilísimo, como el mejor amigo del mundo. La casa de Betania es amable para todos los cristianos del universo porque nos recuerda el sitio donde Jesús encontraba descanso y cariño, después de las tensiones y oposiciones de su agitado apostolado.

En la tumba de un gran benefactor escribieron esta frase: “Para los pies fatigados tuvo siempre listo un descanso en su hogar”. Esto se puede decir de San Lázaro y de sus dos hermanas, Martha y María.
La resurrección de Lázaro es una de las historias más interesantes que se han escrito. Es un famoso milagro que llena de admiración.

Un día se enferma Lázaro y sus dos hermanas envían con urgencia un mensajero a un sitio lejano donde se encuentra Jesús. Solamente le lleva este mensaje: “Aquél a quien Tú amas, está enfermo”. Bellísimo modo de decir con pocas palabras muchas cosas. Si lo amas, estamos seguros de que vendrás, y si vienes, se librará de la muerte…

Y sucedió que Jesús no llegó y el enfermo seguía agravándose cada día más y más. Las dos hermanas se asoman a la orilla del camino y… Jesús no aparece. Sigue la enfermedad más grave cada día y los médicos dicen que la muerte ya va a llegar… ¡Qué afán! Mandan a los amigos a que se asomen a las colinas cercanas y atisben a lo lejos, pero Jesús no se ve venir. Y al fin el pobre Lázaro se muere.

Pasan dos y tres días y el amigo Jesús no llega. De Jerusalem vienen muchos amigos al entierro porque Lázaro y sus hermanas gozan de gran estimación entre la gente, pero en el entierro falta el mejor de los amigos: Jesús. Él que es uno de esos amigos que siempre están presentes cuando los demás necesitan de su ayuda, ¿por qué no habrá llegado en esta ocasión?

Al fin al cuarto día llega Jesús. Pero ya es demasiado tarde. Las dos hermanas salen a encontrarlo llorando: --¡Oh, si hubieras estado aquí! ¡Si hubieras oído cómo te llamaba Lázaro! Sólo una palabra tenía en sus labios: Jesús. No tenía otra palabra en su boca. Te llamaba en su agonía. ¡Deseaba tanto verte! Oh Señor: si hubieras estado aquí no se habría muerto nuestro hermano”.

Jesús responde: --“Yo soy la resurrección y la Vida. Los que creen en Mí, no morirán para siempre”.

Y al verlas llorar se estremeció y se conmovió. Verdaderamente de Él se puede repetir lo que decía el poeta: “En cada pena que sufra el corazón, el Varón de Dolores lo sigue acompañando”.

Y Jesús se echó a llorar. Porque nuestro Redentor es perfectamente humano, y ante la muerte de un ser querido, hasta el más fuerte de los hombres tiene que echarse a llorar. Dichoso tú Lázaro, que fuiste tan amado de Jesús que con tu muerte lo hiciste llorar.

Miren cuánto lo amaba. Los judíos que estaban allí en gran número, pronunciaron una exclamación que se ha divulgado por todos los países para causar admiración y emoción: “¡Mires, cuanto lo amaba!” ¡Frase bella en verdad!

¡Lázaro: yo te lo mando: sal fuera! Es una de las más poderosas frases salidas de los labios de Jesús. Un muerto con cuatro días de enterrado, maloliente y en descomposición, que recobra la vida y sale totalmente sano del sepulcro, por una sola frase del Salvador. ¡Qué milagro de primera clase! Con razón se alarmaron los fariseos y Sumos sacerdotes diciendo: “Si este hombre sigue haciendo milagros como este, todo el pueblo se irá con Él”.



Como nos deben brillar los ojos al ver lo poderoso que es Nuestro jefe, Cristo. ¡Cómo deberían llenarse de sonrisas nuestros labios al recordar lo grande y amable que es el gran amigo Jesús. Sin tocar siquiera el cadáver. Sin masajes, sin remedios, con sólo su palabra resucita a un muerto de cuatro días de enterrado. ¡Formidable este Cristo!

Lázaro bendito, digno de que sintamos hacia ti una santa envidia, ya que tuviste el honor de recibir del poder inmenso de Jesús un milagro tan sorprendente: dile al divino Redentor que en nuestras casas también hay algunos Lázaros muertos: son nuestras situaciones imposibles de ser arregladas por nuestras solas fuerzas. Para unos es un vicio que no logran alejar. Para otros una tristeza y un mal genio que acompañan día por día amargando la vida. Para algunos su Lázaro muerto es su cuerpo que sufre una dolencia que no se quiere curar, o una debilidad que quita fuerzas… Sabemos que Cristo, que obró el milagro de Betania, tiene los mismos poderes y el mismo amor de ese tiempo. Pídele tú a Jesús que por lo menos si no nos da la salud, nos conceda una gran paciencia para sufrir con paciencia y así convertir nuestros sufrimientos en escalera preciosa para subirnos a un grado muy alto en el cielo.



Redacción

Adela o Adelaida, es un nombre alemán que significa: “de noble familia”. A esta santa le decían también Alicia. Santa Adelaida fue la esposa del Emperador Otón el Grande.

Era hija del rey Rodolfo de Borgoña, el cual murió cuando ella tenía 6 años. Muy joven contrajo matrimonio con Lotario, rey de Italia. Su hija Emma llegó a ser reina de Francia. (En verdad le quedó muy bien puesto el nombre de Adela, o Adelaida, que significa “de noble familia”).

Su primer esposo, Lotario, murió también muy joven, parece que envenenado por los que deseaban quitarle su reino, quedando Adelaida viuda de sólo 19 años, con su hijita Emma todavía muy pequeñita.

El usurpador Berengario la encerró en una prisión y le quitó todos sus poderes y títulos, porque ella no quiso casarse con el hijo del tal Berengario. Su capellán se quedaba admirado porque Adelaida no se quejaba ni protestaba y seguía tratando a todos los carceleros con exquisita amabilidad y dulzura.

Todo lo que sucedía lo aceptaba como venido de las manos de Dios y para su bien. Le robaron sus vestidos de reina y todas sus alhajas y joyas y le dieron unos harapos como de pordiosera. En su oscura prisión pasó varios meses dedicada a la oración. Los carceleros exclamaban: “Cuánto heroísmo tiene esta reina. ¡No grita, no se desespera, no insulta. Sólo reza y sonríe en medio de sus lágrimas!”.

Y mientras tanto su capellán, el Padre Martín, consiguió un plano del castillo donde ella estaba prisionera, abrió un túnel y llegando hasta su celda la sacó hacia el lago cercano donde la esperaba una barca, en la cual se la llevó hacia la libertad haciéndola llegar hasta el castillo de Canossa, donde se refugió.

Pero Berengario atacó aquel castillo y Adelaida envió unos embajadores a Otón de Alemania pidiéndole su ayuda. Otón llegó con su ejército, derrotó e hizo prisionero a Berengario y concedió la libertad a la santa reina.

Otón se enamoró de Adelaida y le pidió que fuera su esposa. Ella aconsejada por el Padre Martín, aceptó este matrimonio y así llegó a ser la mujer del más importante mandatario de su tiempo. Los dos se fueron a Roma y allá el Sumo Pontífice Juan XII coronó a Otón como emperador y a Adelaida como emperatriz.

Otón el grande reinó durante 36 años. Mientras tanto su santa esposa se dedicaba a socorrer a los pobres, a edificar templos y a ayudar a misioneros, religiosos y predicadores.

Al morir su esposo Otón I, le sucedió en el trono el hijo de Adelaida, Otón II, pero este se casó son una princesa de Constantinopla, la cual era dominante y orgullosa y le exigió que tenía que alejar del palacio a Adelaida. Otón aceptó semejante infamia y echó de su casa a su propia madre. Ella se fue a un castillo pero pidió la ayuda de San Mayolo, abad de Cluny, el cual habló de tal manera a Otón que lo convenció que nadie mejor lo podía aconsejar y acompañar que su santa madre. Y así el emperador llamó otra vez a Adelaida y le pidió perdón y la recibió de nuevo en el palacio imperial.

Otón II murió en una guerra y su viuda la princesa de Constantinopla se apoderó del mando y trató duramente a Adelaida. Ella decía: “Sólo en la religión puedo encontrar consuelo para tantas pérdidas y desventuras”. En medio de sus penas encontraba fuerzas y paz en la oración. A quienes le trataban mal les correspondía tratándolos con bondad y mansedumbre.

Una extraña enfermedad acabó con la vida de la princesa de Constantinopla y Adelaida quedó como regente, encargada del gobierno de la nación, mientras su nieto, Otón III llegaba a la mayoría de edad. Fue para sus súbditos una madre bondadosa. Ignoraba el odio y no guardaba resentimiento con nadie. Supo dirigir el gobierno del país alemán con bondad y mucha comprensión, ganándose el cariño de las gentes.

Fundó varios monasterios de religiosos y se preocupó por la evangelización de los que todavía no conocían la religión católica. Se esforzaba mucho por reconciliar a los que estaban peleados.

Su director espiritual es ese tiempo fue San Odilón, el cual dejó escrito: “La vida de esta reina es una maravilla de gracia y de bondad”. Santa Adelaida tuvo una gran suerte, y fue que durante toda su vida se encontró con formidables directores espirituales que la guiaron sabiamente hacia la santidad: el Padre Martín, San Adalberto, San Mayolo y San Odilón.

En la vida de nuestra santa sí se cumplió lo que dice la S. Biblia: “Encontrar un buen amigo es mejor que encontrarse un buen tesoro. Quien pide un consejo a los que son verdaderamente sabios, llegan con mucha facilidad al éxito”.

Cuando su nieto Otón III se posesionó como emperador, ella se retiró a un monasterio, y allí pasó sus últimos días dedicada a la oración y a meditar en las verdades eternas.

Murió el 16 de diciembre del año 999 y aunque las ingratitudes y persecuciones le hicieron sufrir mucho durante toda su vida, al morir se había ganado la estima y el amor de toda su nación.

Que el Espíritu Santo siga enviando sabios directores espirituales que aconsejen a los gobernadores de las naciones y los lleven hacia la verdadera sabiduría y hacia la santidad. ¡Qué hermoso fuera que esto se hiciera realidad.



Redacción

Nació en Brescia (Italia) en 1813. Quedó huérfana de madre cuando apenas tenía 11 años. Cuando ella tenía 17 años su padre le presentó un joven diciéndole que había decidido que él fuera su esposo. La muchacha se asustó y corrió donde el párroco, que era un santo varón de Dios, a comunicarle que se había propuesto permanecer siempre soltera y dedicarse totalmente a obras de caridad.

El sacerdote fue donde el papá de la joven y le contó la determinación de su hija. El señor De la Rosa aceptó casi inmediatamente la decisión de María, y la apoyó más tarde en la realización de sus obras de caridad, aunque muchas veces le parecían exageradas o demasiado atrevidas.

El padre de María tenía unas fábricas de tejidos y la joven organizó a las obreras que allí trabajaban y con ellas fundó una asociación destinada a ayudarse unas a otras y a ejercitarse en obras de piedad y de caridad. En la finca de sus padres fundó también con las campesinas de los alrededores una asociación religiosa que las enfervorizó muchísimo.

En su parroquia organizó retiros y misiones especiales para las mujeres, y el cambio y la transformación entre ellas fue tan admirable que al párroco le parecía que esas mujeres se habían transformado en otras. Así de cambiadas estaban en lo espiritual.

En 1836 llegó la peste del cólera a Brescia, y María con permiso de su padre (que le concedió con gran temor) se fue a los hospitales a atender a los millares de contagiados. Luego se asoció con una viuda que tenía mucha experiencia en esas labores de enfermería, y entre las dos dieron tales muestras de heroísmo en atender a los apestados, que la gente de la ciudad se quedó admirada.

Después de la peste, como habían quedado tantas niñas huérfanas, el municipio formó unos talleres artesanales y los confió a la dirección de María de la Rosa, que apenas tenía 24 años, pero ya era estimada en toda la ciudad. Ella desempeñó ese cargo con gran eficacia durante dos años, pero luego viendo que en las obras oficiales se tropieza con muchas trabas que quitan la libertad de acción, dispuso organizar su propia obra y abrió por su cuenta un internado para las niñas huérfanas o muy pobres.

Poco después abrió también un instituto para niñas sordomudas. Todo esto es admirable en una joven que todavía no cumplía los 30 años y que era de salud sumamente débil. Pero la gracia de Dios concede inmensa fortaleza.

La gente se admiraba al ver en esta joven apóstol unas cualidades excepcionales. Así por ejemplo un día en que unos caballos se desbocaron y amenazaban con enviar a un precipicio a los pasajeros de una carroza, ella se lanzó hacia el puesto del conductor y logró dominar los enloquecidos caballos y detenerlos.

En ciertos casos muy difíciles se escuchaban de sus labios unas respuestas tan llenas de inteligencia que proporcionaban la solución a los problemas que parecían imposibles de arreglar. En los ratos libres se dedicaba a leer libros de religión y llegó a poseer tan fuertes conocimientos teológicos que los sacerdotes se admiraban al escucharla. Poseía una memoria feliz que le permitía recordar con pasmosa precisión los nombres de las personas que habían hablado con ella, y los problemas que le habían consultado; y esto le fue muy útil en su apostolado.

En 1840 fue fundada en Brescia por Monseñor Pinzoni una asociación piadosa de mujeres para atender a los enfermos de los hospitales. Como superiora fue nombrada María de la Rosa. Las socias se llamaban Doncellas de la Caridad. Al principio sólo eran cuatro jóvenes, pero a los tres meses ya eran 32.

Muchas personas admiraban la obra de que las Doncellas de la Caridad hacían en los hospitales, atendiendo a los más abandonados y repugnantes enfermos, pero otros se dedicaron a criticarlas y a tratar de echarlas de allí para que no lograran llevar el mensaje de la religión a los moribundos. La santa comentando esto, escribía: “Espero que no sea esta la última contradicción. Francamente me habría dado pena que no hubiéramos sido perseguidas”.

Fueron luego llamadas a ayudar en el hospital militar pero los médicos y algunos militares empezaron a pedir que las echaran de allí porque con estas religiosas no podían tener los atrevimientos que tenían con las otras enfermeras. Pero las gentes pedían que se quedaran porque su caridad era admirable con todos los enfermos.

Un día unos soldados atrevidos quisieron entrar al sitio donde estaban las religiosas y las enfermeras a irrespetarlas. Santa María de la Rosa tomó un crucifijo en sus manos y acompañada por seis religiosas que llevaban cirios encendidos se les enfrentó prohibiéndoles en nombre de Dios penetrar en aquellas habitaciones. Los 12 soldados vacilaron un momento, se detuvieron y se alejaron rápidamente. El crucifijo fue guardado después con gran respeto como una reliquia, y muchos enfermos lo besaban con gran devoción.

En la comunidad se cambió su nombre de María de la Rosa por el de María del Crucificado. Y a sus religiosas les insistía frecuentemente en que no se dejaran llevar por el “activismo” que consiste en dedicarse todo el día a trabajar y atender a las gentes, sin consagrarle el tiempo suficiente a la oración, al silencio y a la meditación.

En 1850 se fue a Roma y obtuvo que el Sumo Pontífice Pío Nono aprobara su Congregación. La gente se admiraba de que hubiera logrado en tan poco tiempo lo que otras comunidades no consiguen sino en bastantes años. Pero ella era sumamente ágil en buscar soluciones.

Solía decir: 
No puedo ir a acostarme con la conciencia tranquila los días en que he perdido la oportunidad, por pequeña que esta sea, de impedir algún mal o de hacer el bien”. 
Esta era su especialidad: día y noche estaba pronta a acudir en auxilio de los enfermos, a asistir a algún pecador moribundo, a intervenir para poner paz entre los que peleaban, a consolar a quien sufría alguna pena.

Por eso Monseñor Pinzoni exclamaba:
La vida de esta mujer es un milagro que asombra a todos. Con una salud tan débil hace labores como de tres personas robustas”.
Aunque apenas tenía 42 años, sus fuerzas ya estaban totalmente agotadas de tanto trabajar por pobres y enfermos. El viernes santo de 1855 recobró su salud como por milagro y pudo trabajar varios meses más.  Pero al final de año sufrió un ataque y el 15 de diciembre de ese año de 1855 pasó a la eternidad a recibir el premio de sus buenas obras.

Si Cristo prometió que quien obsequie aunque sea un vaso de agua a un discípulo suyo, no quedara sin recompensa, ¿qué tan grande será el premio que habrá recibido quien dedicó su vida entera a ayudar a los discípulos más pobres de Jesús?

Señor: concédenos también a nosotros el ser capaces de gastarnos y desgastarnos por servir a tus hijos más pobres de la tierra.




Redacción

En vano se esforzaba el pequeño Juan Yepes, un huérfano de Fontivera, en Castilla, por aprender un oficio. Donde metía la mano se malograba el asunto. Dios tenía otros planes para él y le mostró el camino cuando entró a servir como ayudante de enfermero en el hospital de Medina del Campo.

El administrador mandó al muchacho, piadoso y de buen corazón, a que estudiara, esperando que posteriormente pudiese ser su hábil capellán. Pero a los 18 años Juan Yepes entró en la Orden de los carmelitas y recibió el nombre de Juan de la Cruz.
En la soledad de su celda y en oración constante logró tener conocimientos tan profundos de la vida interior, que en su primer encuentro con Teresa de Ávila ella reconoció la espiritualidad evangélica de Juan y se lo ganó para su gran causa reformadora."
Del sufrimiento y la persecución, brotó en Santa Teresa y en San Juan de la Cruz la flor inmarcesible de la mística, que espiritualizó la devoción española del siglo XVI.



El primer convento de los carmelitas descalzos fue una casa campestre, destartalada y en mal estado, en Durvelo; las celdas de Juan de la Cruz y de su compañero de lucha, el padre Antonio, eran tan bajas, que sólo podían estar en ellas sentados o acostados. Descalzos iban a las aldeas vecinas para predicar y dar instrucción religiosa.

Algunos no pudieron olvidar el ejemplo y las palabras de los dos monjes y pidieron ser admitidos en la vida religiosa. Juan de la Cruz los aceptó con alegría como novicios. Tanto en Durvelo, como en Pastrana y en Mancera, los instruía en la práctica de las oraciones y en el retiro.

En su celda solitaria a menudo tuvo éxtasis, cuidadosamente ocultados de los hombres. En el más profundo arrobamiento escuchó la voz del Espíritu Santo en su alma. Así surgieron sus obras La subida al Monte Carmelo, La noche oscura del alma, El cántico espiritual entre el alma y Cristo y la Llama de amor vivo.

Pero mientras lo veneraban en los conventos nuevos de los descalzos, considerándolo su fundador y su guía, en las casas de la Orden antigua, abandonada por él, creció una oposición vehemente en contra suya y de Santa Teresa. La envidia por sus éxitos llevó a sus contrincantes a proceder con violencia. En un capítulo de la Orden fue condenado como un criminal, detenido y encerrado en la prisión de Toledo, en una buhardilla, donde sufrió muy mal trato y molestias por asquerosos insectos durante nueve meses. No le permitieron cambiarse de hábito ni de ropa interior.

Casi se puede considerar como  milagro el que un hombre débil y enfermo pudiera aguantar estas torturas y, a pesar de su agotamiento, hubiera tenido el valor de huir en una noche oscura, echando mano de cobijas anudadas. Logró fugarse y olvidó las penas sufridas sin culpa. Ni una palabra de queja o de amargura salió de sus labios.

Pero su mística tendría desde entonces otro timbre. Vibra en ella el amor al sufrimiento, como una campana que se escucha a lo lejos. Su prisión tampoco quedó sin fruto para la obra de reforma. Los Papas Pío V y Gregorio XIII confirmaron la Orden de los carmelitas descalzos de ambos sexos; y en adelante, sin persecución, San Juan de la Cruz pudo dedicarse a la obra inmensa encomendada por Santa Teresa.
Debido a la reforma actuaba en muchas partes, más bien caminaba de convento en convento y siempre estaba dispuesto a dar su experiencia y su consejo."
Cuanto más pasaban los años, tanto más San Juan de la Cruz se retiraba a un desierto rocoso de Segovia, dedicado sólo a los rezos y a la meditación. Pero aún allí lo encontraban los hombres. Tenía el don de ver el corazón, y decidía con claridad y determinación sus conflictos de conciencia. Al bajar de su desierto, preferentemente visitaba los hospitales para prestar a los internos los servicios más humildes, les llevaba alimentos suculentos y no descansaba hasta haberles conseguido las mejores medicinas.

Algunos de los hermanos más jóvenes de la Orden lo consideraban anciano y chocho, y creían que ya era tiempo de aligerar un poco la rigidez de las reglas. Entonces Juan de la Cruz estaba dispuesto a salvaguardar con toda la fuerza de su personalidad la estricta observancia.

Enojados por su oposición, sus enemigos lo anularon en el capítulo general en Madrid. Siguió impertérrito, ya sin el menor cargo. Poco después hasta se le dio la orden de embarcarse a América para librarse de él.

Obediente y lleno de alegría por la humillación, se preparó para el viaje, pero en el camino enfermó de gravedad y solicitó refugio en el convento de Úbeda, cuyo superior figuraba entre sus enemigos más enconados. Por cuatro meses sufrió tormentos de infierno. Su cuerpo estaba cuajado de úlceras. Trabajosamente se levantaba a veces, con ayuda de una reata para cambiar un poco de posición.

El superior trató de mortificar al enfermo con sus pláticas irónicas y a veces directamente ofensivas. Un hermano, compadecido, se quejó con el superior provincial y logró remediar la situación para que el santo pudiera morir en paz. El 14 de diciembre de 1591 falleció a los 49 años. Fue canonizado en 1726 por Benedicto XIII. Y después de 300 años, en 1926, el Papa Pío XI lo declaró doctor de la Iglesia.

San Juan de la Cruz, hombre celestial
“He querido rendir con mis palabras un homenaje de gratitud a San Juan de la Cruz, teólogo y místico, poeta y artista, “hombre celestial y divino” –como lo llamó Santa Teresa de Jesús--, amigo de los pobres y sabio director espiritual de las almas. El es el padre y maestro espiritual de todo el Carmelo teresiano, el forjador de esa fe viva que brilla en los hijos más eximios del Carmelo: Teresa de Liseux, Isabel de la Trinidad, Rafael Kalinowski, Edith Stein.
Pido a las hijas de Juan de la Cruz, las carmelitas descalzas, que sepan vivir las esencias contemplativas de ese amor puro que es inminentemente fecundo para la iglesia. Recomiendo a los hijos carmelitas descalzos, fieles custodios de este convento y animadores del Centro de Espiritualidad dedicado al santo, la fidelidad a su doctrina y la dedicación a la dirección espiritual de las almas, así como al estudio y profundización de la teología espiritual”.
Homilía de Juan Pablo II en Segovia, España, 4 de noviembre de 1982 (extracto).


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